Henry comprendía esos turbios sentimientos, la consolaba, estaba a su lado, apoyándola, pero tendía a minimizar el problema. No podía llegar a profundizar en aquel abismo de odio. Tampoco era culpa suya, quizá para alguien equilibrado es difícil hacerse una idea de la envergadura de una obsesión.
La llamó desde el lavabo. La asistenta había olvidado reponer las toallas. Susy entró con las limpias y se las tendió. Estaba desnudo, mojado, con el agua escurriéndole por la piel. Lo miró de arriba abajo.
– ¿Te gusta lo que ves? -le preguntó su marido.
– No está mal.
La tomó de improviso de un brazo y la atrajo hacia sí. Ella protestó, intentó desasirse.
– ¡Suéltame, estás chorreando!
– ¡Vamos, ven, sécame tú!
– ¡No, ahora, no! -respondió resueltamente, y salió del lavabo, pasando al dormitorio.
Oyó cómo él soltaba una corta expresión de fastidio. No lo entendía, ¿por qué hacer el amor en aquel momento, sin ningún ambiente adecuado, sin ninguna preparación? Podía parecer poco espontáneo, pero ella había previsto toda una secuencia de actos y no contaba con que Henry quisiera alterarlos. Había imaginado que tomarían una copa viendo el atardecer en el jardín, que luego entrarían en la cocina y harían los últimos preparativos de la cena entre los dos, riendo y bromeando. Su marido debía al menos percatarse de que ella se pasaba toda la semana sola allí, pensando en cómo iba a preparar las cosas cuando él llegara. Pero ahora todo estaba estropeado, Susy sabía que si no hacían inmediatamente el amor, él se mostraría frustrado. No se enfadaría, pero se le formaría aquella fea arruga entre los ojos que ella ya conocía. Harían el amor, no podía malograr aquel fin de semana que tanto había deseado. Debía tener presente que Henry pasaba cinco días metido entre hombres, motivo más que suficiente para estar ansioso de hacer el amor. Claro que, pensado así, cualquier mujer podría servirle, no necesariamente su esposa. Dejó de lado los pensamientos negativos que se agolpaban en su mente. Si insistía en ver siempre la parte oscura de las cosas, acabaría siendo tan inaguantable como su madre.
Se desnudó, se metió en la cama y estiró las sábanas por encima de su cabeza. Poco después oyó abrirse la puerta y notó el olor picante de la colonia de Henry. Silencio total. Entonces percibió una sombra acercándose y vio cómo el cuerpo de su marido se abalanzaba sobre ella. Rieron, hicieron el amor. Después ella lo acarició despacio, se sintió feliz de que aquellos músculos, alargados y fuertes, tan protectores, pertenecieran a su marido. Le besó los párpados. Bien, el pequeño escollo había sido salvado, pensó que dentro de unos minutos tomarían una copa en la terraza y darían los últimos toques al chile. Cenarían con dos velas encendidas en el centro de la mesa. Todo seguiría el curso que ella había previsto.
No era una casualidad, no lo era porque ella también había escogido exactamente la misma hora para salir. Allí estaba él. ¿Qué hacer, fingir sorpresa? Era demasiado hipócrita; en el fondo había esperado encontrarlo. De no haber sido así, se hubiera llevado una desilusión. Notó que la sangre se le agolpaba en la cara y fue presa de una terrible timidez. En vez de permitir que fuera él quien hablara primero, se precipitó a soltar un tópico que evidenció su nerviosismo:
– El hombre es un animal de costumbres.
Santiago se limitó a sonreír, le tocó levemente el brazo invitándola a moverse.
– ¿Damos un paseo?
Su modo natural de afrontar la situación la hizo sentirse más relajada. No era necesario disimular, ni darle forma social a su encuentro. Caminaron con el aire fresco y seco de la mañana llenándoles los pulmones. Caminar junto a aquel hombre en silencio volvió a darle la impresión de calma, de seguridad. Su presencia no generaba tensión, no era necesario dar explicaciones, ni charlar de naderías para llenar el tiempo. Obviamente, ambos querían repetir la sencilla experiencia del sábado anterior: pasear, compartir el silencio, tomar un café. No tenía nada de malo. Pensó que les quedaban un par de horas para estar juntos y la invadió una gran animación. Levantó la cara sonriente hacia él:
– ¿Qué tal lo pasas en México?
