Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Se asomó a la ventana: palmeras y adelfas. Nada más alejado de las estepas rusas, de los paisajes que ayudan a pensar en Dios. ¿Por qué estaba en México? No tenía ningún sentido. De repente vio pasar a Victoria por el jardín central. Una esposa como ella. Tenía el cabello brillante, siempre brillante y sedoso. Era una mujer tranquila, poco habladora, pero no sabía nada de ella. No sabía nada de nadie porque no se dedicaba a escuchar. Si lo hiciera, se le plantearían demasiadas preguntas: ¿por qué los demás habían encontrado un lugar en el mundo y ella no? Pero ¿había un lugar en el mundo para ella? Sin duda debía de haberlo, pero sería necesario salir a buscarlo o entrar a buscarlo en su interior, y estaba paralizada de pánico. No quería moverse, cualquier movimiento llevaba al dolor. Recordaba los cuentos infantiles: la pavorosa pérdida de Hansel y Gretel en el bosque, encerrados en una casa que parecía de chocolate pero no lo era. La caída de Alicia en el agujero, su aparición en un mundo absurdo que la trataba con desprecio y crueldad: «¡Eh, tú!, ¿qué miras, niña tonta?» Demasiado pequeña o demasiado voluminosa, la pobre Alicia, nunca de la talla adecuada para estar en armonía. Y Coppelia, la historia más terrorífica, la que siempre la obsesionó: una muñeca hermosa que baila con su creador pero que no tiene vida. Recibió una descarga dolorosa en las cervicales y bebió un sorbo de whisky, que le desbordó la boca. Se limpió la barbilla y salió de casa, corriendo tras Victoria:

– ¡Amable vecina!, ¿adónde demonio vas?

– ¡Por Dios, Paula, me has asustado!

– Yo cito al demonio y tú citas a Dios.

Victoria ríe, parece nerviosa. Es la primera vez que la ve nerviosa. Le da la impresión de que hace un esfuerzo por hablar.

– ¿Has oído el aviso?

– ¿El aviso?

– Han dicho que seamos prudentes en nuestras salidas de la colonia. Vuelve a hablarse de secuestros.

– Quieren que tengamos miedo, querida Victoria.

– Quizá es algo más. Van a poner a más gente armada rodeando las tapias.

– Tonterías, la delincuencia organizada no tiene presencia aquí, y el comandante Marcos hace tiempo que decidió dedicarse a hacer anuncios publicitarios. En cualquier caso, no me importaría que nos secuestraran a todos. Por ejemplo durante esa horrible comida de Navidad que debemos compartir. ¿Te imaginas?, una partida de gachupines cazados en su salsa. Genial: «Confiscamos este pavo relleno en nombre de la Revolución.»

– ¡No me hables de esa comida! Manuela ha propuesto que cada una de nosotras prepare un plato típico de su región.

– ¡Qué encantador! A esa mujer cualquier día la nombrarán embajadora de las Naciones Unidas.

– ¡Eres perversa!, pero te aseguro que Manuela monta tantas actividades sólo para que nos encontremos mejor aquí; aunque, claro, a veces su buena voluntad te supone un compromiso. Porque yo soy una cocinera más que mediocre.

– Tranquila, yo cocinaré por las dos. Haré un buen pastel de hachís.

– ¡Estaría bien! -dijo entre risas-, pero procura avisar para que los niños no coman.

– ¡Al contrario, los niños primero! Démosles una experiencia que valga la pena en este erial, algo que recuerden el resto de sus vidas.

– Lo siento, Paula, pero tengo que dejarte. Nos vemos luego.

– Espero que no te secuestren.

– No antes de haber probado tu pastel.

Se despidieron y vio cómo Victoria se marchaba muy de prisa. «Huye de mí -pensó-, huye de mí porque yo soy la anomalía y ella la normalidad. Esa mujer es la normalidad -se repitió-, debería seguirla las veinticuatro horas del día y observar qué hace para imitar su ejemplo.» Así quizá podría enfrentarse al mundo con alguna indicación de uso, y no siempre temiendo romper alguna pieza de esa máquina misteriosa.

