– Sí, cuando todo se haya destapado, se preguntarán dónde y cómo hemos estado viéndonos.
– Eso es inevitable.
– Tengo sueño, Santiago.
– No te duermas, querida, en seguida será hora de marcharnos.
– ¿Te imaginas lo que será poder dormir una noche juntos?
– Pronto dormiremos juntos todas las noches que nos queden de vida.
Es curioso, pensó ella, estaba planeando ponerse el pijama para siempre junto a un hombre del que apenas sabía nada. Era absurdo, pero no menos que seguir poniéndoselo junto a un hombre del que ya lo sabía todo.
Paula miró distraídamente las carpetas abiertas sobre su mesa. Su trabajo no había experimentado ningún avance en los últimos meses. El editor de los diarios de Tolstoi había dejado de llamarla para preguntarle cómo iba todo. Estaba segura de que uno de aquellos días recibiría un mensaje para anunciarle que su contrato había sido cancelado. Daba igual. No había percibido ninguna cantidad a cuenta. Tampoco necesitaba el dinero. Estaba casada con un hombre que ganaba más que suficiente. Se preguntó si esa tranquilidad económica de la que siempre había disfrutado había sido una circunstancia determinante en su fracaso creativo. De haber contado sólo con la pluma para vivir se hubiera esforzado hasta conseguir algo. Pensó si aquello era cierto. ¿Todo se reducía a estrujarse el cerebro para asegurarse la subsistencia? No, James Joyce debía mantener a toda su familia y nunca se le ocurrió abandonar su plúmbeo Ulises. Vivía de dar sablazos. No, el análisis de su fracaso la llevaba por otros derroteros. Era algo relacionado con la totalidad. La literatura era una diosa que lo exigía todo, y ese todo era tan amplio y profundo que daba miedo pensar. «Todo» era volcarse por completo, sacar de ti mismo lo que no sacarías ni en veinte años de sesiones psicoanalíticas. «Todo» era que no te importara ninguna otra cosa aparte de la jodida literatura. «Todo» era sacrificar el amor, el placer y hasta la experiencia diaria. «Todo» era que el éxito te trajera sin cuidado. «Todo» era todo, y el resto era mierda. Incluso el bueno del conde Tolstoi había dejado entrar demasiadas cosas en su recinto literario, excesivas caridades, un exceso de mística. Se había sobrepasado en el número de broncas con su mujer, en los celos. Demasiadas batallas en Guerra y paz, por no hablar del bodrio de Resurrección. Sólo se salvaba el conde Vronsky, y únicamente cuando llevaba pelliza y estaba tan guapo.
Se echó hacia atrás en su silla. Estaba cansada. También se necesitaba fuerza física para aguantar las obsesiones. Santa Teresa era una mística, y de no haber sido porque le dio por el monjerío enloquecido nunca hubiera escrito ni una palabra, en especial, todas las pornografías que escribió. El monjerío la salvó de quedarse quieta en un rincón haciendo versitos sobre el corazón de Jesús y otros guisos de difícil tránsito estomacal. Pero tuvo la genialidad de echarse al monte, y en la cima se encontró con todos los ángeles, polla flamígera en ristre, esperándola para darle inspiración. «Todo» era todo, también el coraje o la indiferencia para seguir hasta el final, hasta las últimas consecuencias. Bajo todo buen libro está la amargura, lo más negro, el agujero sin fondo, el abismo, el océano de oscuridad. Y hasta allí hay que descender, sin botella de oxígeno, a pulmón, hasta reventarte el pecho sabiendo que, de esa inmersión, no puedes salir indemne. ¡Una broma macabra! Ella nunca había llegado a la conclusión tranquilizadora de que no tenía talento. Surgían las dudas y los autorreproches, la necesidad de localizar el agente patógeno: falta de valentía, falta de inteligencia… demasiado interés por la vida. Pero lo peor, lo auténticamente diabólico había sido la esperanza, pensar que aún podía, que cualquier día una imprevista voz interior le dictaría una gran novela. Porque había oído en ocasiones sus ecos rondándole la cabeza, los había sentido, a retazos, a intuiciones certeras y geniales, como soplos de algo superior. No fueron alucinaciones, ni borracheras brillantes ni días de intensa lucidez, sino auténticos jirones de una obra excelsa, perfecta, completa, inmortal. Pero ese espinazo de la inspiración en estado puro se esfumaba en seguida, y todo lo que salía de su mente y su mano era algo manoseado, algo que sonaba y olía a líneas ya escritas por alguien alguna vez.
