Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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¡Qué más daba!, soltó una carcajada que resonó en las paredes de la sala vacía.

– No te rías, es un hecho histórico; él mismo lo cuenta en su diario. Después de haber caído en la tentación onanista, siempre se siente como una bestia insensible y pecadora.

– ¿Y eso es lo que piensas contar en tu conferencia?

– Sí, buena idea, eso es exactamente lo que voy a hacer, dejaré que Manuela convoque el acto con toda solemnidad y después empezaré a contarles a las damas cómo el conde se la cascaba hasta hacerse sangre. La cosa dará pie para introducir jugosas imágenes poéticas: la sangre del inmortal cayendo sobre la blanca nieve del duro invierno, su valiosa semilla desperdiciada en la vasta llanura de la gran Rusia… creo que puede ser una conferencia memorable, después de todo.

Susy reía y reía y se olvidaba de que estaba sudando, vestida de deporte, con los pelos alborotados, y también se olvidaba de que, sólo un momento antes, había estado preocupada pensando cómo sería adecuado reaccionar ante la imprevisible Paula. ¡Por fin un poco de diversión en aquel solitario lugar! Ni siquiera sus alborotadores compañeros de su tiempo en la facultad le habían dicho cosas tan desmitificadoras y desgarradamente irónicas. Reía sin parar.

Paula comprendió en aquel momento que había encontrado a la pequeña cómplice que necesitaba, una cómplice no tan cómoda como el perro de Tolstoi, pero que, en contrapartida, sabía reír.

Darío intentó de nuevo escribirle a su novia, pero por tercera vez rompió la carta que acababa de empezar. No se le ocurría nada que decir. Componer una carta sólo utilizando frases amorosas era absurdo y, encima, expresar los sentimientos en el papel se le daba bastante mal. Hubiera querido adivinar lo que Yolanda esperaba, lo que estaba ansiosa por leer; pero a aquellas alturas, tras un año de separación, había perdido la pista sobre lo que ella pudiera desear. Tampoco lo aclaraba en sus cartas, donde se limitaba a contarle las cosas que hacía en una cadena de enumeraciones anecdóticas que cada vez le interesaban menos, a medida que el tiempo iba transcurriendo: que salía con sus amigas, que había tenido una bronca con su madre, que trabajaba mucho, que se había comprado unos zapatos nuevos. Los sábados se llamaban por teléfono, pero el resultado no era mucho mejor: prisas para decir algo sustancial, contar atropelladamente cuatro sucedidos, te quiero mucho, me acuerdo de ti… de ningún modo podía traslucirse el estado de ánimo real. Hubiera sido preferible que, cuando él marchó a México, hubieran suscrito un pacto de no comunicación. Estar tres años separados sin llamarse ni escribirse, y después un reencuentro en toda regla, sin más. Entonces sí podrían haberse dicho cosas importantes, y relatarse todos los episodios que habían vivido por separado. ¡Hubieran tenido para un mes! Arrugó el último papel y lo lanzó a un rincón de la mesa. Hoy no era posible. Para decir tonterías, mejor no escribir.

Había acabado todo el trabajo de oficina, la intendencia de la colonia estaba perfectamente organizada, las cuentas, al día. Si a alguna de aquellas locas no se le ocurría aparecer por su despacho pidiendo una cosa extraña, podía largarse ya. Iría a El Cielito a tomar una copa. Dos horas de conducción en coche no eran disuasorias para él, y con su tiempo libre hacía lo que quería. El Cielito estaba a medio camino entre la presa en construcción y la colonia, por lo que cuando se encontraba allí con los técnicos e ingenieros, ellos también habían soportado dos horas de coche para estar en aquel lugar. No podían criticarlo. Se sentía con los mismos derechos que el resto de los varones. Suponía que todos eran conscientes de que no iban a dejarlo rodeado todo el día de mujeres y esperar que se quedara allí quieto como una momia mientras sus colegas electricistas y mecánicos, gente de su nivel profesional, vivían felices en la obra y salían a divertirse algunas noches. Naturalmente existía entre todos los empleados de la empresa un fuerte orden jerárquico que hacía que los trabajadores nunca se sentaran con los ingenieros cuando iban a El Cielito. Lo cual era estupendo, porque eso les permitía a todos moverse con libertad. Las costumbres estaban bien estipuladas después del tiempo que llevaban allí. Los ingenieros nunca subían a las habitaciones con las chicas, tampoco bailaban con ellas en el salón, a no ser que estuvieran borrachos o con ganas de juerga. Se limitaban a sentarse juntos a una mesa, beber cerveza y charlar, mirar a las chicas, reírse. Nadie juzgaba la conducta de nadie. Si un día alguien andaba pasado de copas, nunca oiría una recriminación. Y, por supuesto, existía un pacto tácito: los casados no hablaban a sus esposas sobre aquel local. Aquel local no existía para la gente de la colonia. Otro pacto, esta vez explícito, regulaba que nadie hablara del trabajo entre aquellas paredes. En ningún caso. Ni siquiera el director de la obra podía acercarse a él y preguntarle si había preparado las nóminas del mes. Quizá le pareciera complicado a un extraño, pero lo cierto era que todas aquellas condiciones de discreción se cumplían con la mayor naturalidad. Pensó en lo fácil que resultaba vivir entre hombres. Sólo con que nadie se saltara el orden de mando, las cosas siempre funcionaban bien. Era mucho más sencillo que estar entre todas aquellas mujeres que lo desconcertaban con sus actitudes, que se preocupaban por cosas absurdas y con las que uno no podía estar completamente seguro de por dónde iban a salir.

