Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Al traspasar el umbral del salón notó que todas las miradas se centraban en ella. Disfrutó extraordinariamente del momento en vez de sentirse intimidada. La mujer del jefe fue en su busca y le presentó a todos los demás, que se encontraban de pie, con copas de champán en la mano. Saludó a todos como lo había visto hacer en la televisión. Por fin le dieron una copa a ella también y llegó el momento más comprometido, debía hablar con alguien. Estuvo poco tiempo sola, en seguida algunas esposas se acercaron a ella y empezaron a charlar. Le explicaron que los niños cenaban ya en la habitación contigua. Cuando hubieran acabado pasarían al salón, donde Papá Noel les entregaría los regalos. Luego las cuidadoras los llevarían a sus casas para que pudieran dormir. Entonces se iniciaría la cena de los mayores. Hasta entonces no había más que hacer que seguir departiendo y bebiendo champán. Pensó que debía llevar cuidado con el alcohol, no podía permitirse parlotear sin ton ni son. Miró a las mujeres de más edad, las esposas de los ingenieros. Sólo una era un poco más joven, aquella chica rubia y bonita con acento extranjero que la había saludado con tanta amabilidad. Las otras dos también eran hermosas, vestidas sencillamente pero con estilo indudable. La que le habían presentado como Paula parecía extraña, un poco desafiante y fiera. No le dio dos besos en las mejillas como las demás, sino que se limitó a estrecharle la mano con una sonrisa burlona. Los hombres tenían aspecto atractivo. Aun cuando exhibían pieles tostadas por el sol no podían confundirse con simples trabajadores. Hablaban en voz baja. Se hubiera dicho que todo el mundo estaba relajado y en forma. No se notaba que la fiesta hubiera causado ningún tipo de excitación. Tal y como había pensado, en aquellos ambientes la gente nunca demuestra su estado de ánimo. Si se están divirtiendo, se comportan exactamente igual que cuando se aburren. En eso debía de consistir el «saber estar» del que tantos comentarios había oído. El ambiente le gustó. Pensó que con aquel sistema de vida cualquiera podía habituarse en seguida a «saber estar». Ninguno de ellos había tenido que preocuparse de ir a comprar ni de cocinar. Los niños, que siempre eran un problema, cenaban al cuidado de sus sirvientas en otra habitación, y cuando volvieran y empezaran a molestar, también los quitarían de en medio del modo más civilizado. Nada tenía que ver todo aquello con las cenas familiares de Navidad que se celebraban en su casa. Allí estaban todos apretujados en el salón con sus sobrinos, los hijos pequeños de su hermano, dando la tabarra desde el aperitivo al postre. Siempre había detestado esas veladas y ahora comprendía perfectamente por qué. Había otro tipo de cenas en otra parte. Ella las celebraría algún día así. El piso que había comprado era grande, y lo consideraba sólo como un punto de partida. Dentro de unos años, Darío y ella podrían irse a vivir a una urbanización donde tendrían una casa con jardín. Allí ofrecerían barbacoas y fiestas a sus amigos. Entre los dos ganarían bastante dinero. Darío ascendería en la empresa, porque había entrado con buen pie y era muy joven aún. A ella estaban a punto de nombrarla encargada y algún día sería la encargada general. Eso suponiendo que no llamaran de algún supermercado de la competencia brindándole un puesto mejor con un sueldo superior. Tenía fama de ser eficiente en el trabajo, educada y con buena presencia. No se necesitaba mucho más para prosperar. Quizá los tiempos se hubieran vuelto muy competitivos, pero también era cierto que muy pocos se entregaban al trabajo con ahínco. Estaban rodeados de inmigrantes que entendían las cosas tarde y mal, que no se esforzaban lo suficiente. Darío y ella llegarían, lo sabía muy bien, con paciencia y tesón, pero llegarían. Y entonces vivirían exactamente como estaba viviendo allí, exactamente así.

De repente hizo su aparición en el club una señora de cierta edad. Llevaba un llamativo vestido plateado y una diadema también plateada que le pareció más adecuada para una chica joven.

