Yo sabía que estaba durmiendo, y me decía que podía despertar en cualquier momento, pero eso no me dio consuelo porque las imágenes deshilvanadas se fundieron y se hicieron sólidas, y se transformaron en algo grotescamente familiar. Vi una recreación sangrienta de la batalla final entre Partholon y los Fomorians, menos la intervención de Epona y nuestra victoria final. Los cadáveres de los centauros y los humanos que yo sabía que habían muerto en batallas previas estaban despiertos y, como si fueran muertos vivientes, se levantaban para ser asesinados de nuevo.
Algunos de ellos sólo tenían ojos. Otros sólo tenían bocas con colmillos. Y el resto parecían tocados por una mano divina y eran increíblemente bellos. Mi alma se encogió a la vista de todos ellos.
Yo no presencié mi propia muerte, pero sí vi cómo Alanna, Carolan, Victoria y Dougal caían bajo los dientes y las garras de los Fomorians. Y a medida que la batalla se reproducía una y otra vez ellos resucitaban para ser asesinados nuevamente. Después apareció el Señor de los Fomorians, Nuada. En aquella ocasión mi marido no lo venció. Yo presencié, impotente, cómo el demonio desmembraba despiadadamente a ClanFintan.
Acto seguido, Nuada eligió a un guerrero solitario, uno a quien yo reconocí rápidamente: era el padre resucitado de Rhiannon, el reflejo de mi padre. Con un silbido de victoria, la criatura alada cercenó el cuello pálido de El MacCallan
El grito que se me había estado formando en la mente penetró en mi sueño, y oí el eco del nombre de mi padre en el perímetro de la espantosa pesadilla. De repente Nuada se volvió y miró a su alrededor, como si estuviera buscando a alguien. Con los ojos entornados, se irguió hasta adoptar su altura completa, con las alas erectas y distendidas. De su boca brotaba sangre y espuma, mientras gritaba: «¡Sí, mujer! He oído tu llamada. Ya nunca seremos libres el uno del otro. ¡Iré a buscarte estés donde estés!».
Tomé aire, y mi propio grito de terror me despertó repentinamente. Unos brazos fuertes me estaban zarandeando, y escuché una voz grave llena de preocupación.
– ¡Shannon, Shannon! ¡Despierta!
Abrí los ojos y vi la cara de Clint. Se me encogió el corazón ante la familiaridad de sus facciones. Echaba de menos a ClanFintan profundamente.
– No pasa nada, estoy bien -dije, e intenté sonreír mientras me zafaba de sus manos.
Él me soltó de mala gana.
– ¿Sólo ha sido una pesadilla? -me preguntó.
– Sí. Una pesadilla.
– ¿Quieres que te traiga un vaso de agua o un poco de té?
– No, estoy bien -respondí. Su mirada de decepción hizo que añadiera-: Pero muchas gracias. Sólo estoy muy cansada. Creo que necesito dormir más.
Él miró su reloj.
– Todavía quedan varias horas hasta el amanecer.
– Gracias -repetí, y me tumbé de costado para quedar de cara a la pared y de espaldas a él.
Oí que se sentaba de nuevo en su mecedora, y me pregunté brevemente si iba a pasar la noche velándome. A mí no me importaba. Podía pasar la noche como quisiera, porque yo iba salir de allí al día siguiente y volvería con mi marido y mi gente. Sin embargo, no podía evitar sentir preocupación.
Yo nunca había tenido una pesadilla. Nunca.
Era una niña cuando me di cuenta de que no todo el mundo podía dirigir sus sueños como yo. Yo siempre había tenido el control de lo que llamaba el Paraíso de los Sueños. Después, a través de mis visiones, Epona separaba mi alma de mi cuerpo dormido y me permitía ser sus ojos y sus oídos por todo Partholon. Sin embargo, aquella noche había sido distinto. No había experimentado las visiones que me proporcionaba la diosa a través del Sueño Mágico. Estaba segura de eso. Las imágenes que me habían atravesado la mente no habían sucedido en realidad. En ninguna dimensión. Sólo había sido una pesadilla.
