Justo al terminar el chocolate, bostecé sin poder evitarlo.
– Necesitas dormir.
– Pero ¿y si vuelve Nuada?
Clint me tomó de la mano y me puso en pie.
– Nuada. Así es como lo llamaste en el claro.
Yo le apreté la mano.
– Era el líder de las criaturas contra las que luchamos. Se supone que estaba muerto.
– Me lo explicarás todo después de dormir. Y no creo que vuelva esta noche. Sólo estaba formado parcialmente, así que su recuperación será incluso más lenta que la nuestra.
– ¿Y si no es así?
– Yo sabría si se está aproximando a la cabaña.
– ¿Cómo? -pregunté.
– Confía en mí -me dijo Clint, mientras me llevaba hacia la cama y me acostaba.
Me cubrió con un edredón grueso, y yo me acurruqué en la blandura del colchón, consciente de que no podría mantenerme despierta mucho más tiempo. Me tumbé de costado, y me di cuenta de que Clint se daba la vuelta hacia la mecedora que había ante la chimenea. Lo tomé de la mano y lo detuve.
– ¿Hay otra cama ahí arriba? -le pregunté, señalando con la cabeza el altillo que había sobre nosotros.
– No -respondió él en voz baja-. Sólo un ordenador y un escritorio.
– Entonces, duerme aquí. Tú también estás exhausto.
Me miró a los ojos. Después asintió cansadamente y se dirigió hacia el otro lado de la cama. Noté que el colchón se hundía bajo su peso. Yo estaba de espaldas a él, y sin una palabra, él me rodeó la cintura con el brazo y me atrajo hacia su calor. Yo sabía que no debía aceptarlo, pero me quedé dormida sintiendo la seguridad de los latidos de su corazón contra mi cuerpo.
En sueños, vi un rancho situado en la cima de una suave colina. La puerta delantera estaba abierta, y daba a un patio de cemento rodeado de jardineras de ladrillo llenas de petunias. Había media docena de sillas de hierro forjado, en diversos estados de oxidación, situadas alrededor de una piedra arenisca típica de Oklahoma. En aquel patio crecía un enorme roble. Sonreí dormida, mientras veía cómo el viento acariciaba con suavidad sus hojas. En aquel patio siempre soplaba una brisa fresca.
Se abrió la puerta de la casa, y mi padre entró en escena. Llevaba un ronzal al hombro, y una herramienta parecida a un punzón en la mano. Se sentó en una de las sillas y se inclinó hacia delante. Entonces comenzó a trabajar con la herramienta. Encorvó los hombros anchos, y los músculos gruesos de sus brazos de jugador de fútbol se tensaron con una fuerza que contradecía el gris de su pelo.
Aunque yo sabía que estaba soñando, mi alma se llenó de alegría. ¡Mi padre estaba vivo en este mundo!
– ¡Cariño! -el acento de Oklahoma dulce y suave de mi madrastra llegó desde el interior de la casa-. Ya sabes que puedes comprar un ronzal nuevo en vez de intentar arreglar ése tan viejo.
– No, no -respondió mi padre-. Este irá perfectamente.
– Bueno, ¿te apetece una cerveza fría?
– Claro -dijo mi padre con una sonrisa.
Entonces, la escena se congeló. Mi mente dormida se puso en tensión al instante, y mi atención cambió desde la imagen de mi padre a los prados que rodeaban el patio. En aquella visión inmóvil, la oscuridad rezumaba de los bordes de la tierra.
«Hasta que te posea, destruiré todo lo que amas, esté en este mundo o en el otro».
Aquellas palabras resonaron una y otra vez en mi mente hasta que la visión de mi padre se oscureció y se desvaneció.
Abrí los ojos bruscamente y vi a Clint inclinado ante la chimenea, avivando el fuego, que ya ardía alegremente. Intenté controlar el ritmo de mi respiración, y los latidos salvajes de mi corazón, antes de que él se diera la vuelta.
Como el sueño de la noche anterior, yo sabía que aquella visión no había sido uno de mis viajes del Sueño Mágico, que eran viajes que realizaba mi alma, guiada por Epona, de modo que yo pudiera presenciar eventos que estaban sucediendo de verdad.
