Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Volvió a mirar por la ventana. Victoria se afanaba con sus flores. Al menos era una mujer amable que no tenía inconveniente en dejarse ver, no como aquella nueva habitante de la colonia, tan esquiva y antipática. Claro que era pronto para juzgarla, podía tratarse de un problema de adaptación, como había llegado a la colonia cuando los demás ya llevaban tiempo allí, la sensación de extrañamiento debía de ser mayor. Y los cuarenta años no son una buena edad, ella los recordaba sin ningún agrado. Debía hacer un esfuerzo e ir a visitarla. No podía ser tan insociable como aparentaba. Según Adolfo, su marido era un excelente profesional, y muy agradable. No había encontrado ninguna dificultad con el resto de las esposas que vivían allí, todas le parecían encantadoras. Cuestión de suerte, suponía, aunque también un poco de buena voluntad. Aquella estancia en México estaba resultando para ella francamente feliz, como una vuelta a sus años de recién casada. Sólo veía a Adolfo los fines de semana, lo cual no dejaba de ser un alivio. Sonrió por haberse permitido semejante maldad.

De pronto recordó que conservaba en el garaje un abono sintético para plantas que había comprado en el pueblo. Iría inmediatamente a ofrecérselo a Victoria. La verdad es que, a pesar de lo mucho que se desvelaba por su jardín, lo tenía en un estado lamentable.

La mujer del jefe dirigiéndose con una botellita en la mano a la casa de enfrente.

¿No podían estarse quietas nunca, cada una en su sitio, ocupándose de sus cosas, enfrascadas en la lectura o haciendo macramé? Pues no, se pasaban el día danzando y tocando las pelotas. Cuando empezaba a verlas circular por los jardines, transitando de un lado a otro, se echaba a temblar. Eso significaba que se aburrían, y que se aburrieran era una mala señal. En última instancia, el aburrimiento se traducía en trabajo para él, posibles complicaciones, recados, incordios. Llevar las cuentas y la organización de la colonia no le resultaba demasiado difícil, otra cosa era tratar con las señoras, ver qué les hacía falta, con qué problemas se encontraban, qué soluciones podía proponerles. A veces tenía miedo de meter la pata, aunque no era frecuente que le pasara, tras casi dos años ya había cogido el tranquillo. Todo consistía en sonreír y no llevar la contraria en exceso. Cuando lo que se esperaba de él era demasiado engorroso, o demasiado exigente, o pesado, o absurdo, el sistema más eficaz pasaba por ponerse serio de repente, como si se encontrara profundamente reconcentrado, dar varios golpes afirmativos con la cabeza y soltar: «Veremos qué puedo hacer.» Con un poco de suerte se olvidaban. Por lo demás, era un trabajo agradable, y sobre todo bien pagado. Guardaba casi todo el dinero que ganaba para su regreso a España. Él y Yolanda comprarían un piso y se casarían o se irían a vivir juntos, se enrollarían bien. Mientras tanto tenían que vivir separados, cada uno en un país. Yolanda le había prometido que lo visitaría para las Navidades del segundo año, y ya no faltaba tanto. Releyó párrafos de su última carta, que guardaba en el cajón de la mesa. «Mi querido único hombre entre mujeres:…» Encima, cachondeo. Sonrió. Sin duda su novia era una tía estupenda, guapa a rabiar. Pero estaba lejos, y él necesitaba follar. ¿Tres años o más sin follar? Ni se lo había planteado cuando aceptó el puesto en México. Nadie se plantea ese tipo de cosas en frío, quizá porque no son cosas para pensar hasta que no se sienten. ¡Y vaya si se sentían!, a los dos meses ya no podía aguantar el deseo, sólo pensaba en follar, en follar todo el tiempo. Se retorcía en la cama, incluso durante el sueño. Se masturbaba como un salvaje, pero daba igual, la obsesión no desaparecía, no lo dejaba descansar ni un minuto. Llegó a ser tan fuerte la ofuscación que sentía que se pasaba el día atisbando a las esposas de los ingenieros, a las de los técnicos de grado medio, todas casadas, muchas con hijos, justamente aquellas mujeres a las que se suponía que debía atender y, en cierto modo, proteger. Un día se descubrió a sí mismo pendiente de las tetas de doña Manuela, la mujer de don Adolfo, el ingeniero jefe. Y doña Manuela debía de andar por los sesenta, pero hasta ella lo excitaba, ¡joder, no estaba mal!: entrada en carnes, pero prieta, con el cabello sedoso y un par de tetas monumentales que se resistían al influjo de la gravedad. El día en que se dio cuenta de que estaba teniendo una erección mientras doña Manuela le pedía que le mandara unos operarios para que arreglaran la valla de su jardín se alarmó. Aquello podía acabar mal, su salud mental peligraba. Consultó con uno de los técnicos venidos de España, un electricista que tenía su edad, y él fue quien le dio noticia de El Cielito. Naturalmente, no podía ser de otra manera, se había comportado como un pardillo no imaginándoselo. Todos los trabajadores de la obra que no habían traído a sus familias a México acudían allí. También iban los ingenieros, pero se limitaban a tomar una cerveza en grupo y no subían a las habitaciones con ninguna mujer, o al menos eso aparentaban delante de los demás. Un pardillo. Claro que, ¿quién podría haberse hecho una idea de que existía un burdel en medio de ninguna parte: alegre, bullanguero, lleno de gente y animación? Un burdel enorme, feo, desangelado, con las paredes pintadas de verde gallinero pero cargado de música y alcohol. México era así, y los mexicanos estaban medio locos. Cuando pensabas que ya los conocías, salían con novedades imprevistas que nunca hubieras llegado a concebir. Tan callados, pero tan habladores de pronto, con aquella pronunciación española tan graciosa, tan especial. Se había convertido en un habitual de El Cielito. No pasaba nada, el secreto estaba en no beber demasiado. Ni pulque, ni tequila, ni mezcal. Un par de cervecitas bien frías, eso era todo. Y al día siguiente, a trabajar: las cuentas, la intendencia y los entretenimientos de las señoras, que era lo peor.

