P.C. Cast - En El Lugar De La Diosa

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La única emoción que esperaba Shannon Parker de las vacaciones de verano era hacer unas cuantas compras. Sin embargo, recibió la llamada de un ánfora antigua y se vio transportada a Partholon, donde todos la trataron como a una diosa. Una diosa muy temperamental…
Sin saber cómo, Shannon había adoptado el papel de otra, se había convertido en la encarnación de la diosa Epona. Y, aunque eso tenía una ventaja (¿a qué mujer no le gustaban los lujos?), también conllevaba un matrimonio ritual con un centauro y la amenaza de muerte a su nuevo pueblo. Además, todo el mundo la odiaba, porque pensaban que era una simple doble de su diosa.
Shannon tenía que averiguar cómo podía volver a Oklahoma sin morir en el intento, sin contraer matrimonio con un centauro y sin volverse loca…

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– Habéis sido valiente. El MacCallan se habría sentido orgulloso de vos.

– Estaba muy asustada. Casi me desmayo.

– Pero no os habéis desmayado.

– No, pero juro que he estado a punto de caerme al suelo.

– Yo os habría sujetado.

– Gracias.

Lo abracé por la cintura y sentí como él se apoyaba lentamente en mí, hasta que sus labios se posaron, sólo durante un momento, en mi cabeza.

Yo incliné la cara hacia atrás y lo miré a los ojos. No sabía qué pensar de aquel hombre caballo con quien debía permanecer casada durante un año. Era obvio que me interesaba. Después de todo, no había conocido nunca a nadie como él. Admitamos que no hay muchos centauros corriendo por Oklahoma, al menos por Tulsa. Una no podía saber lo que pasaba en el interior del Estado. No obstante, tenía que reconocer una cosa, y era que me sentía mejor cuando estaba en contacto con él. Eso era algo que nunca me había sucedido con ningún hombre.

Sin pararme a pensar en las consecuencias, ni en mis motivaciones, alcé una mano y la apoyé en la pechera de su peto. Entonces enganché los dedos en el borde y tiré hacia abajo una sola vez. Él no era tonto y no necesitó más ánimos. Me sorprendí al notar sus labios en los míos. Eran más cálidos que los labios de un hombre. Y demonios, era grande. Cuando me abrazó, lo olvidé todo por un momento, salvo su contacto y sus labios, y el calor de su boca cuando su lengua encontró la mía.

Y entonces el sonido de los cascos de los centauros que se aproximaban rápidamente interrumpió nuestro trance. ClanFintan me soltó, creo que de mala gana, mientras nos volvíamos para escuchar el informe de Dougal.

– No hemos encontrado los restos de ninguna mujer, mi señor, pero hemos encontrado huellas que se dirigían hacia el bosque por el noroeste. Entre las huellas de las criaturas había unas huellas más pequeñas, como las de las sandalias que llevan las…

Entonces, se le quebró la voz.

– Las mujeres y las niñas -dijo ClanFintan.

– Sí, mi señor. No se han tomado el trabajo de borrar su rastro. Es como si quisieran que supiéramos lo que han hecho y en qué lugar podemos encontrarlos.

– Han dejado de esconderse.

ClanFintan habló con tanta seguridad que yo lo miré sorprendida.

– ¿Cómo lo sabes?

Él se disculpó con una sonrisa.

– Te lo explicaré más tarde.

Se volvió hacia Dougal y continuó:

– Quédate aquí con lady Rhiannon mientras nosotros volvemos al castillo para terminar lo que hay que hacer.

Yo iba a protestar, pero él me puso en un dedo sobre los labios para acallar mis protestas.

– Avanzaremos más rápidamente si esperas aquí. No quiero estar en el castillo después del anochecer.

Yo tuve que darle la razón en aquello.

– Cuida de ella -le ordenó a Dougal. Después me dio un beso rápido en el dorso de la mano y se marchó hacia el castillo. Yo no envidiaba la tarea que lo estaba esperando.

– Mi señora -dijo Dougal con timidez-, ¿puedo ofreceros un poco de vino? -me preguntó, y me ofreció un odre que llevaba colgado de la espalda.

– Sí, gracias.

Un buen sorbo y volví a mirar hacia el castillo. Veía cómo los centauros arrastraban los cuerpos hacia el interior de las murallas. Habían interrumpido la comida de los pájaros, que ahora volaban sobre el castillo en círculos, emitiendo graznidos de protesta. Aparté la mirada de aquella escena truculenta y fijé los ojos en el mar salpicado de espuma blanca. Cerca del borde del acantilado había unas rocas escarpadas, y yo tuve el deseo repentino de subir a ellas y dejar que la brisa salada se llevara el olor a muerte de mi ropa.

