P. Cast - Diosa Por Elección

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Por fin, Shannon Parker se había reconciliado con la vida en el mundo mítico de Partholon. Amaba a su marido centauro y se había acostumbrado a su conexión con la diosa Epona y los beneficios que conllevaban ambas cosas. Casi había olvidado su antigua vida en la Tierra… sobre todo, cuando descubrió que estaba embarazada…
Pero entonces una súbita explosión de poder la envió de vuelta a Oklahoma. Sin la magia, Shannon no podía regresar a Partholon, así que tendría que buscar ayuda. El problema era que esa ayuda tomó la forma de un hombre tan tentador como su marido. Y, durante el camino, Shannon descubriría que ser una diosa por error era mucho más fácil que ser una diosa por elección…

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Él arqueó las cejas a modo de pregunta.

– Tengo treinta y cinco años -le respondí. Pensé que no tenía importancia reconocer la edad, sobre todo cuando era inferior al otro.

Clint sonrió.

– No quería saber tu edad. Me estaba preguntando si recuerdas una tormenta de nieve como ésta.

– No. No es normal, Clint.

– No, no es normal, pero la tierra sabía que se avecinaba.

– Eso ya lo has dicho antes. ¿A qué te refieres, exactamente?

– Lo sentí en los árboles. Al principio era lo mismo que todos los años. Ellos captan energía y la conservan para el otoño y el invierno. Sin embargo, me di cuenta enseguida de que esta vez era distinto. Era como si el bosque se estuviera cerrando en sí mismo, devorando energía y almacenándola. Cada vez había menos animales. Incluso los ciervos desaparecieron. Eso me alarmó definitivamente. Yo también almacené provisiones y leña para la tormenta que se avecinaba. No, nunca había visto nada así -repitió-. Esta nevada va a cubrir los coches si no cesa.

– Ha ocurrido algo -asentí yo.

– Nuada -dijimos al unísono.

– Y estoy seguro de que Rhiannon no es totalmente inocente en esta situación -dijo Clint.

– Rhiannon no ha sido totalmente inocente de nada desde que llegó a la pubertad -murmuré yo. Después, tomé aire profundamente y dije algo que hubiera deseado no decir nunca-: Tenemos que hablar con ella.

Capítulo 6

– Por desgracia, yo estaba pensando lo mismo -dijo Clint con resignación.

– ¿Dónde está?

– No tengo ni idea. La llamada telefónica de ayer es la primera noticia que tengo de ella desde hace semanas.

– ¿No vive en Tulsa?

– Que yo sepa, sólo viene a Tulsa de vez en cuando. Normalmente, me llama para recordarme que tengo que adorarla. Sé que compró un chalé a orillas del lago, en Chicago, y que también pasa temporadas en Nueva York y en Los Angeles.

– Dios santo, ¡sólo lleva seis meses aquí!

– El tiempo es irrelevante para los deseos de Rhiannon.

– Bueno, pues no es irrelevante para los míos. Quiero averiguar cómo podemos mandar a Nuada otra vez al infierno, y después, volver a Partholon.

Preferiblemente, antes de tener una hija que pertenecía a otro mundo. Ni siquiera sabía si alguien podía cruzar aquella División conmigo (recordé que Alanna me había hablado de ella mi primer día en Partholon). Había sido una experiencia muy difícil para mí; ¿qué le ocurriría a una niña? Cerré los ojos y suspiré, luchando por no derramar lágrimas de frustración.

– Todavía estás bajo los efectos del intercambio de mundos -dijo Clint en un tono calmante-. Descansa un rato. Te despertaré cuando tengas que darme las indicaciones para llegar a casa de tu padre.

Oí el crujir de una tela mientras él se movía en el asiento.

– Usa esto de almohada.

Lo miré y me di cuenta de que me estaba dando su abrigo.

– Gracias -dije.

Formé una almohada y la puse contra la puerta del Hummer para poder apoyar la cabeza en ella. La tela era suave y todavía conservaba el calor de su cuerpo. Sentí que los labios se me curvaban, sin poder evitarlo, en una sonrisa, mientras el sueño se apoderaba de mí.

Hugh Jackman y yo estábamos volando campo a través a por unas nubes esponjosas de color violeta. Él me abrazaba y me mordisqueaba el cuello mientras me describía la lujosa suite al borde del mar que había reservado para nosotros dos en el Hyatt de las Islas Caimán…

Entonces me vi succionada del sueño y entré en un túnel de fuego. Al principio sentí pánico y desorientación, pero pronto me calmé y pude mirar hacia el suelo.