Creyó que había llegado el momento de servirse una copita de tequila, un dedito nomás, como ellos decían, un sorbito que la librara de este encierro de México, que era como la gran clínica universal de las mentes perdidas. Una clientela selecta de histéricos, neuróticos y descontentadizos que han perdido el norte y la razón y los estribos y el oremus, pero que siempre lo recuperan en este país. «Este país te pone frente a ti mismo», pensó.
Notó la lava incandescente descender por el esófago. La onda expansiva del fuego eterno. Tomó también una rayita de coca. Se tumbó sobre la alfombra y miró la reproducción de un cuadro de Frida Kahlo que algún decorador descerebrado había puesto en la pared. Se levantó porque quedarse allí equivalía a la desesperación. Salió a los jardines de la colonia. Otra copa estaría bien, pero no en el club. Se dirigió caminando a San Miguel, pero de pronto alguien se puso a su altura. Vio con disgusto quién era.
– Susan, honey, querida, hoy no estoy de humor. Quiero estar sola.
– Si quisieras estar sola te hubieras quedado en casa. ¿Adónde vas?
– A embrutecer mi alma.
– ¡Vaya, hoy estás inspirada, qué bien! Voy contigo.
– Con la poca cortesía que me queda te pido que me dejes.
– Me arriesgaré a que se te acabe la cortesía.
– ¡Lárgate de una puta vez y déjame en paz!
– ¡Bah, creí que podías ser más grosera!
Paula se volvió por primera vez a mirarla, sorprendida por su tono indiferente y festivo.
– Nunca acabo de entender qué quieres de mí, Susy.
– Ser tu amiga.
– Hay muchas mujeres en la colonia.
– Me aburren. Tú te mueves en terrenos que yo no he pisado.
– Ni los pisarás.
– ¿Qué te hace pensar eso, piensas que soy la típica niña boba sin problemas?
– No tengo tiempo para pensar en ti, querida.
– También crees que una réplica tuya me puede destrozar, pero no es así.
Paula la miró fijamente. Bien, bien, de acuerdo, por qué no, por qué no tomar una copa con alguien en vez de beber en soledad. Llegaron hasta San Miguel sin volver a dirigirse la palabra. Aquella niña sin problemas, o con problemas ocultos, le daba igual, quería dotarse de algunas experiencias gracias a ella. Bien, muy bien, ¿por qué no? La condujo al bar miserable que ambas habían descubierto. Paula preguntó al hombre de la barra, siempre serio, siempre sucio, dónde podían encontrar al guía.
– Tiene una casita en la calle que sigue para abajo, la única que es azul.
Muy fácil, mejor así. Una calle estrecha. Una casa medio ruinosa. Llamaron a la puerta, no había nadie. Paula se sentó en el suelo, en pleno camino polvoriento, pues no había aceras. Se quedó mirando un punto en el aire. Susy se sentó a su lado. Había que reconocer que la niña tonta tenía cierto coraje.
– ¿Qué crees que pasará si alguien nos reconoce sentadas aquí, americanita?
– Pensarán que somos dos turistas que han salido a pasear.
– Nada más falso, sin embargo. Yo soy una artista inmortal disfrazada de traductora que anda buscando materiales para su nuevo libro, inmortal también. Y tú… tú eres mi escudera.
– Eso me gusta. ¿Te has metido algo?
– Un par de tequilas y una línea. Nada como para derrumbar las murallas de Jericó.
– ¿Llevas algo encima?
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