Aquello, por el contrario, era un sueño verdadero, con la sombra de una pesadilla amenazadora. Sin embargo, ¿el hecho de que yo no estuviera presenciando eventos reales significaba que mi diosa no estaba trabajando allí? Quizá los poderes de Epona no estuvieran definidos con tanta claridad en este mundo, sobre todo, si mi instinto tenía razón. Pryderi estaba tomando parte en aquella perversión. ¿Y si Epona estaba intentando advertírmelo?
Me incorporé con tanta brusquedad que Clint se volvió a mirarme, sorprendido de que yo me hubiera despertado.
– Nuada va a atacar a mi padre -dije con total seguridad.
Clint asintió.
– No lo dudo. ¿Conocía al reflejo de tu padre en Partholon?
– Nuada lo mató. Yo vi cómo ocurría.
– Entonces, debemos avisarlo -dijo Clint, y miró el teléfono.
– No creo que pueda explicarle todo esto por teléfono -dije con ironía-. Tengo que ir a verlo.
– ¿Dónde vive?
– A pocos kilómetros a las afueras de Broken Arrow, cerca de Tulsa.
– Antes yo vivía en Tulsa. Conozco Broken Arrow. El bosque me avisó de que el invierno sería muy largo este año, y yo sabía que últimamente hacía un frío poco usual, pero nunca hubiera creído que podía nevar tanto -dijo, mientras observaba el exterior por la ventana sacudiendo la cabeza-. ¿Crees que podrás viajar?
– ¿Te refieres a caminar por ahí fuera? -le pregunté. Me sentía muy cansada.
– No, no soy un ermitaño total. Tengo un vehículo. Pero si esperamos mucho más, me temo que las carreteras serán impracticables, y sí que tendremos que caminar.
– Entonces, salgamos de aquí. Supongo que Rhiannon no dejó más ropa, ¿verdad?
– No. Tendrás que ponerte algo mío hasta que podamos comprar otra cosa. ¿Hay un Wal-Mart en Broken Arrow?
– ¿Un Wal-Mart? -pregunté, y lo miré de reojo mientras recogía las botas, que habían estado secándose ante la chimenea-. No sabía que fueras un tipo con tanta clase.
– Sólo intento ayudar, señora -ironizó él, y me hizo un saludo con un sombrero imaginario, antes de agacharse a tomar sus propias botas.
Yo refunfuñé entre dientes. Hombres.
No me había dado cuenta de que tenía tanta hambre hasta que Clint mencionó que deberíamos llevarnos unos sándwiches, así que comí algo rápidamente mientras los preparábamos, intentando no prestar atención al continuo y extraño repiqueteo de los gruesos copos de nieve contra las ventanas.
– ¿Lista? -me preguntó Clint, señalando la puerta de la cabaña.
Yo asentí y me subí la cremallera del abrigo. Clint abrió la puerta y al instante entró una brisa helada que nos envolvió en el olor tonificante de la nieve recién caída. Salimos al porche.
– ¡Vaya! -exclamé, y mi respiración formó una pequeña nube de vaho delante de mi cara-. Es increíble.
Todavía estaba nevando, y reinaba el silencio que crea la nieve. La escena parecía serena e inofensiva.
– Tenemos que irnos -dijo Clint-. Vamos, el Hummer está en el cobertizo del otro lado de la cabaña.
¿Un Hummer? Dios santo. Debía de tener una pensión de invalidez buenísima; aquellos monstruos costaban una fortuna. Sin embargo, no tuve tiempo de hacer ningún comentario, porque estaba luchando por caminar sobre más de veinte centímetros de nieve. Cuando llegamos al cobertizo, Clint abrió la puerta y yo vi el vehículo, una cosa pintada de gris verdoso, que parecía una mezcla entre Jeep, camioneta y tanque. Clint abrió la puerta trasera y echó dentro la bolsa llena de comida. Después ambos subimos a los asientos delanteros y él arrancó el motor.
– ¿Cómo has dicho que se llamaba esto? -pregunté.
– Es un Hummer -dijo él, y metió la primera marcha para dirigirse hacia la carretera-. Un Hum-V. Y, no, no es una de esas copias cursis que venden los concesionarios a la gente que tiene mucho dinero. Esto es un vehículo militar de verdad.
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