Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Manuela se probó el vestido típico mexicano y concluyó que, lucido por ella, parecía un disfraz. Además, ya no tenía el talle fino y la falda ajustada a la cintura resaltaba aquel defecto propio de la edad. Estaba planeando la organización de un baile de carácter autóctono a beneficio de los huérfanos de la región. Aquella idea le rondaba por la cabeza desde tiempo atrás. Se trataba de hacer algo que pudiera paliar el sufrimiento local. Y los huérfanos le parecían un objetivo perfecto; porque bien habría huérfanos allí. Huérfanos los hay en todas partes, y si el lugar es pobre, muchos más. Incluso los huérfanos ricos necesitan cariño y comprensión. No tener padres es lo peor que le puede pasar a un niño. Los padres son quienes realmente velan por nosotros, de modo que si algún niño carece de ellos alguna persona de buen corazón está obligada moralmente a echarles una mano. Y cuando decía alguna persona estaba pensando en una mujer, naturalmente, no es ningún secreto que son las mujeres quienes se ocupan de que el mundo sea un lugar un poco menos inhóspito sin esperar nada a cambio. Ella siempre había tenido una tendencia innata a practicar la caridad, que se manifestó desde bien pequeña. Recogía perros abandonados y sucios que hacían poner el grito en el cielo a su madre, y se apuntaba a todas las campañas benéficas que se organizaban en su colegio de monjas: «Ningún niño sin juguetes en Navidad», «Canastillas del recién nacido», etc. Había pensado muchas veces que, de no haber sido una ocupada madre de familia, su ilusión hubiera consistido en dirigir una ONG. Ni siquiera instalarse a vivir temporalmente en países africanos la hubiera asustado. Tenía cualidades para la organización, eso nadie podía negarlo, y era capaz de aguantar el tirón aunque fuera necesario trabajar muchas horas. Pero su camino no había ido por ahí. Al formar su propia familia, había adquirido una responsabilidad tan importante para ella que anulaba cualquier otra opción. Claro que ahora, cuando todos los miembros de su clan habían encontrado acomodo en la vida, bien podía dedicarse un poco a los demás. Estaba en el lugar indicado, un país donde mucha gente aún sufría necesidad. Cuando recapacitaba y se daba cuenta de que llevaba más de dos años allí sin haber hecho nada, sufría un ataque de mala conciencia. Sin contar con que sus dotes estaban desperdiciándose. Decidió que llamaría a aquella trabajadora social española que había cenado con ellos tiempo atrás y le ofrecería sus servicios como cooperante. Si bien un ofrecimiento no específico resultaba peligroso. Aquella chica podía responderle que sólo necesitaban dinero o darle órdenes concretas sobre menesteres que no eran los más indicados para ella. Y Dios sabía que su vocación no era obedecer, si lo hubiera sido, si su carácter la hubiera llevado a acatar órdenes sin rechistar, se habría metido a monja. En cualquier caso, la fiesta folclórica quedaba descartada. No se presentaría en público vestida como una Adelita entrada en carnes. Buscaría otra solución, hablaría con Adolfo.

Después de que el avión de Yolanda hubo partido, caminó hacia el aparcamiento para recoger su coche. A cada paso que daba se sentía más aliviado. No había sido la semana de vacaciones agradable y placentera que había imaginado. Al contrario, su novia se había mostrado molesta en todo momento, decepcionada, impaciente. Parecía obvio que el plan del hotel lujoso y la convivencia íntima la habían dejado frustrada, y esa frustración la acompañó durante toda la estancia en México.

