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Alicia Bartlett: Días de amor y engaños

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Alicia Bartlett Días de amor y engaños

Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Ninguno de los dos podía negar que se disponía a dar una vuelta matutina por San Miguel, ¿qué demonios hacían si no allí a aquellas horas? Iba a resultar una situación incómoda, una fatalidad. Quizá si ambos hubieran llevado mucho tiempo ya viviendo en la colonia, podrían haber enarbolado la bandera de la mutua confianza y echar cada uno por su lado, pero Santiago acababa de llegar, desconocía pues las costumbres, y ella debía ser amable con un recién llegado. Mientras llevaba a cabo estas complejas meditaciones de urgencia, Santiago se limitó a sonreírle, y adecuó su paso al de ella con la mayor naturalidad.

Transitaron despacio por la carretera que llevaba hasta San Miguel, disfrutando del aire fresco, de la luz clara. Iban en silencio, como si lo hubieran acordado previamente. Victoria, que tanto se había inquietado pensando en la posible conversación forzada, con silencios violentos y comentarios absurdos, se serenó por completo. Estaban en calma sin hablar. Su compañero de paseo olía bien, a hombre recién afeitado, a colonia suave. Emanaba de él cierta serenidad, quizá indiferencia. Llegaron al pueblo, pasaron por delante de un hotel. Todos los hoteles de la zona estaban situados en antiguas misiones españolas. Les llegó el sonido de la música desde el interior, guitarras. En México sobraban los mariachis, permanecían desde la mañana a la noche en algún rincón de los hoteles, tocando. Rasgueaban con suavidad para dotar a los conversadores de un fondo agradable, uno sólo los escuchaba si le apetecía. Victoria se sintió bien en contacto con tantas cosas placenteras: la música, el frescor de la mañana, el olor de aquel hombre, sus propios pasos ligeros, que la impulsaban hacia adelante sin prisa pero sin titubeos. A veces lo miraba de reojo: la nariz recta, el pelo grueso y abundante. Pero no quería permitirse a sí misma la más mínima curiosidad sobre él; no limitarse a permanecer en el instante en que estaba, sin ver más allá, hubiera estropeado la percepción tan fuerte de su presencia.

A medida que iban acercándose al centro se cruzaban con más gente en las calles; todos mexicanos, casi ningún extranjero en aquella época del año. Camionetas con la trasera descapotada transportaban braceros al campo. Se sentaban uno junto a otro como reses, serios y callados. Santiago dijo por fin:

– Adolfo dijo ayer que el peligro de secuestros ha disminuido. Sin embargo, si el riesgo de revueltas entre los campesinos persiste tendremos que tomar precauciones incómodas.

– ¿En la obra o en la colonia?

– En los dos sitios, supongo, aunque ya te lo habrá contado tu marido.

– No hablamos demasiado. Sobre cosas de trabajo, me refiero.

Se arrepintió inmediatamente de haber dicho una cosa así. «No hablamos demasiado», ¿era eso algo propio de ser pronunciado en presencia de un hombre que acababa de conocer? ¡Debía de estar volviéndose estúpida, o loca!

– Ya veremos… De momento son todo especulaciones.

– ¿Tú crees que sucederá? ¿Habrá más revueltas?

– No creo. Nunca pasa nada demasiado grave.

Esa era justamente la impresión que Santiago le causaba: «Nunca pasa nada demasiado grave», y sin embargo, parecía vivir junto a un precipicio amenazante. Su esposa era como un volcán a punto de erupcionar, picante como una especia, ubicua, desordenada en las ideas, provocadora.

Continuaron caminando sin hablar hasta que llegaron a la plaza central de San Miguel. Los grandes árboles y las terracitas de los bares, feas y agradables, el ayuntamiento siempre cerrado, sin signos de vida interior.

– ¿Tomamos un café? -propuso él.

