Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– Papá Noel también podría llevar juguetes a un sitio que yo me sé; seguro que algunas niñas ya mayorcitas estarían encantadas.

Todos rieron inconteniblemente. Darío, a pesar de su mal humor, no pudo por menos que reírse también; aunque su cara, florida de algodones, no podía denotar ninguna expresión. Santiago le echó un cable cómplice:

– ¿Queréis callaros? Su novia está ahí.

Papá Noel empezó a repartir cajas de caramelos y juguetes entre los niños, con lo que organizó un alboroto considerable. Santiago aprovechó la confusión para acercarse a Victoria y susurrarle:

– Sal al jardín un instante. Nadie se dará cuenta ahora.

Obedeció, nerviosa y asustada. Vio cómo él desaparecía y, un segundo después, lo hizo ella. Cuando pasaba por entre los arbustos, una mano la sobresaltó, cogiéndola del brazo. Santiago la atrajo hacia la espesura y la besó.

– No podía pasar más tiempo viéndote y sin tocarte.

– Tenemos que volver, esto es muy peligroso.

– Quizá sería un buen momento para descubrirlo todo.

– ¿Estás loco? Así, no.

– Bésame, Victoria, bésame.

Se besaron, buscándose la boca con hambre. Ella se apartó por fin con esfuerzo del abrazo apretado y urgente.

– El martes te espero en la casa a las doce, ¿podrás, querida?

– Sí, iré.

Cuando ella ya se marchaba, Santiago la llamó, procurando no levantar la voz:

– Victoria, ¿me quieres?

– Más que a nada en el mundo.

– ¿Estás segura?

– Sí.

Victoria regresó a la fiesta, donde los niños continuaban abriendo regalos entre exclamaciones y aplausos. Estaba alterada, el corazón le latía con intensidad. Miró a su marido que, riendo, ayudaba a Papá Noel con los últimos paquetes.

No sospechaba nada. Se sintió miserable tras pensar eso. Aunque en definitiva pronto se enteraría de todo. Se horrorizó. Seguía sin poder encarar ese hecho como algo real. Vio cómo Santiago entraba en el salón y lo siguió de reojo. Aparentaba encontrarse completamente tranquilo. Se dirigió a la mesa donde se almacenaban las bebidas y pidió un whisky al camarero. Sus ademanes eran calmados y naturales. Luego fue al centro de la estancia y se sumó al espectáculo de los niños. Sonreía. Victoria pensó que demostraba una serenidad asombrosa, cercana al cinismo. ¿Tan fácil resultaba para él todo aquello? Quizá no, pero obviamente más fácil que para ella. Santiago no tenía hijos y su matrimonio estaba destrozado. Cuando le confesara la verdad a Paula, probablemente ambos se sentirían liberados. Nada que ver con lo que sucedería en su caso, nada que ver.

Las niñeras se llevaron a los excitados pequeños a sus casas. Papá Noel corrió a cambiarse de ropa. Cuando al volver entró en el comedor, los comensales, ya sentados en sus sitios, le dedicaron una ovación en premio a su voluntariosa performance. La cena pudo empezar. Era tarde y reinaba un apetito generalizado; de modo que, cuando el primer plato hizo su aparición, todos se abalanzaron sobre él de un humor excelente. Todos menos Susy, Susy había perdido las ganas de comer. Estaba sorprendida y confusa por lo que había visto hacía un rato en el jardín. La asaltaban un montón de dudas, pero la más recurrente de todas ellas era: ¿debía contárselo a Paula? Una duda clásica, por otra parte, que cada generación ha resuelto según las costumbres de su país y su época.

