P. Cast - Diosa Por Elección

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Por fin, Shannon Parker se había reconciliado con la vida en el mundo mítico de Partholon. Amaba a su marido centauro y se había acostumbrado a su conexión con la diosa Epona y los beneficios que conllevaban ambas cosas. Casi había olvidado su antigua vida en la Tierra… sobre todo, cuando descubrió que estaba embarazada…
Pero entonces una súbita explosión de poder la envió de vuelta a Oklahoma. Sin la magia, Shannon no podía regresar a Partholon, así que tendría que buscar ayuda. El problema era que esa ayuda tomó la forma de un hombre tan tentador como su marido. Y, durante el camino, Shannon descubriría que ser una diosa por error era mucho más fácil que ser una diosa por elección…

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– ¡Retírense! ¡Retírense!

El policía comenzó a apartar a la gente con los brazos abiertos, y yo me acerqué.

Suzanna estaba inmóvil. Su cuerpo estaba mirando hacia mí, y su cara también debería hacerlo, pero tenía el cuello torcido en un ángulo extraño, y había un charco rojo que se extendía por debajo de su cabeza y sus hombros. Surgía vapor en donde su sangre caliente tocaba el suelo helado.

Y en algún lugar, en mitad de aquel horror, oí el eco de una risa, mientras una sombra oscura se disipaba en la noche.

– Hay mucha sangre -susurré-. ¡Suzanna!

El hombre que estaba arrodillado a su lado alzó la cara. Era Gene. Estaba muy pálido, y tenía los labios azules por la conmoción.

– Ha sido culpa tuya -silbó.

– Tenemos que irnos -me dijo Clint.

Entonces me tomó del brazo y me llevó hacia las puertas.

– No puedo dejarla -dije con un sollozo.

– Ya no puedes ayudarla, Shannon. Está muerta.

Yo tuve una sensación de irrealidad, y me di cuenta de que era el comienzo del shock. No me resistí, y Clint me llevó hacia el Hummer, hablándome suavemente al oído.

– No te pares. Vamos, respira y camina. Así, Shannon, así -murmuraba.

Cuando estuve sentada en mi asiento, me puso el cinturón de seguridad y dio un paso atrás, y yo me di cuenta de que su aura azul brillaba intensamente a su alrededor.

El Hummer avanzó por la nieve helada del aparcamiento con la misma facilidad con la que había entrado. Clint encendió la calefacción y, una vez más, se quitó el abrigo.

– Envuélvete con esto -me dijo, con una expresión preocupada.

– ¿Por qué no nos hemos quedado? Tal vez me necesitaba.

– Ya no necesitaba a nadie, Shannon, y esa cosa seguía allí. ¿Qué habría pasado si nos hubiera atacado de nuevo? No tenemos un bosque del que extraer poder. Habría muerto más joven.

– No nos habría atacado. Nuada no va por mí. Ha ido por Suzanna porque sabía que yo la quiero -murmuré-. Eso significa que no sólo va a intentar matar a mi padre; todo aquél que a mí me importe estará en peligro hasta que destruyamos a esa criatura -antes de que él pudiera responder, le indiqué una salida de la carretera con un dedo tembloroso-. Tuerce a la derecha, hacia Kenosha.

Clint lo hizo, y yo vi las luces de una ambulancia que se dirigía hacia el aparcamiento del Wal-Mart.

– ¿Estás seguro de que ha muerto?

– Sabes que sí, Shannon. Nadie podría sobrevivir a un atropello así.

Culpa mía. Había sido culpa mía. Me estremecí y me ceñí el abrigo alrededor del cuerpo mientras sentía el asalto de otra oleada de náuseas. Tuve que concentrarme en no vomitar. No podía pensar en Suzanna, pero no podía evitar acordarme de que sus tres preciosas hijas se habían quedado sin madre. Por mi culpa.

– ¡Shannon! -exclamó Clint, e interrumpió mis sollozos-. ¡Ya basta! Te vas a poner enferma otra vez.

Yo lo miré entre las lágrimas y me sequé los ojos con la manga de su abrigo.

– Vamos, dime cómo puedo llegar a casa de tu padre -me ordenó él-. Concéntrate.

Yo asentí y miré hacia el panorama cubierto de nieve. Pasamos por barrios residenciales por los que yo había jugado de niña. Las casas fueron distanciándose poco a poco, y me di cuenta de que no había luz, porque todo estaba a oscuras. La tormenta debía de haber cortado la electricidad.

– Ya casi hemos llegado -dije-. ¿Ves aquel edificio de cemento? Tuerce a la derecha -le indiqué, y esperé unos instantes. Después continué-: Sigue la línea de árboles hacia aquella colina. La casa de mi padre está a la derecha.