Cerró su despacho con llave y, sin mirar en ninguna dirección concreta -no mirar era la mejor manera de no ser visto-, se dirigió hacia su todoterreno y lo puso en marcha.

En cuanto traspasó las verjas de la colonia se sintió aligerado y tuvo la sensación de que el aire que entraba por la ventanilla era más respirable. Le fastidiaba tener que largarse de su propia casa como un prófugo, pero no podía quedarse tranquilo hasta que no había salido del lugar. Incluso cuando ya estaba subido en su coche y rodaba por los jardines de la colonia, siempre temía oír una voz femenina pronunciando su nombre: «¡Darío, un momento, por favor!» Vivir allí era como hacerlo con veinte madres a la vez, y todas dispuestas a recordarle en cualquier momento sus obligaciones o encargarle pequeños recados.

Puso música a toda potencia y dejó que su cuerpo fuera masajeado por los baches que encontraba a lo largo del camino. Se trataba de un viaje bastante incómodo, pero a él le parecía una vía dorada hacia la libertad.

Avistó El Cielito en la amplia llanura polvorienta, sólo rodeado de varios árboles cansados. Observado desde lejos, era un enorme almacén de dos pisos construido en madera y pintado de rojo. En ningún otro país debía de existir un local como aquél, destartalado, en medio de ninguna parte, con aspecto de cuadra para caballos. Pero el propietario había demostrado ser más listo que el hambre, porque aquel corral dejado de la mano de Dios se llenaba de clientes todas las noches como si fuera el Moulin Rouge. A menudo, Darío se había preguntado de dónde salían todos aquellos hombres que aparecían allí como setas en la humedad. Campesinos solitarios, pequeños grupos de trabajadores de los pueblos cercanos…

El interior no era mucho más sugerente desde el punto de vista decorativo. Pintado también de rojo, consistía en una pista algo mugrienta rodeada de vetustas mesas y bancos corridos.

En una esquina, la exigua orquesta, vestida de blanco con lamparones, tocaba con discutible afinación. Cuando se iban a descansar, el ambiente quedaba inundado de música enlatada. La barra estaba atendida por hermosas chicas, y se servían las bebidas habituales: tequila, pulque, mezcal y grandes jarras de cerveza. La comida presentaba poca variación de platos: frijoles, mole, carne de cerdo en salsa y arroz. Dada la vulgaridad de todos los componentes, podía decirse que el atractivo principal lo constituían las chicas. Había muchas. Darío tenía la impresión fantasiosa de que se contaban por cientos: Lupes, Ágatas, Rositas, Estrellitas y Dolores. Todas de cabello moreno, de piel morena, de ojos negros y risueños. Todas con blusas llamativas, collares vistosos, faldas vaporosas, pendientes colgantes y algunas con flores en el pelo. Reunidas en aquel lugar, formaban el batallón que un hombre, cualquier hombre, hubiera soñado con encontrarse al llegar a México. Pero no eran la única razón por la que los varones solían encontrarse a gusto en El Cielito. En realidad, el conjunto de todos aquellos elementos tan sencillos: la música, la compañía, las bebidas e incluso la madera basta pero cálida de las mesas le daba a aquel local un encanto innegable. Por eso estaba siempre lleno. A Darío se le antojaba que todos los clientes venían huyendo de otras mujeres; en su caso, de un montón de esposas ajenas.

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