SEGUNDA PARTE

Se había puesto como una furia, como una auténtica furia. Eso lo ratificaba en lo que siempre había pensado: a las mujeres es imposible entenderlas, son seres extraños que viven en otra dimensión. Realmente las mentes de hombres y mujeres no tenían nada que ver, desarrollaban una percepción distinta del mundo. Más que eso, no vivían en el mismo mundo… A cualquier ser humano en su sano juicio, si le regalan seis días de vacaciones en un hotel, en un magnífico hotel, con todos los gastos pagados y tiempo para sí mismo, suele ponerse contento. Lógico, ¿no? Pues no. Cuando le contó a Yolanda el detalle que había tenido la empresa para con ellos, se subió por las paredes de pura indignación. Resultaba que ella hubiera preferido no salir de la colonia, y la maravillosa estancia proyectada en Oaxaca le parecía algo cercano a la humillación. ¡Para volverse loco! Incluso lo había acusado de haber sido él el promotor de la idea, así la retiraba de la circulación. ¿Motivo? Se avergonzaba de ella, temía que no fuera a dejarlo en buen lugar, pensaba que no estaba a la altura para tratar con gente importante. Se desesperó intentando convencerla de que él no tenía ni idea de aquella iniciativa sorpresa que, además, les estaba dedicada como un honor. No quiso ni darle opción a hablar, lo sometió a una lluvia de reproches que lo dejó anonadado. Pero ¿cuál era el problema: prefería convivir una semana con la inaguantable doña Manuela en vez de pasar juntos y solos la Navidad? Yolanda se defendió de ese ataque diciendo cosas que no tenían el más mínimo sentido: quería conocer el ambiente en el que él se movía, le parecía una descortesía para con ella tener que vivir en un hotel, se había traído ropa adecuada para estar en compañía, había esperado poder contar a sus padres cómo era el día a día de la colonia… Gilipolleces. Pero ¿qué eran aquellos delirios de grandeza, cuál era la idea que se había formado de la situación, creía que siempre sucedía todo como la noche de Navidad? Harto de tantas recriminaciones, optó por decírselo bien claro:

– Yo aquí soy un currante, ¿comprendes? Sólo las chicas de la limpieza y los obreros están por debajo de mí en el escalafón, y todos son mexicanos. Así que ya te puedes quitar de la cabeza esas fantasías de alternar con las mujeres de los ingenieros. Puede que no te hayas enterado, pero esta organización funciona como el ejército: los técnicos de grado medio no están al mismo nivel que los de grado superior, y los administrativos como yo somos el último mono, ¡el último! Una cosa es que vieras que me hacían la pelotilla porque me había vestido de mamarracho; saben muy bien que eso no está en mis obligaciones y me doran la píldora. Pero otra muy distinta es que me consideren como uno de ellos. De eso nada, ¿lo captas?, nada.

Entonces ella se echó a llorar con enorme desconsuelo y dijo entre sollozos:

– No sé para qué me he esforzado tanto para venir desde la otra punta del mundo.

Darío se maldijo mil veces. Él, que no levantaba nunca la voz, le había hablado como se habla a un enemigo. Era verdad, ¿para eso había venido la pobre Yolanda? Sólo iban a estar unos días juntos después de un montón de tiempo sin verse y se organizaba una bronca a la primera de cambio. Aún estaba a tiempo de rectificar. Se acercó a ella, le habló zalameramente:

– Venga, mujer, no llores. Yo te diré para qué has venido. Has venido para estar conmigo, en el mejor hotel de una de las ciudades más bonitas de México. Estaremos los dos solos, tranquilos, felices, y nos pondremos morados de follar.

Ella se secó una lágrima y respondió con gesto decidido:

– No pienso follar. Te aseguro que no tengo la más mínima intención de follar.

Entonces Darío no pudo resistir la cólera y salió de la habitación dando grandes zancadas:

– ¡Al carajo! Me voy a dar una vuelta.

Subió a su todoterreno. Instintivamente puso rumbo a El Cielito. ¡Perfecto, cojonudo, toma fiestas de Navidad! Llevaba mucha razón Yolanda, no debería haber ido a México. Gastarse un montón de pasta para discutir y montar números… para eso mejor haberles ahorrado el gasto a sus padres. Y si ellos insistían en darle el dinero, podría haberlo guardado para el puto piso aquel que había comprado por su cuenta y que maldita la gracia que le hacía a él. ¡Menuda perspectiva!, regresar a España para casarse y vivir ahogado por una hipoteca del demonio que se llevaría hasta el último céntimo que ganaran. ¡Vaya aires que se daba la niña! Para eso mejor pasar la Navidad con su familia, era verdad, y así él, encima, podría haber disfrutado de unos días con sus chicas de El Cielito, tranquilo y en paz.

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