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Alicia Bartlett: Días de amor y engaños

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Alicia Bartlett Días de amor y engaños

Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– ¡Bueno, no me mires así! ¿No vas a invitarme a entrar?

– Perdona, me he distraído mirando… eso que llevas en la mano.

Apartó la servilleta como si fuera un prestidigitador y mostró una especie de tarta de aspecto pringoso. Paula tardó un poco en decidir cómo era correcto reaccionar ante aquello, incluso temió haber puesto cara de asco.

– ¿Es para mí?

– A lo mejor te parece una tontería, pero en América hacer esto es una costumbre de buena vecindad hacia el recién llegado. Tú llevas casi un mes aquí y yo no…

– ¡Pasa, pasa a la cocina! ¿Puedo ofrecerte un café?

– Eso completaría exactamente el rito.

– ¡Adelante, pues, completemos el rito!

Se sintió observada mientras se movía por la cocina preparando café. Su profundo mal humor estaba instalándose en su frente y la obligaba a fruncir el entrecejo. Procuró que no se notase. Aquella chica sólo pretendía ser amable. Claro que nadie le había pedido que se presentara en su casa trayendo aquel dulce horror. Aquella chica también pretendía charlar.

– ¿Qué tal te ambientas en México después de tu primer mes?

Una furia ciega empezó a devorarla. ¿Por qué debía participar de buen grado en una conversación llena de tópicos? ¿Es que en Estados Unidos nadie anuncia sus visitas, nadie espera a ser invitado, todo el mundo entra al asalto ofreciendo y exigiendo amistad en las casas ajenas? Dejó la cafetera en el fuego y se sentó frente a Susy. Puso los codos en la mesa, se sujetó la cabeza con las manos y la miró de modo desafiante:

– ¿En México, estás segura de que estamos en México? Porque metidas en este gueto podríamos estar en cualquier otra parte.

La americana se quedó inmóvil. No esperaba una descarga semejante. Luego enrojeció.

– Te parece aburrido, ¿verdad? Cierto, llevas razón, lo es. Pero hay que tomarlo por el lado bueno: siempre podemos ir a San Miguel, pasear por el campo… lo único que no nos permiten es alejarnos demasiado, ni viajar solas a otra ciudad. Cuestión de seguridad, temen secuestros.

Paula seguía mirándola fijamente sin denotar por su expresión si la había siquiera entendido. La chica empezó a ponerse nerviosa y emitió un río de palabras atropelladas.

– Claro que a veces hacemos algunas actividades culturales, también excursiones, fiestas… el cónsul español en Oaxaca ofrece fiestas a menudo a las que siempre estamos invitados, como el viaje hasta allí es tan breve… Tiene una casa preciosa, ya verás. Sus reuniones suelen ser divertidas.

– Sí, seguro que lo son.

La cafetera emitió un pitido y Paula se levantó y fue hacia los fogones con una sonrisa. Pero para entonces ya había conseguido aterrorizar a su amable vecina, que miraba en todas direcciones como buscando la salida. Puso el café en la mesa y cortó el pastel. Lo probó. Era mucho más sabroso de lo que parecía.

– Está muy bueno.

– Es la única receta de pastel con la que suelo acertar.

Comieron y bebieron en silencio. Entonces Susy levantó sus grandes ojos azules hacia ella y la miró con una especie de apuro:

– Ha sido una estupidez traerte un pastel, ¿verdad?

– ¡No, ¿por qué?!

– En algún momento he tenido la impresión de que ibas a lanzármelo a la cara como en las películas antiguas.

Paula se echó a reír. Dejó su porción de pastel a un lado y encendió un cigarrillo. No había contado con la descarnada sinceridad de los norteamericanos.

– No me hagas caso, últimamente estoy de un humor horrible. Puede que aún no me haya ambientado.

– ¿Te arrepientes de haber venido con tu marido?

– No, tampoco puede afirmarse que haya dejado un montón de cosas interesantes en España. Nada me reclama allí, pero desde que llegué estoy pensando qué es lo que me reclama aquí.

– ¿Tenéis hijos?

– No.

– Nosotros no hace mucho que estamos casados, y queremos tenerlos, pero será cuando Henry acabe esta obra, de vuelta a Nueva York.