– La obra es muy interesante. Había participado en la construcción de otras presas, pero siempre estábamos cerca de lugares habitados. Aquí hemos de hacerlo todo por nosotros mismos. No hay nadie a quien recurrir. Nuestro equipo es autónomo por completo. Resulta difícil, pero muy reconfortante, muy auténtico, como si nunca antes hubieras trabajado en realidad.
– Como pioneros en el salvaje Oeste.
– Algo así.
– ¿Y lo que no es trabajo?
– Llevamos una vida muy sencilla.
– Me refiero a la experiencia de estar en este país. La comida, la gente, el contacto con la naturaleza…
– Nuestra cocinera en el campamento nos hace siempre sopa. No sé cómo resisten los compañeros que llevan ya más de un año aquí. Pero el país es fascinante, tiene su propio ritmo, su personalidad.
– Te has acostumbrado fácilmente.
– Siempre me acostumbro con facilidad a todo lo nuevo.
Victoria no se atrevió a preguntarle sobre su vida en la colonia durante los fines de semana. Era demasiado directo. Él podría haber hablado de eso si hubiera querido. Le contaba cosas de la obra como si no las supiera, como presuponiendo que Ramón no existía. ¿Se estaba sellando un pacto tácito entre ambos, algo así como no hablar de los cónyuges, ignorarlos hasta el extremo de negarlos? Si así era, le parecía un poco absurdo, pero no sería ella quien lo rompiera.
Habían llegado a la plaza del ayuntamiento. Dieron por hecho que tomarían café y se sentaron a la misma mesa que la semana anterior. Victoria había empezado a sentirse molesta. Era una mujer lógica y con bastante sentido práctico, de modo que no la complacían las situaciones ambiguas. Tanto ella como Santiago vivían en condiciones especiales, en un círculo cerrado. Aquello no era una gran ciudad en la que se habían conocido fortuitamente. Todos sabían quién era quién, por lo que resultaba ridículo soslayar cualquier mención a sus respectivos matrimonios. Disparó sobre él, directa:
– Y Paula, ¿también se encuentra contenta aquí?
Advirtió con claridad que él fruncía la frente un instante, casi imperceptiblemente. Salió del estadio beatífico en el que parecía estar y la miró de refilón:
– Sí, supongo.
El gesto se le había avinagrado. Paula no estaba en su mente y de pronto había aparecido. Añadió con una sonrisa ausente:
– Paula nunca está demasiado contenta en ninguna parte.
– ¿Por qué?
– No es fácil saberlo; porque no es tan genial como Proust, me imagino, entre otras cosas.
Soltó una breve carcajada irónica y la miró con simpatía, como si hubiera vuelto en sí.
– ¿Y tú, estás contenta tú?
Un pánico súbito se adueñó de ella. No estaba preparada para aquella conversación, que ahora le parecía prematura. Había cometido una torpeza llevando las cosas al terreno personal, había estropeado una situación aún virgen, prometedora, luminosa.
– Algunos días echo de menos a mis estudiantes; pero luego siempre acabo pensando que soy una privilegiada al poder olvidarme un tiempo de la universidad.
– ¡Cierto, tus clases de química!; se me hace raro estar con una profesora de química. ¿Se sigue buscando la piedra filosofal?
– ¡Siempre se sigue buscando la piedra filosofal!
– Es verdad, todos la buscamos, y, sin embargo, encontrarla es muy simple, y está a nuestro alcance. Deberíamos olvidarnos de la complicación.
No quería saber qué pretendía decir bajo aquella clave, ni él parecía dispuesto a aclarárselo. Daba igual. Se miraron intensamente, sonriéndose sin ninguna afectación. Ella no tenía ganas de marcharse, pero era consciente como nunca de que el tiempo había pasado de prisa y debían volver.
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