– Y ver a mis hijos de vez en cuando.
– Eso no es un problema, los verás.
– ¿Cómo voy a contarles todo esto estando tan lejos?
– No sé, hazlos venir cuando llegue el momento, o viaja tú, escríbeles. Encontrarás la manera, aunque no sé qué decirte, yo no tengo hijos.
– Ya -murmuró Victoria, descorazonada-. Se nos viene una buena encima.
– Hay que darles fuertes topetazos a las estructuras para que caigan.
– Pues mi estructura es muy sólida, así que el golpe será descomunal.
– ¿No estás segura de querer desmantelar lo que tienes?
– Quiero estar contigo, de eso estoy muy segura.
– En ese caso hay que mantenerse firme, sin miedo.
La abrazó y ella se mantuvo acurrucada junto a su pecho. Permanecieron así mucho rato. Victoria levantó la vista hacia él:
– ¿Sabes una cosa absurda? Desde la primera vez que me abrazaste me di cuenta de que un hombre con esos brazotes grandes y acogedores siempre me protegería de todo lo malo.
– ¿Absurdo?, ¡es la pura verdad!
– ¿No eres un poco vanidoso?
– Sí.
Rieron, aligerados del peso de los pensamientos y los problemas. Santiago se sintió feliz de que ella fuera capaz de bromear. La apretó con decisión.
– Victoria, tengo un sentimiento amoroso muy fuerte hacia ti. Nunca antes había experimentado nada parecido, nunca. Ahora comprendo cosas que antes no comprendía: las pasiones amorosas de la literatura, las grandes sinfonías, es como… como otra dimensión del conocimiento, como esas drogas que te permiten ver más allá.
– Pero el efecto de las drogas se pasa.
– Pues para cuando se pase procuraré abrir los ojos y que tú estés allí.
– Estaré, seguro, estaré.
Una hora más tarde la dejó en la iglesia y regresó a la presa. Ella sintió un desgarro cuando se separaron. «Un momento más, un momento más», pensaba en la despedida, y al dejar de verlo notó un dolor en el pecho. Despacio, fue a sentarse en la última fila, donde antes había estado. Ahora había feligreses: mujeres mayores con la cabeza tapada por mantillas o pañuelos, hombres que rezaban de pie. Necesitaba quedarse allí un rato, efectuar una especie de descompresión antes de regresar a la colonia. Las palabras de Santiago le resonaban en los oídos: «Ahora comprendo las pasiones amorosas de la literatura, las grandes sinfonías.» Ella había aspirado a un poco de ternura, a recibimientos cariñosos al volver de un viaje, y se había encontrado con una dimensión superior del amor. Si la pasión era aquello, valía la pena arriesgarlo todo, destruir todo lo anterior, dejarse llevar.
– Doña Manuela, no me malinterprete, pero es que no sé si es una buena idea, la verdad.
– ¡Darío, hijo, cualquiera diría que es nuestra primera Navidad en México!
– Justamente, y antes nunca habíamos armado tanto follón.
– Porque los años anteriores se iba mucha gente a España, pero esta Navidad coincide en quedarse casi todo el mundo, y además vienen un montón de visitantes, entre ellos, tu novia, si no recuerdo mal.
– Sí, ya lo sé. Pero digo yo, con que dejáramos de lado lo de las decoraciones como en España… porque en puridad tampoco las guirnaldas ni los abetos son cosas españolas, sino importadas del norte de Europa.
– Mira, Darío, no vamos a discutir ahora sobre costumbres navideñas, así que en cuanto tengas un rato te vas a Oaxaca y preguntas dónde se compran todas esas cosas. Quiero la colonia llena de abetos, velas, nieve artificial y bolas de colores. Y, por supuesto, también un belén. ¿De acuerdo? Voy a acabar pensando que te asusta el trabajo extra.
– No, señora, no es eso, usted sabe que estoy encantado de hacer lo que sea necesario. Sólo tenía dudas de si quedaría bien.
– Quedará, hombre, quedará. Que te ayuden las chicas de la limpieza, el cocinero, todo el que pueda echarte una mano. Hasta luego, muchacho.