Condujo un tanto ensimismado hacia la colonia, dejándose llevar por la corriente de sus pensamientos. No era sólo la desilusión de Yolanda ante los cambios lo que había empañado la posible felicidad, había más cosas. Para ella todo parecía tener que estar planificado en una especie de guión. No podía comprenderlo, al fin y al cabo, estaban en México, un país de belleza indescriptible, y se suponía que eran dos jóvenes enamorados. Esas premisas parecían ser suficiente como para convertir aquellos días en una especie de regalo de los dioses. Pero para Yolanda el amor se había transformado en puro formalismo, una antesala de lo que vendría después: su convivencia diaria en el nuevo piso, la vida de casados. Él reconocía que el estar separados no era deseable, que la distancia física añadía distancia emocional, de modo que los reencuentros podían estar llenos de tensiones absurdas y malentendidos… pero ¡demonio!, una vez que estaban juntos, ¿por qué no dedicarse a disfrutar alegremente el uno del otro? Tenían al alcance de la mano todos los componentes de la buena vida: comida selecta, descanso, bebida sin cortapisas, y podían follar tanto como quisieran después de un año sin verse. Pues bien, había sido imposible cumplir esa fórmula tan apetecible. Cuando los nubarrones de tormenta por no haberse quedado en la colonia se disiparon por fin, entonces surgió en ella la necesidad de estar todo el tiempo hablando de los preparativos de la boda, de la decoración del piso, de cómo organizarían sus horarios y sus obligaciones cuando él volviera. Todo aquello se le antojaba prematuro y, sobre todo, innecesario. Trabajando allí, en aquel remoto lugar, había aprendido que los problemas van solucionándose a medida que se presentan, de modo que también hay tiempo de sobra para hacer frente a un proyecto sin necesidad de tenerlo todo ultimado con tanta anticipación. Aquellas cosas que le contaba Yolanda le sonaban lejanas, absurdas, casi fantasmales: banquete, lista de invitados, regalos, ajuares y compra de muebles. ¿Para qué todas aquellas historias? Si ya tenían un sitio donde vivir, un buen día se instalaban allí juntos y en paz. Pero a Yolanda casi le dio un ataque cuando él planteó semejante opción. Lo tildó de insensible,de egoísta, de bruto, y después se puso a llorar. De acuerdo, no sería por evitarse todas aquellas estupideces por lo que iban a tener un disgusto. Estaba dispuesto a transigir sobre los ridículos preparativos; pero lo que de verdad le reventaba era pensar que tales memeces parecían ser lo único importante para su novia. ¿Yolanda siempre había sido así, era ya así cuando se enamoró de ella? ¿Quizá el cambio lo había experimentado él mismo?

Se dio cuenta de que el coche se embalaba y frenó un poco. Estaba levantando demasiado polvo. Intentó relajarse, ser ecuánime y quitar hierro al asunto. Lo que de verdad sucedía era que ahora vivían en dos mundos muy distintos: Yolanda seguía en la realidad de España, mientras que él se encontraba en un lugar donde la vida no presentaba tantas formalidades ni complicaciones. Reflexionó un momento, enunciado así era más grave aún. No se sentía con ánimos de retomar las antiguas costumbres y, de hecho, el alejamiento de su país le hacía verlas como aún más absurdas y gratuitas, de manera que… En fin, probablemente volvería a sus hábitos al regresar. Imaginó la vida que lo esperaba: casado con Yolanda, trabajando y viviendo en paz, una cervecilla con los amigos de vez en cuando, un buen restaurante el domingo. Tampoco sus aspiraciones habían sido nunca distintas de eso. Pero con los planteamientos que ella hacía, el dinero se iría volando, al menos durante un tiempo: comprar muebles, enseres, la hipoteca… Y luego, naturalmente, ella querría tener hijos, ya se lo había comentado alguna vez. Así que no pasarían meses, sino años antes de que pudieran llevar aquella vida tranquila con la que había soñado. Eso suponiendo que pudieran llevarla alguna vez, porque desde el momento en que se tienen hijos desaparece la intimidad de la pareja y todo se vuelven responsabilidades. Lo sabía muy bien, porque algunos compañeros ya casados se lo habían contado tal cual. Responsabilidades y más dinero, por supuesto, los niños demandaban dinero sin parar por lo menos hasta que tenían veinticinco años. Una trampa, en fin. Pero eso había querido y eso tendría. Cuando uno se enamora no piensa en que siempre firma un contrato, y cuando por fin lo acepta no piensa en la letra pequeña del mismo. Y, sin embargo, es la letra pequeña de ese contrato lo que determina la manera de vivir.

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