Señalé un pequeño camino que separaba dos prados en la cima de la colina.

– Gracias a Dios que la puerta está abierta -dije con un suspiro de alivio-. ¿Qué hora es? -le pregunté a Clint.

– Las ocho.

– Aparca detrás de cualquiera de las dos camionetas -le indiqué. Como de costumbre, mis padres no habían metido los coches al garaje. No lo usaban como refugio de vehículos, sino como almacén y taller.

– Quédate aquí. Voy a salir y te ayudaré.

Clint salió con rigidez del Hummer. Se irguió lentamente, con una mano posada en la espalda. Cuidadosamente, rodeó la furgoneta y me abrió la puerta.

– ¿Te duele la espalda?

– No te preocupes -respondió, y me hizo un gesto para que saliera.

Yo salté del Hummer con las piernas temblorosas. Clint me tomó del brazo y me ayudó a caminar hasta la puerta delantera. Entonces, carraspeé nerviosamente. No sabía qué hacer. En circunstancias normales habría avisado a mi padre de un grito y habría pasado a casa, pero en aquel momento no sabía cómo iba a recibirme. ¿Y si Rhiannon también había alejado de mí a mis padres? ¿Y si mi padre no quería verme?

– ¿Estás bien, mi niña? -me preguntó Clint, apartándome un rizo de la cara.

– No lo sé…

Antes de que pudiera terminar de responder, se abrió la puerta.

– ¿Shannon?

– Sí, soy yo, papá. Vengo con un amigo. ¿Podemos entrar? -pregunté, como si tuviera seis años otra vez.

– Sí, sí -dijo él, mientras quitaba el cerrojo de la puerta mosquitera-. Es la peor tormenta que recuerdo. ¡Parece que estoy en Illinois!

Entramos al pequeño recibidor. Había una lámpara de aceite grande que ardía sobre la consola que había junto a la puerta. Papá se acercó y ajustó la llama, y de repente, todos quedamos iluminados por un resplandor amarillo. Mi padre iba vestido con ropa cómoda y su vieja sudadera de la Universidad de Illinois. Estaba estupendo, sólido y fuerte. Tuve ganas de echarme a sus brazos y llorar como un bebé.

Sin embargo, arrastré los pies por el suelo nerviosamente, pensando en cualquier cosa que pudiera decir.

– Eh… ¿por qué no ladran los perros?

Mi padre criaba perros sabuesos, no para cazar, sino porque le encantaban.

– Están encerrados en el establo. Hace demasiado frío fuera. He encendido los radiadores eléctricos, y tienen un buen comedero lleno de comida. Están con los caballos. Esos cachorros deben de creerse que están en el cielo canino.

– ¡Oh, papá, te he echado mucho de menos!

Me puse de puntillas y lo abracé con fuerza. Él me dio un beso en la mejilla.

– Bueno, ahora ya estás en casa.

Yo le sonreí entre lágrimas de alivio, dándole gracias a mi diosa porque, hubiera hecho lo que hubiera hecho Rhiannon, no había conseguido destrozar mi relación con mi padre. Él miró con curiosidad a Clint, como preguntándose de qué lo conocía, e inmediatamente le tendió la mano.

– Señor Parker, es un placer conocerlo…

– Papá, es mi amigo Clint Freeman -dije yo, avergonzada por mi falta de buenas maneras-. Clint, mi padre, Richard Parker.

Se estrecharon la mano, y mi padre nos llevó hacia el salón.

– Vamos, poneos cómodos. Shannon, ¿por qué no le das algo de beber a Clint? Ya sabes dónde está todo.

Yo asentí y me dirigí hacia la cocina mientras mi padre le indicaba a Clint que se acomodara en el sofá.

– ¿Qué te apetece, Clint? -pregunté, buscando las tazas-. ¿Un café, té, o algo más fuerte?

– Un café, si no es molestia.

– Ya está hecho -me dijo mi padre desde el salón-. Espero que te guste fuerte -le comentó a Clint.

– Sí -respondió él.

Yo serví el café, me hice un té, y llevé ambas tazas al salón.

– ¿Tú no quieres nada, papá?

– No. Yo acabo de tomarme una taza de café con Baileys -me dijo. Después me miró con curiosidad y añadió-: Nunca bebo café tan tarde, pero tenía el presentimiento de que debía quedarme despierto esta noche.

Yo me senté junto a Clint y tiré nerviosamente de la bolsita de té.

– Aún queda un poco de la botella de whisky que trajiste de Escocia y que no has querido probar estos últimos meses. Te he guardado un poco por si recuperas de nuevo el sentido del gusto, ¿eh, Bichito?

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