Dio media vuelta y se fue. «¡Qué barbaridad! -pensó-, los jóvenes de hoy en día están como atontolinados, a todo le ponen dificultades que parecen insalvables. Demuestran muy poca ilusión por los proyectos.» Darío era sin duda un buen chico: diligente, buen trabajador… pero en cuanto le pedía un extra se angustiaba en exceso. Claro que ella no era su jefa, ni de él ni de nadie, si bien se sentía en cierto modo responsable de la salud psíquica de la colonia, de que sus habitantes mantuvieran alta la moral. Y aquellas fechas resultaba crucial; es sabido que en Navidad a todo el mundo le da por pensar en cosas tristes. El año anterior los que no volvieron a España se encontraron con una colonia decorada con motivos autóctonos, fríos y tristes. No podía permitirlo más, aquellos mexicanos cachazudos eran capaces de disfrazar un cerdo de Papá Noel como toda iniciativa. ¡Ah, no!, seguro que si buscaba un poco, Darío podía encontrar un hermoso abeto para el jardín, era él quien debía ocuparse. Total, cualquiera diría que tenía tanto trabajo que hacer. Vio desde lejos a Victoria y la llamó:
– ¿Adónde vas?
– Sólo estaba dando una vuelta.
– Ve a vestirte y jugamos un partidito de tenis.
– ¿Ahora?
– ¡Victoria, ¿tú también?! Parece que todo el mundo sea víctima de una paralización general.
– No te entiendo.
– Da igual, manías mías. Anda, vamos a prepararnos. Hacer un poco de deporte nos irá bien a las dos. Soy casi la más vieja de la colonia y tengo que estar empujando a todo el mundo para que se mueva un poco.
– Tú tienes un dinamismo fuera de lo común.
– De tanto oír eso, al final voy a creérmelo, y no es verdad, lo único que pasa es que conservo un poco de ilusión por la vida.
– ¿Cuántos años llevas casada?
– ¡Vaya pregunta ahora! Pues no sé, más de treinta me parece. Pero no es el momento de ponerse a charlar. Echamos un partidito y luego te lo cuento.
Victoria accedió sonriendo. No resultaba fácil negarse a las enérgicas sugerencias de Manuela. Quizá sudar un rato y dejar la mente en blanco le vendría bien. Le dolía la cabeza de tanto pensar, de tanto echar en falta a Santiago.
Manuela ganó el partido, naturalmente, y encima le riñó porque no estaba prestando la debida atención al juego. Era cierto, en realidad había precipitado su derrota para poder charlar. De pronto sentía una gran necesidad de hablar sobre asuntos amorosos. No podía confiarle a nadie la verdad, pero hablar sobre amor la serenaba. En el pequeño vestuario, después de haber tomado una ducha, lo intentó de nuevo:
– ¿Tú sigues enamorada de tu marido?
Recibió una risotada estruendosa como primera contestación. Manuelase separó las guedejas mojadas de la cara y la miró a través de ellas.
– ¿Qué demonio te pasa?
– Nada especial. Pregunto.
Siguió vistiéndose con parsimonia, luego paró:
– Pues no sé qué contestarte. Supongo que sí, y supongo que lo que voy a decir es algo que has oído mil veces. El amor se transforma con el tiempo. Cada vez es más amistoso, más cómplice, menos pasional.
– ¿Al principio tuviste un amor pasional?
– ¿Por qué me preguntas todo esto?
– Lo siento, ya sé que te parecerá muy indiscreto, pero pasamos aquí juntas mucho tiempo, todas lejos de nuestro país, y no sabemos nada las unas de las otras. Nunca hablamos de cosas personales.
– Llevas razón, pero es que en mi caso no hay mucho que contar. Conocí a Adolfo cuando los dos estudiábamos el último curso en la universidad. No era un chico muy guapo, pero me gustó. Me pareció serio, formal, con fuste, alguien en quien podría confiar toda la vida. No me preguntes cómo pude saberlo, sería pura intuición, pero la cuestión es que acerté. Pensé: «Este hombre tiene que ser para mí.» Él, si he de serte sincera, no me demostró ninguna atención especial. Salíamos con otros amigos, nos movíamos por ahí, hubo algún coqueteo, alguna mirada cargada de intención… hasta que comprobé que se le iban los ojos detrás de una chica vasca que se unió al grupo sólo para pasar un mes en Madrid. Entonces me movilicé y ataqué fuerte. Me mostré divertida, encantadora… hasta que un día acabé confesándole que estaba loca por él.
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