Vio cómo doña Manuela le pasaba el frasquito misterioso a Victoria y cómo después de hablar y hablar, requisito imprescindible con la mujer del jefe, empezaban a echar gotas de líquido sobre las plantas del jardín. Debía de ser un insecticida, un abono, cualquier gilipollez que se le hubiera ocurrido a aquella señora que no se estaba nunca quieta, que siempre aspiraba a organizarlo todo, que lo llevaba a mal traer: «Darío, sería cuestión de poner una barrera alrededor de la piscina. Por los que tienen niños pequeños, ya sabes… Darío, deberías buscar un pintor para que repasara las paredes exteriores del club, he visto unos desconchados de muy mal efecto, y eso que sólo hace un año que las construyeron, pero ya conoces a la gente de aquí, siempre hacen las cosas sin ganas, y usan materiales de mala calidad…» Mandaba más que un general, mucho más que su marido, el auténtico jefe a fin de cuentas, un hombre tranquilo y de pocas palabras. Pero no era mala mujer. A menudo le preguntaba por Yolanda, y la había invitado a permanecer en la colonia con todo pagado cuando fuera por Navidad. Yolanda. Le daba coraje por ella, las visitas a El Cielito y todo aquello, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Nada, absolutamente nada, no podía luchar contra su propia naturaleza; además, ¿se podía considerar aquello como una infidelidad? Le hubiera extrañado muchísimo que así fuera. Nadie puede soportar meses y meses sin hacer el amor, sobre todo cuando se está acostumbrado a hacerlo regularmente. Le cayó una gota de sudor por la frente. ¿Le pasaría lo mismo a Yolanda? Otra gota de sudor. No estaba seguro de que para las mujeres fuera igual, probablemente, no; ellas sólo se van a la cama con un tipo si están enamoradas. ¿Sería así para Yolanda? No hay alegres burdeles para mujeres, si una chica quiere darle una alegría a su cuerpo tiene que ligar, y si se liga… todo adquiere un tono diferente. Prefería no pensar. Había llegado hasta allí para ganar dinero, mucho más del que hubiera ganado en España, y no para pensar.

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