– Santiago y Victoria estaban besándose apasionadamente en el jardín.
Los ojos de Henry se redondearon con la sorpresa.
– ¡No puede ser!
– No estoy ciega ni me he vuelto loca.
– Deja el tono de enfado, te lo ruego. ¿Qué viste?
– Había salido un momento al jardín porque ya estaba harta del barullo de los niños. Me apoyé contra una palmera, me quedé quieta, y entonces los vi. Al principio no los reconocí, pero estaban muy cerca. Contuve el aliento para que no me oyeran. Vi cómo se besaban, se abrazaban, hablaban en susurros. Afortunadamente no oí lo que decían.
– ¿Afortunadamente?
– No quería saber más. Sólo con lo que he visto ya se me presenta una situación suficientemente difícil.
– ¿A ti, por qué a ti?
– Paula y yo hemos congeniado bastante, ya lo sabes. Ahora me planteo el dilema de contárselo o no.
– ¿De qué estás hablando? ¡En ningún caso debes decírselo, en ninguno! Y mucho menos estando aquí, todos encerrados en esta especie de gueto.
– Pero es que ella, bajo esa apariencia de mujer dura, me parece muy frágil.
– Un motivo más para callar.
– ¿Y no te parece que es tratarla como si no le tuviera respeto?
Henry se puso frente a ella y la miró a los ojos con severidad.
– Susan, aquí todos somos adultos, esto no es un internado donde alumnos jóvenes conviven durante el curso escolar. Cada uno carga con sus responsabilidades. Si dijeras algo podría organizarse un conflicto de consecuencias incalculables.
– ¡Ya sé quiénes somos y dónde estamos!, pero ¿es que crees que ella no va a enterarse de una manera u otra?
– Eso ya no te atañe, no es tu problema.
Miró a su marido con un punto de rencor. Lo malo de depender emocionalmente de alguien era que ese alguien al final toma conciencia de su superioridad y acaba considerándote como a una especie de niño inútil al que hay que recordar cómo son las cosas más elementales. Se quedó callada. Nunca imaginó que Henry reaccionaría así. Esa era, en el fondo, la filosofía vital que aplicaba a todo: conservar la apariencia exterior de normalidad y dejar que cada uno cargara con sus actos. Estaba segura de que Henry no la tomaba en serio, no compartía sus problemas de un modo auténtico, nunca se ponía en su piel. Por eso siempre exhibía ante ella su equilibrio a toda prueba. Pero ¿era eso equilibrio real? Si uno no entra en los temas a fondo es muy fácil permanecer sereno, tan fácil como no entender ni una palabra de lo que al otro le ocurre. En los dos años que llevaban casados nunca lo había visto con tanta claridad como en aquel momento.
Cuando él se hubo ido, un ramalazo de pánico la recorrió. Estaba sola. En realidad, no había nadie con ella, nadie. Henry le estaba demostrando cómo la había considerado siempre. Para él, era una niña tonta con la que, por fortuna, sólo debía estar algunos ratos. Había caminado por el alambre siempre pensando que la mano poderosa de Henry la sostenía, pero no era verdad, el precipicio se abría al fondo, sin protección. Junto al miedo y la decepción, sintió también cierta remota euforia que la elevaba a la categoría de heroína: ella sola con sus problemas y su dolor. Siempre, desde su nacimiento, había estado sola. Y, sin embargo, había resistido. Más de uno no podría haber soportado los chantajes emocionales de su madre, la debilidad de su padre. Pero ella había salido adelante. Y continuaría haciéndolo. No era una niña tonta, desde luego que no.
Se encontraron en la casa y fueron a su habitación. Habían empezado a llamarla así: «nuestra» habitación. El deseo de hacer el amor cuando se veían era devorador. Estar el uno dentro del otro, sentirse. Después venía el momento de la conversación. Podían hablar, relajados, notando el cuerpo desnudo del otro entregado y sereno junto al suyo propio. Victoria le dijo:
– Esta cama es como nuestra isla. Aquí estamos bien, fuera están los problemas. Cada vez la vida se hará más difícil en el mar exterior.
