Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– ¿En qué piensas, mi cariño?

– ¡Bah, en nada, cosas mías!

– Pues esas cosas tuyas parece que fueran malas de verdad, porque se te ha puesto cara de vinagre.

– Dejémoslo, más vale no hablar. ¿Qué tal van los amantes por tu casa?

– Pues bien deben de andar, pero la verdad es que nadie los ha visto. Como nos metiste tanto miedo para que no apareciéramos por allí, mi mamá y mis hermanos ni se acercan a la habitación de atrás.

– No sé si creerte.

– Pues créetelo nomás porque es la verdad. Mi mamá es de una manera que no le importan las cosas de los otros, y además…

– Además, ¿qué?

– Pues que está la plata tan rica que nos pagan. Mi mamá me ha dicho que te pregunte si sabes cuánto tiempo más se quedarán.

– No puedo saberlo. Depende de por dónde les dé.

– ¡Ay, pues yo espero que les dé por estar mucho tiempo calentitos y con ganas de coger!

Darío se echó a reír. Aquellas chicas siempre conseguían ponerlo de buen humor. En especial, Rosita. Rosita era optimista de corazón, nunca la había visto triste, ni siquiera cansada. Y eso que probablemente tenía buenos motivos para no pensar en la vida como en algo agradable. Pero así sucedía la mayor parte de las veces: las mujeres que lo tenían todo no estaban conformes ni contentas, sin embargo, aquellas que habían pasado penalidades desde la infancia eran las más felices porque todo lo valoraban y todo lo agradecían. El mejor ejemplo eran las esposas de la colonia: una alcohólica más rara que un perro verde, una americana melindrosa, otra que engañaba al marido… y el resto se aburrían y había que montarles todo tipo de festivales para que se encontraran a gusto. Y, no obstante, Rosita, que vivía en una especie de corral, que se tenía que pasar media vida bailando y follando con tipos más viejos y feos que ella, pues siempre estaba alegre.

– ¿Por qué no vienes ahorita conmigo a El Cielito, cariño? Podríamos echar una siestecita que te va a relajar. Llamaríamos a María para que nos hiciera un poco de compañía nomás.

La miró con malicia. A aquella chica le gustaba follar, ¡vaya si le gustaba!

– Te gusta mucho follar, ¿verdad, Rosita?

– Con todo el mundo, no. Pero es que tú eres especial, mi niño. Si yo estuviera casada contigo, no alquilaría una habitación para irme a coger con otro. Jamás.

– ¿Y no nos aburriríamos tú y yo, mano a mano, como marido y mujer?

– ¡Ni lo pienses! ¿Para qué tengo yo amigas buenas? De vez en cuando, vendrían una o dos y nos haríamos una fiestecita en la cama, como ahorita mismo podemos hacerlo sin que pase nada.

Darío se quedó petrificado. ¿Hablaba en serio, sería capaz de dejar que sus amigas compartieran al marido sólo para que éste tuviera más placer?

– ¿Y en esa cama habría otros hombres?

– Pero ¡qué cosas extrañas rae dices!, ¡pues claro que no!, ¿no estaríamos casados? Dime qué esposa sería yo si metiera en mi cama a otros hombres.

¿Sería aquello la auténtica civilización?, pensó Darío. Lo fuera o no, aquella manera de enfocar la vida le gustaba.

– ¿Tú quieres casarte algún día, Rosita?

– ¡Ay, no sé, mi amor!, que casarse para las mujeres es trabajar y siempre trabajar. Yo nunca vi a mi mamá y mi abuelita que no trabajaran y que no cuidaran a los hijos, la casa, los animales, el marido, el campo… Si algún día ya no me quieren en El Cielito, pues a lo mejor lo pienso. Pero es que entonces a lo mejor no me gusta ninguno para marido o yo no le gusto a él… Mira, Darío, mi amor, ¿qué nos da de bueno pensar lo que haremos después de mucho tiempo? Dejemos el futuro. Pensar en el presente es ya bastante tarea.

– Llevas razón, me has convencido. Ahora mismo te llevo a El Cielito y nos tomamos un tequila allí. Después ya veremos.