La visión del enorme templo me provocó una oleada de emociones. ¡Mi casa! El Templo de Epona. Mi cuerpo flotaba suavemente mientras yo asimilaba aquella vista tan maravillosa y familiar. Estaba atardeciendo, y el cielo ya estaba teñido con las delicadas acuarelas de una puesta de sol en Partholon. El suave color nácar del templo brillaba de una manera mágica. Por debajo de mí, los guardias estaban empezando a prender las antorchas y los apliques que mantenían el templo iluminado de noche.

Reconocí a varias de mis ninfas, que pasaban de patio en patio, con los brazos ocupados con ropa limpia, o con cestas cargadas de hierbas aromáticas.

Al principio, la escena me pareció normal, pero al seguir observándolo todo con los ojos llenos de lágrimas de nostalgia, me percaté de que algo no iba bien. Mis sirvientas caminaban en silencio. No hablaban. Me acerqué al templo y me di cuenta de que todos estaban en silencio, y de que el ambiente era de tristeza. El ambiente era espeso, asfixiante.

¿Qué demonios había ocurrido?

Mi cuerpo comenzó a deslizarse hacia el centro de la edificación. Me hundí a través de la cúpula al mismo tiempo que el sol comenzaba a esconderse por el horizonte.

Mis baños estaban en penumbra, desiertos, como una ostra sin perla. Sólo había una figura en ellos, alguien que estaba encendiendo meticulosamente las velas que había en los apliques de calavera dorada, en el centro de las hornacinas distribuidas por las paredes. Sus manos esbeltas temblaban mientras se movían de vela en vela. Aquella mujer tenía un aire de desesperanza casi palpable. Cuando se movió, yo distinguí las suaves curvas del rostro de Alanna.

– Oh, amiga -susurré, al ver las arrugas que tenía alrededor de los ojos.

No pareció que sintiera mi presencia. Suspiró largamente mientras continuaba con sus deberes de una forma mecánica.

Me di cuenta de que mi cuerpo se elevaba de nuevo.

– ¡No! ¡Déjame hablar con ella! -le rogué a mi diosa.

«Paciencia, Amada».

Aquellas palabras resonaron en mi mente mientras volvía a atravesar el techo de la cúpula. Me dirigí rápidamente en dirección norte. Ya había experimentado suficientes excursiones como aquélla para saber que era mi diosa la que tenía el control de la situación. Había algo que quería mostrarme. Era mejor relajarse y esperar a que terminara, pese a que el hecho de saberlo no me hiciera más fáciles las cosas.

Me di cuenta de que había anochecido rápida y completamente. Aquello no era el oscurecimiento gradual típico de los días y las noches de Partholon. Era como si, en ausencia del sol, la oscuridad reinara sin oposición alguna. Me estremecí al pensarlo, y mi cuerpo se detuvo en seco.

Por debajo de mí, el bosque sagrado se abría para exponer un claro, en el que había una gran hoguera que atrajo mi atención. Comencé a descender. Me di cuenta de que aquél era el mismo claro que había en los dos mundos, y me fijé bien en la hoguera. No era del color azafrán y dorado de las llamas amigables, sino que ardía de un color rojo que parecía a punto de estallar y destruir.

No vi a ClanFintan hasta que estuve a pocos metros sobre el fuego. Él metió la mano en un bolso de cuero que llevaba colgado al costado y sacó algo que parecía arena. Lo echó sobre las llamas mientras pronunciaba las palabras «mo muirninn», una y otra vez, con una voz ronca y gutural, llena de tensión. Tenía los ojos enrojecidos y estaba muy cerca del fuego, mirándolo fijamente. Su pecho humano estaba desnudo y sudoroso, y su parte equina estaba cubierta de una espuma blanquecina, como si llevara corriendo días y días.

– ¡ClanFintan! -lo llamé. Pronuncié su nombre con toda la fuerza de mi anhelo.

Entonces, él alzó la cabeza y miró en dirección a mí.

– Rhea, amor mío. ¿Me has oído por fin?

– Sí -grité, con la esperanza de que mi diosa me permitiera comunicarme con él, aunque sólo fuera por un instante.

«Tranquilízalo, Amada».

– ¡Estoy aquí! ¡Estoy intentando volver a casa!

Mientras hablaba, sentí que mi cuerpo se volvía visible. Mi marido abrió mucho los ojos, con sorpresa y placer. Entonces yo me miré y me di cuenta, para mi completo azoramiento, de que estaba desnuda.

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