– Para mí es más sencillo quizá; aunque hay algo muy duro que aguanto mal.
– Ver a Ramón.
– Si sólo fuera verlo… pero trabajamos juntos, nos ayudamos en cuestiones concretas.
– ¿Alguna vez habéis hablado de algo personal?
– No, nunca; los cuatro lugares comunes que se barajan entre todos.
– ¿Qué tipo de hombre te parece?
– Es amable, callado, cordial. Nunca discute.
– No le gusta discutir. ¿Puedo preguntarte por qué te enamoraste de Paula?
– Ya te lo dije. Era seductora, inteligente, tenía un montón de planes para el futuro. Pero ¿para qué hablar? Ha dirigido toda su fuerza contra sí misma y nunca saldrá de ahí.
– ¿No temes que al marcharte las cosas empeoren para ella?
– Es posible, no lo sé, pero todos somos mayores y cada uno lleva las riendas de su propia vida. Así debe ser.
Experimentó una sensación contradictoria al oírlo hablar de aquella manera. Por una parte, veía con alivio la seguridad y la firmeza con la que actuaba. Por otra, le causaba un cierto desagrado que fuera capaz de hablar con tanta dureza sobre la mujer con la que había compartido tantos años. Era culpa suya, no debería haber sacado el tema de sus respectivas parejas, pero hacerlo le proporcionaba un placer extraño que, al parecer, él no compartía. No le gustaba dar datos sobre Paula. Santiago era un hombre tan callado como Ramón. ¿Se había enamorado de un hombre parecido a su propio esposo? Pensar eso le resultaba desalentador.
– ¿En qué piensas? -le preguntó Santiago.
– En nada, cosas absurdas. Yo me enamoré de Ramón porque me pareció un hombre fiable. ¡Qué cosas hacemos las mujeres! Nos quedamos con un hombre por la misma razón por la que se compra un coche: no va a dejarte tirada en la carretera. ¡No te rías!; es exactamente así. Primero, nos trazan un camino y luego nos dicen con quién tenemos que transitarlo. Son cosas inculcadas.
– ¿Crees que para los hombres es diferente?
– Tenéis más libertad.
– La libertad no es mesurable: se tiene o no se tiene.
– Pues entonces yo no la he tenido. A lo mejor tampoco la tengo ahora. Antes pensaba que, en cierta manera, Ramón y tú sois parecidos. Quizá lo que estoy haciendo es aplicar al amor los patrones educacionales que he recibido.
La miró con ironía:
– ¿Quieres decir que cualquier hombre parecido a tu marido podría haberte servido?
– ¡No digas eso, por favor!
Se besaron largamente entre protestas y mimos.
– En cualquier caso, Victoria, hay algo que deberías hacer: dejar de pensar en el pasado.
– ¿El pasado? ¡Es el presente aún!
– El presente sólo existe cuando nos encontramos en esta cama. Además, creo que hay que pensar también en el futuro.
– ¡Tú siempre estás haciéndolo!
– ¿Me lo reprochas?
– No, pero me da un poco de vértigo.
– Pues agárrate a algo sólido, a mí, por ejemplo. Escribí a varias empresas en España buscando trabajo y una me ha contestado. Quieren que dirija las obras de una carretera cerca de Barcelona. Si les contesto empezará el proceso de contratación. Eso significa que dentro de tres meses como máximo podemos estar de vuelta, comenzando nuestra nueva vida.
Ella se quedó callada.
– ¿Estás muda de terror?
– Tres meses es como decir: ahora.
– No; en tres meses tenemos tiempo de hacer bien las cosas: contar a nuestras parejas la situación, organizamos tú y yo, marcharnos juntos y empezar de nuevo.
– Ya empiezo a notar el vértigo.
– Tú misma has dicho que fuera de esta cama la vida se hace cada vez más difícil. Además, no es bueno acumular situaciones de clandestinidad. Resulta humillante para todos.
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