Los hombres llegaron para pasar en familia las fiestas de Navidad. Por fin esa dichosa obra permanecería cerrada durante tres días sin que se hundiera el mundo y el cielo se desplomara. Todo estaba listo. Darío transigió en todo y hasta colocó un servicio de megafonía que difundía por los jardines canciones navideñas desde las seis hasta las ocho de la tarde. Todo esto era sobre todo en honor a los niños. Aquella parafernalia festiva podía parecer inútil en principio a más de uno, pero lo cierto era que se había conseguido dotar a la colonia de un ambiente hogareño y tradicional. En cuanto los jardines y las instalaciones comunes estuvieron engalanados, en seguida pudo verse a los niños visitándolos. Ya se sabe que los adultos realizan muchas de sus aparatosas celebraciones sólo de cara a los niños, intentando amueblarles un mundo que es bastante desagradable de por sí. Manuela recordaba con nostalgia a su nieta. Este año no podría verla, y cuando la viera dentro de un tiempo ya no sería un bebé. Se habría perdido su primera infancia. Pensó que los hijos pequeños eran lo más hermoso del mundo. Recordó una tarde en el porche de su casa de verano. Sus tres hijos eran niños aún, el menor sólo tenía meses. Emitía ruiditos armónicos y graciosos como una música alegre. Los otros jugaban a su lado. Entonces se había dado cuenta de que se encontraba viviendo el momento más feliz de su vida. Una sensación de plenitud la había envuelto. Estaba en la cúspide. Puede que nunca llegara a experimentar nada parecido, pero en aquellos instantes había tocado el cielo con las manos, llena de paz. Muy poca gente podía decir algo así. Le estaba agradecida a la vida, la vida se había portado bien con ella.

Suspiró profundamente. No tenía derecho a dejarse arrastrar por la tristeza. Aquel pasaje maravilloso de su existencia ya era motivo suficiente para vivir, pero había disfrutado de otros episodios emocionantes. ¡Ah, su minúscula nieta de ojos azules, si pudiera tenerla ahora mismo entre los brazos…! Llamaría a su hija aquella misma tarde y le pediría que pusiera a la niña en el auricular, quería que la pequeña oyera la voz de su abuela.

Los niños eran importantes, por supuesto que sí. Si todo salía como estaba previsto, aquella Nochebuena los niños de la colonia hasta se encontrarían con Papá Noel. Le había costado lo suyo convencer a Darío para que se disfrazara. ¡Qué cruz de chico! Como si disfrazarse de Papá Noel fuera algo tan traumático. El propio Adolfo lo hubiera hecho encantado, pero llegaba demasiado tarde de la obra aquella noche, con el tiempo justo de ducharse, arreglarse y bajar a cenar al salón. No debía correr el riesgo de que algo saliera mal. ¿Qué había sido su vida sino intentar que siempre todo fuera perfecto? Suspiró de nuevo. Estaba segura de haber hecho las cosas bastante bien a lo largo de los años. Podía decirse sin exagerar que, en los lugares donde ella había estado, siempre había reinado la armonía. Aunque, de pronto, una oleada de cansancio la envolvió. Eso era muy cierto, pero se había pasado la vida esforzándose por los demás. ¡Claro que su marido la quería!, ella le había hecho la vida fácil, había sido una especie de mirlo blanco para él. Pero ¿qué hubiera sucedido de haber sido una mujer más libre, una esposa pendenciera y bebedora, caprichosa y anárquica, alguien como Paula? ¿Adolfo hubiera seguido amándola igual? ¡Dios, prefería no pensarlo!

Llegó al aeropuerto con tiempo de sobra para el aterrizaje del avión. Entró en la cafetería. No estaba nervioso, sino más bien fastidiado. Hubiera deseado tomar unos días de vacaciones. Así, dos pájaros muertos de un mismo tiro: por un lado se hubiera librado de toda aquella historia de la Navidad, incluida la broma pesada de tener que disfrazarse de Papá Noel. Por otro, Yolanda y él hubieran estado mucho mejor solos y tranquilos una semana en un hotel de Oaxaca. Pero no, Yolanda era la primera que se había negado a esa solución. Tenía ganas de estar en la colonia, de ver el lugar donde él trabajaba y pasaba su tiempo en México. Claro, y aunque no lo admitiera abiertamente, también tenía ganas de cotillear, de darse importancia al volver a Madrid diciendo que había estado con las mujeres de los jefes de su novio. Yolanda era así, y no creía que hubiera cambiado en los últimos tiempos. ¡Hacía tanto que no se veían! Las conversaciones telefónicas, también las cartas, se habían convertido en continuas reivindicaciones por parte de su novia. Le recriminaba que lo encontraba poco cálido, que no se acordaba de ella lo suficiente, que no le demostraba demasiado interés. Él siempre negaba, aunque probablemente ella llevaba razón. Pero es imposible mantener una relación normal cuando la otra persona no está junto a nosotros. Aquel mismo viaje de su novia, pensó, no conseguiría más que dejarlo con una sensación rara cuando ella se fuera de nuevo. Y total, ¿paraqué? Otra vez debería habituarse a la soledad, a luchar contra sus remordimientos al volver de El Cielito… Por mucho que quisiera a Yolanda, que la quería, hubiera preferido que no llegara en aquel avión.

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