Los hermosos ojos de Rosita se abrieron con alegría. Sonrió y se puso en pie, ligera como la brisa. Darío también se sentía menos pesado, más animoso y lleno de fuerza. Abrió el coche y ni siquiera descubrir los paquetes navideños apilados en el asiento trasero le hizo torcer el gesto. «Pensar en el presente es ya bastante tarea.» Una frase genial.

Llegar a aquella casa en su propio coche era peor que quedar citada con Santiago en San Miguel e ir los dos juntos. Se sentía más clandestina, más miserable. Añadía a la historia unos componentes sórdidos con los que no había contado por mucho que estuviera avisada. Mientras conducía iba desapareciendo de su mente cualquier idea amorosa o erótica. Por el contrario, prevalecían en su interior todos los pensamientos acumulados el día que habló con Manuela: orden, cordura, deseos de paz y conservación de su vida. Finalmente, ¿quién era Santiago?, ni siquiera habían hablado, nunca le había contado nada personal, tampoco en qué había fallado su matrimonio. Todo aquello estaba convirtiéndose en una gran locura. Lo más sensato era decirle a Santiago que debían dejar de verse. Le explicaría que apenas si se conocían y que no podían cambiar tan alegremente la paz de su vida por un futuro incierto. Le recalcaría que sus caracteres muy bien podían no avenirse, que quizá no estaban enamorados sino simplemente ilusionados, obcecados.

Cuando aparcó su coche tras la casa, el todoterreno de Santiago ya estaba allí. Un golpe de sangre caliente le golpeó la cara y las piernas le flaquearon. Se dio cuenta de que lo único que deseaba era verlo inmediatamente, estar junto a él. Entonces él salía por la puerta y se dirigió firmemente hacia donde ella estaba. Se abrazaron, y la cálida acogida de sus brazos le produjo la sensación acostumbrada: seguridad, amor. Pero entonces recordó sus propósitos y dijo con voz desfalleciente:

– Santiago, tenemos que hablar.

El quedó en suspenso, puso cara de preocupación:

– ¿Ha ocurrido algo?

– No, pero… he estado pensando y…

– Ven, vamos adentro.

– Sí, pero prométeme que dentro no me besarás.

Sonriendo levantó la mano en señal de juramento:

– Lo prometo.

– He estado pensando y… ¿y si resulta que tú no me quieres de verdad?

Reaccionó riendo de buena gana. Le tomó las manos y empezó a besárselas alternativamente. Ella insistió, intentando dotar sus palabras de seriedad.

– No, escúchame. Nunca me has hablado de tu relación con Paula, de vuestro matrimonio. Es evidente que habéis tenido una vida… problemática, por decirlo de alguna manera. Supongo que has llegado a plantearte muchas veces la ruptura, y ahora…

– Y ahora tú pasabas casualmente por mi lado y pensé que estaría bien quedarme contigo.

– Dicho de ese modo suena absurdo, pero algo de eso podría haber.

La tomó de la mano y la condujo hasta la cama. Se sentaron.

– Aunque hubiera decidido acabar con mi matrimonio, no estaba obligado a irme con otra mujer. Mírame bien. ¿Te parezco el tipo de hombre que no puede vivir solo?

– No, no me lo pareces.

– Podría continuar en mi situación actual todo el tiempo que quisiera. Paula y yo estamos tan distanciados que es como si no viviéramos juntos. Resulta cómodo. También podría separarme de ella y seguir mi vida en solitario. Me gusta mucho mi trabajo y mi carácter es tranquilo, no le tengo más miedo a la soledad del que pueda tenerle cualquiera. Pero resulta que me he enamorado de ti, Victoria, concretamente de ti, de ti con tu cara, tus pelos, tu voz, con todas tus señas de identidad y tu manera de ser.

– ¡Pero nos conocemos muy poco, no tenemos un proyecto común como tienen todas las parejas!

– Si prestas cuidadosa atención, te darás cuenta de que el proyecto común de la mayor parte de las parejas se limita a las cosas materiales: comprar una nueva casa, proporcionar un futuro a los hijos…

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