Cerré con fuerza los ojos, intentando olvidar el mal que había sentido en Partholon. La misma oscuridad que había sentido cuando Clint tiró de mí a través de los árboles hacia Oklahoma. La misma maldad que interesaba tanto a Rhiannon y a Bres. En aquel momento no podía hacer nada sobre de ello. Tenía que dormir. Me obligué a relajarme.
Afortunadamente, el agotamiento venció a la paranoia y a la preocupación, y volví a quedarme dormida. No iba a pensar más en premoniciones del mal, ni en cosas que me recordaran mi pesadilla.
A la manera de Escarlata O'Hara, respiré profundamente y dejé que el sueño me venciera. Ya pensaría en ello al día siguiente…
El canto incesante de un ruiseñor me despertó.
– Dios, que criaturas más molestas -refunfuñé mientras me frotaba los ojos. Los ruiseñores y sus canturreos eran una de las cosas que no había echado de menos de Oklahoma.
– ¡Buenos días, mi niña! -exclamó Clint.
Parecía descansado y fresco mientras se ponía un jersey grueso de lana.
– No soy tu niña -respondí yo.
Él se echó a reír con ganas.
Estupendo. Otra de esas personas activas por la mañana. Constaté otra similitud entre mi marido y él. Por lo menos, aquél era molesto en vez de atractivo.
Bajé los pies al suelo y me levanté, envuelta en el edredón.
– ¿Dónde está el baño?
– Al otro lado de la cocina -respondió él, y señaló con la cabeza en dirección a la puerta-. Hay un cepilio de dientes nuevo en el armario. Y te he dejado allí algunas de las cosas de Rhiannon.
Él me echó una mirada de evaluación, y de repente, me sentí como si él fuera capaz de ver a través del edredón.
– Te quedarán bien. Siéntete como en casa -me dijo alegremente.
– Mmm -murmuré yo, dirigiéndome en dirección al baño.
– Haré café y huevos revueltos.
A mí me dio un vuelco el estómago al oír aquella mención de la comida. Sin embargo, aquellas náuseas matinales casi me hicieron sonreír. El bebé estaba bien.
– Yo sólo tomaré un té y una tostada. Y puedo hacer ambas cosas. No tienes por qué molestarte -le dije por encima del hombro, ligeramente desconcertada al comprobar que ya estaba haciendo mi cama. ¿Acaso era un maniático del orden? Sin esperar respuesta, sacudí la cabeza y atravesé rápidamente la cocina inmaculada.
El baño era grande y confortable, tenía una espaciosa ducha y una bañera que me hicieron suspirar de placer.
Sobre la encimera del lavabo había ropa. Me di cuenta de que eran unas prendas carísimas, incluso antes de tocarlas. Unos pantalones de cuero negro con una etiqueta de Giorgio Armani y un jersey de cachemir de cuello de pico, del color de las hojas del otoño, ribeteado de piel oscura que sólo podía ser visón. Rhiannon debía de haberse familiarizado muy bien con las tiendas de lujo de la Quinta Avenida de Tulsa. También había un conjunto de braguita y sujetador de encaje negro. Yo hice girar la diminuta prenda interior alrededor del dedo índice y sacudí la cabeza.
– Rhiannon, Rhiannon, parece que tienes obsesión por los tangas.
Después de una larga ducha caliente, me lavé los dientes dos veces, me sequé el pelo y me maquillé con los cosméticos de Rhiannon. Parecía que había dejado vacío el mostrador de Chanel. Cuando terminé, me miré al espejo y sonreí. Tenía que reconocer una cosa de Rhiannon, y era que, verdaderamente, sabía cómo vestirnos para mostrar nuestros mejores atributos.
Descalza, caminé hacia la cocina. Clint estaba de espaldas a mí, ocupado removiendo algo que olía a huevos revueltos y queso. Con una náusea, me dirigí hacia la mesa, donde ya había servido pan tostado, galletas recién hechas y varios condimentos. Mientras mordisqueaba la esquina de una tostada, carraspeé. Clint se sobresaltó y volvió la cabeza para sonreír. De pronto, se quedó helado. La sonrisa se le borró de los labios y su expresión cambió por completo. Casi me abrasó con la intensidad de su mirada. Yo conocía bien aquella mirada, íntimamente. Era la cara de mi esposo mirándome con el calor de su deseo.
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