Sólo había dado un par de pasos cuando me di cuenta de que Dougal me seguía. Le hablé sin darme la vuelta.

– Sólo voy a sentarme en una de aquellas rocas.

Lo miré, y por su expresión, me pareció que dudaba de mis intenciones.

– Te prometo que no me voy a tirar al mar. Me quedaré donde puedas verme.

Las rocas eran mucho más lisas de lo que parecían desde la distancia y me costó encontrar salientes a los que agarrarme. Conseguí subir a uno de los peñascos más pequeños. Frente al mar me solté el pelo y agité la cabeza. Después cerré los ojos. La brisa del océano sacudió mi cabello y me lo levantó de los hombros. Me pasé los dedos entre los mechones intentando deshacerme de aquel olor. Tomé otro trago de vino y recé a Dios, o a Epona, o a quien fuera, en agradecimiento por haber llenado el mundo de uvas.

Abrí los ojos lentamente, y tuve que entornarlos contra la brisa insistente. La costa que había a los pies del acantilado era salvaje y peligrosa. Las olas rompían violentamente contra las rocas afiladas. No había playa. El sol había comenzado a descender por el cielo y, mientras yo lo miraba besó la superficie del agua, volviéndola violeta y rosa. La suave belleza de la puesta del sol fue algo inesperado, y contuve el aliento de placer.

Cerré los ojos de nuevo y me concentré en las cosas buenas de la vida, como los atardeceres. Se me pasó una imagen por delante de los ojos cerrados. Mi padre y yo estábamos sentados en las viejas sillas de hierro forjado del patio, con los pies apoyados sobre una piedra caliza plana que hacía las veces de taburete, porque era demasiado grande como para moverla. Era domingo por la noche, el domingo de la última semana antes del final del curso escolar, y hacía mucho calor para ser mayo. La brisa nos llevaba la fragancia dulce de los arbustos mariposa que papá había plantado alrededor del patio, dos años antes. Le dije que los míos no crecían tan bien como los suyos, y él me explicó que si los suyos prosperaban mejor era porque yo no les ponía suficiente estiércol de caballo.

Lo cual me hizo reír entonces, igual que me hizo reír en aquel momento. En el fondo de mi corazón sabía que él todavía estaba vivo.

En otro mundo, él todavía estaba vivo.

Noté frío en las mejillas, y me di cuenta de que las tenía llenas de lágrimas. Abrí los ojos y miré de nuevo hacia castillo.

El atardecer, que antes había coloreado el océano de una manera tan bella, se volvió oscuro y anunció el final de la tarde. Los reflejos rojos y naranjas tiñeron los muros superiores del castillo, y a través de las lágrimas, me pareció que el edificio adoptaba el aspecto de una bestia encorvada, todavía enrojecida por la matanza. Agité la cabeza y me sequé los ojos. Aquel mundo había pasado a ser mi realidad, pero la imagen malévola que había ante mí no tenía por qué definir mi nueva vida. Le di la espalda al castillo y me concentré en el mar y en el atardecer, respirando bocanadas profundas y purificadoras de aire nocturno.

Capítulo 10

El sol casi había desaparecido cuando, por fin, bajé de la roca y me acerqué al centauro, que me estaba esperando con inquietud.

– No pienses nunca que yo pueda hacer algo tan estúpido. No soy una perdedora.

– Por supuesto, mi señora -dijo él. Parecía que se avergonzaba de sí mismo. Verdaderamente era un muchacho, o caballo, o lo que fuera, muy mono.

– De todos modos, gracias por preocuparte.

Le sonreí, y él se ruborizó. Después miré al castillo. En el cielo sólo quedaba un resplandor débil del sol de poniente, y cada vez se veía menos, pero me pareció que todos los cadáveres estaban ya dentro de las murallas del castillo.

– ¿Crees que tardarán mucho más?

ClanFintan tenía razón; yo tampoco quería estar allí después de que oscureciera.

– No, mi señora. Terminarán pronto -Dougal también estaba mirando hacia castillo-. La mayoría de los cadáveres estaban cerca del patio y junto a la puerta principal.

Cuando dejó de hablar, yo me di cuenta de que del castillo surgía una voluta oscura.

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