Paula asintió varias veces, pero no encontró nada que decir. Cambió de tema bruscamente, un poco harta ya de aquella conversación.

– ¿Qué tal son las otras esposas?

– ¡Ah, bien, muy amables! Lo malo es que no haya ninguna de mi edad.

– Entenderse con gente mayor no es nada fácil.

– No he querido decir eso.

– No me ha molestado, es la verdad.

– Tú pareces distinta.

– Pues tengo algo más de cuarenta años.

– Sí, pero se te ve como… indiferente, como si nada te importara demasiado.

– Sí, puede ser -respondió con una carcajada seca.

– ¿Sois una pareja feliz?

Todos los peligros que intuyó en Susy se habían concretado por fin. Si la dejaba continuar por el camino de lo privado, podían acabar en algún laberinto.

– En fin, el matrimonio es una institución complicada.

– Sí, sí lo es. No puedo hablar por mí, Henry y yo estamos muy unidos; pero lo sé a causa de mi madre. Nunca le perdonaré sus fracasos matrimoniales.

Hizo como si no la hubiera oído, como si tuviera la mente en otra parte. Debía abortar aquel diálogo cuanto antes, y de un modo en que la chica no se molestara. Tampoco debía excitar su curiosidad, ni resultar demasiado brusca.

– Querida Susy, de verdad que me quedaría aquí todo el día, charlando contigo; pero por desgracia tengo que trabajar.

– Eres la traductora de Tolstoi al español, ¿verdad? El matrimonio de Tolstoi fue muy movido. Se querían y se odiaban a la vez, o primero una cosa y después la otra.

– Algo por el estilo.

Se puso en pie, aun a riesgo de parecer poco hospitalaria. Era obvio que Susy esperaba algo más de aquella visita, y se preguntó qué. Había aprendido que en toda relación humana, hasta las más esporádicas y superficiales, siempre existía un deseo de gratificación propia. Aquella chica rubia y desinhibida buscaba algo en ella, quizá sólo una interlocutora para lo que no fueran temas irrelevantes, quizá una confidente con quien airear sus problemas personales en aquel desierto. Pero no llegaba en buen momento. La despidió en la puerta y contestó con evasivas cuando la americana le propuso que fueran un día juntas a San Miguel.

– Conozco a un artesano que hace unas pulseras de plata diferentes de las demás. Son preciosas, en serio, cuando te apetezca comprar una llámame y te acompañaré.

– Lo haré, desde luego que lo haré.

Cerró la puerta tras de sí y suspiró profundamente. ¿Es posible vivir cerca de la gente sin ser vista, sin que nadie te dirija la palabra, sin responder a preguntas o sonreír? Una pretensión absurda, por supuesto. No había conseguido todavía prescindir por completo de la presencia humana, aún necesitaba notar su contacto lejano pero asequible. Se conformaba con algún que otro saludo mínimo, oír risas a lo lejos, un comentario casual al comprar el periódico, al pedir en un bar.

Volvió a la cocina y vio los restos de pastel, las tazas vacías, el cenicero con su cigarrillo a medio apagar. Había cometido una estupidez dejando que aquella chica entrara en la casa, pero echarla hubiera sido una estupidez aún mayor. Tal y como se había presentado, no tuvo elección: o mandarla al infierno o invitarla a pasar. Aunque daba igual, en el fondo daba igual. Abrió uno de los armarios y sacó una botella de whisky. Se sirvió un dedo. Bebió.

Victoria vio salir a Susy de casa de Paula desde su ventana. La visita no había sido muy larga. Cuando momentos antes había advertido por casualidad a la joven americana cargada con un pastel yendo hacia casa de los nuevos residentes temió lo peor: que la despidieran con estrépito. No podría haber dicho por qué había tenido esa impresión tan extrema. Posiblemente se debía a la personalidad de Paula, a lo que en realidad había podido atisbar de su personalidad. «Todo un carácter», dijo alguien de la colonia nada más conocerla. ¿Era todo un carácter? Quizá, aunque el modo de comportarse de las personas siempre está deformado por sus deseos sobre cómo ser advertidos por los demás, y Paula no parecía muy interesada en resultar agradable.

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