Susy miró a su madre, recargada de plata como una mina de Potosí, y pensó para sus adentros: «Bueno, ha llegado la protagonista principal, y si no lo es aún, lo será muy pronto.» No se equivocó, la señora Brown capitalizó la atención desde su misma entrada. Para ello, empezó por dedicar una mínima conversación a cada una de las personas que le presentaban. Recordaba perfectamente las anécdotas que su hija le había contado y hacía de ellas un uso diplomático y halagador: «¡Ah, Manuela, la mujer capaz de organizar unas olimpiadas ella sola!», «¡Paula!, ¿no es usted quien tiene que vérselas con el viejo Tolstoi?». «Muy bien, mamá, ya has conseguido un poco de simpatía general, sigue abundando», se dijo Susy. Conocía perfectamente el apabullante despliegue de encanto social del que su madre solía hacer gala. Todo el mundo la encontraba deliciosa en un primer trato superficial. Así cazaba la araña a sus presas; si luego éstas cometían el error de entablar amistad, entonces se veían envueltas en un entramado de quejas, lloriqueos, peticiones de apoyo y exhibiciones de desdicha psicológica. Se sintió asqueada por completo. Aquella mujer que bromeaba, charlaba y se mostraba tan segura era la misma que había hecho desgraciado a su padre, a dos hombres más después, la misma a quien ella había visto llamar a un psiquiatra aullando en plena madrugada, la que tragaba tranquilizantes delante de ella rogándole que se quedara a su lado, que no saliera de la habitación hasta que se hubiera dormido. Una mujer débil, histérica, incapaz de vivir con dignidad, de envejecer dando un sentido a su vida. Se bebió todo el champán de un solo trago.

Paula la vio, levantó su copa en señal de brindis y la imitó. «Salud, pequeña americana -pensó-, dichosa tú, que tienes unos fantasmas materiales y reconocibles sin la menor dificultad.» Se acercó a ella sonriendo. Susy agradeció su compañía de manera especial. En cuanto la tuvo a su lado, le dijo al oído:

– Ahí la tienes, ésa es mi madre, una reina del glamour.

– Sí, ya veo, ¡fabulosa actuación, la suya! Estoy por pensar que te quejas por placer. ¿Cómo una dama tan encantadora podría ser esa bruja aviesa y brutal que tú pintas? ¿No serás simplemente una mala hija?

– Nunca he dicho que fuera brutal. Brutal sería yo con ella si me atreviera.

– ¿Qué harías, le dirías que la consideras una vieja y patética vaca?

– Procuraría que la brutalidad fuera más física.

– ¿Una bofetada a lo Gilda?

– Una hostia con un bate de béisbol.

Paula se echó a reír sinceramente. La divertía el uso exacto y desinhibido que Susy hacía de los tacos españoles.

– No te preocupes, contrataremos a un sicario. Aquí debe de ser muy fácil. Y ya puestos, ¿por qué no la mata?, una simple hostia sería dinero desperdiciado.

– Llevas toda la razón.

A Susy le encantaba la actitud de Paula. No utilizaba ni un solo lugar común en el asunto de su relación con su madre. Al contrario, lo que hacía era abundar aún más en las bromas sangrientas. Sintió con ella una perfecta complicidad.

Por fin los niños entraron en el salón. Tras ellos iban las cuidadoras, engalanadas para la fiesta y con los rostros colorados por la tensión de haber tenido que vérselas durante la cena con aquellos críos excitados por la salida de la rutina. Los adultos estallaron en afectadas exclamaciones de bienvenida proferidas en el tono poco natural que se emplea con los niños en sociedad. Ellos, en una alegre y atropellada procesión, miraban a todos lados con timidez, como si no conocieran a ninguno de los presentes. Sin embargo, por muy pequeños que fueran, ninguno corrió a refugiarse en las faldas de su madre. Habían sido perfectamente instruidos para colocarse junto al gran árbol navideño de papel que presidía el salón. Manuela, encantada con el espectáculo, corrió a dar las indicaciones para que los niños formaran un bonito grupo que pudiera ser fotografiado. Cuando estuvieron en posición, emergió un buen número de cámaras que nadie había advertido hasta el momento. Los padres, encantados, disparaban fotos sobre la amable reunión. En ese momento hizo su aparición un orondo Papá Noel dando destemplados golpes de campanilla y profiriendo carcajadas más destempladas aún. Manuela gritaba, exultante: «¡Niños, mirad, ha venido a visitarnos Papá Noel!» Entre los varones se organizó un pitorreo considerable. Papá Noel se paraba en cada grupo de invitados para saludar antes de llegar al corro de niños. Cuando llegó junto a los ingenieros nadie pudo evitar los comentarios de tipo guasón. Ramón le dijo a media voz:

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