Estaban cara a cara, no el uno junto al otro de perfil como habían estado durante el paseo. Era la primera vez que se miraban directamente desde que habían salido de la colonia. Victoria se preguntó si él la veía realmente o si su mirada la atravesaba y se perdía en otra parte, en sus pensamientos. Lo miró directamente a los ojos. Sí, la veía. Se sonrieron. La tomó ligeramente de un brazo y la impulsó hacia la mesa de un bar. Victoria comprendió que habían compartido el silencio y que él era consciente de que eso había sucedido. Se sentaron. Ahora el silencio era distinto, turbador, denso, insostenible. Era el momento de la elección: o hablaba de cosas neutras, sin importancia, o le preguntaba exactamente lo que quería saber.

– ¿Eres como aparentas ser?

La elección estaba hecha, y la flecha de Diana cazadora, lanzada. Se asustó ante su propio atrevimiento, pero aguantó el golpe. Santiago la miró, esta vez claramente consciente de que era ella, y no la esposa de un colega, que estaba allí a su lado por algo más que por pura casualidad.

– ¿Avejentado y cubierto de cicatrices?

– No, indiferente y seguro de ti mismo.

Nunca se le hubiera ocurrido que sería capaz de decir algo así, pero estaba sucediendo, ella lo estaba haciendo suceder.

– No soy indiferente, no. Seguro de mí mismo… no lo sé.

– Me dio esa impresión -dijo Victoria, desarbolada, nerviosa, sintiendo que un flujo de sangre le subía a la cara y le hacía lagrimear los ojos.

En ese momento se hubiera acercado y hubiera puesto su boca en la boca de él, buscándole la lengua caliente. Así no podría haberla mirado, ni volver a hablar. Pero no tuvo valor. Eso le hubiera correspondido a él, y no lo hizo. Se limitó a observarla con un rictus de sonrisa en los labios. Una mariposa enorme revoloteó cercana a sus cabezas. Ella se sobresaltó y realizó un movimiento de repliegue. Rieron ambos.

– No me acostumbro a que todo sea tan grande en este país.

– Mira -señaló él hacia los árboles bajo los que se sentaban-. Está lleno de ardillas.

– Sí, y sólo acuden si comes algo. Están acostumbradas a que la gente les dé trocitos de pan. La primera vez que una bajó y se acercó me asusté un poco, ¡quería morderme un pie!

– ¿Sueles venir aquí?

– Muchos días. Prefiero dar un paseo a quedarme jugando siempre al tenis en la colonia.

– Tú ya llevas mucho tiempo en México, ¿te resulta agobiante vivir en la colonia? Es como una especie de harén.

– Todas sabemos que es una situación temporal. ¿Te resulta a ti agobiante el campamento?

– Esa maldita presa nos mantiene ocupados. ¿A qué te dedicabas en España?

– Soy profesora de química en la universidad. Cuando acabe la estancia aquí, regresaré a mi puesto.

– Es gracioso.

– ¿Por qué?

– Haces algo muy diferente de lo nuestro. Un ingeniero se ocupa de lo físico.

– Es complementario.

Asintió varias veces y se quedó mirándola, como satisfecho de ella. Era amargura lo que se mezclaba en sus sonrisas, en su voz, en su mirada, ahora estaba segura. Amargura profunda llevada con elegancia. Tiró un poco de la cuerda:

– La comparación de la colonia con un harén no ha sido muy afortunada; en la colonia a cada esposa le corresponde un esposo.

– Como debe ser -respondió Santiago irónicamente.

La miraba sin apartar los ojos. Ella entonces no pudo soportar más la tensión y empezó una charla convencional llena de comentarios discretos y pertinentes sobre México, el clima, las bellezas del paisaje. Él respondía con brevedad. Llegó un punto en que no había más que decir. Victoria propuso marcharse. Se levantó, se excusó, dijo que tenía cosas que hacer en el pueblo. Él se quedó en la plaza, afortunadamente. Hubiera sido impensable reproducir un silencio tranquilo como el anterior. Ya no era posible. Ambos se habían significado de alguna manera y correspondía pasar a otra etapa, o cortar la situación.

Se despidieron bajo los árboles, con un afectuoso «hasta luego». Victoria comenzó a caminar con decisión, como si fuera hacia alguna parte. Se alegró de no haberle citado en ningún momento a su esposa. Estaba convencida de que no hubiera sido oportuno.

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