Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Al regresar a casa, Victoria estaba de magnífico humor. Ramón ya había desayunado. Lo encontró haciendo flexiones en el jardín trasero de la casa.

– ¿Gimnasia a estas horas?

– Me preparo para un partido de tenis con Adolfo.

Sudaba, llevaba una camiseta blanca que resaltaba su bronceado, adquirido en el trabajo al aire libre.

– No entiendo una preparación que consiste en cansarte.

– Es un precalentamiento. Te advierto que Adolfo está muy en forma. Oye, ¿comemos después en el club o habías preparado algo?

– No, está bien, en el club.

– Supongo que Adolfo y Manuela comerán con nosotros.

Pensó que siempre estaban en compañía de alguien. Cuando sus hijos se hicieron mayores, Victoria tuvo la impresión de que ella y Ramón podían volver a llevar una vida propia, renovar su intimidad como una pareja joven que se escapa al cine o improvisa cenas divertidas. Pero no fue así. Una vez había leído en un libro de psicología: «No se deben idealizar las situaciones», y aplicaba continuamente esa fórmula. Para cuando los chicos fueron mayores, ellos ya tenían cuarenta años y estaban metidos en el mundo laboral, en el mundo social, en el mundo que otros habían creado para ellos y en el que habían permanecido sin dudar. Llegó a olvidarse de aquella segunda oportunidad rejuvenecedora. En cada vida hay varias posibilidades de elección y ella había ejercitado las suyas. Después, todo viene rodado, todo se encamina por las mismas inercias que desplazan hacia adelante a todo el mundo. No podía quejarse de lo conseguido: tenían dinero, hijos sin conflictos, trabajo y armonía, mucha armonía. Aquellos anhelos de renovación eran propios de chicas inconsistentes o, mucho peor, de mujeres maduras acomodadas e insatisfechas. Detestaba a las personas insatisfechas, siempre amargando a los demás con sus frustraciones, incapaces de valorar lo que les había sido concedido, lo que ellas mismas habían obtenido con su esfuerzo. Victoria era poco tolerante consigo misma, solía reprenderse con dureza, pero a propósito de su actuación con aquel hombre, no encontraba nada por lo que censurarse. Era incapaz de pensar, sólo se daba cuenta de que cuando lo veía el corazón le galopaba en el pecho, y no estaba dispuesta a renunciar por nada a esa sensación inofensiva.

Iban a las ruinas de Montalbán en un microbús fletado para la ocasión. Alegres damas casadas acudiendo a un picnic de carácter cultural. De sus bocas salía un aliento cálido con aroma a café de buena calidad. Era demasiado temprano para charlar, casi de madrugada. Dejaron atrás la ciudad y se empinaron montaña arriba por una carretera angosta. Se veían las casitas miserables extendiéndose por todas partes, los patios traseros arracimados, separados por tapias semiderruidas e irregulares. La altura desde donde contemplaban el panorama permitía atisbar su interior: tinajas enormes, algún cerdo, gallinas… En uno de ellos Paula avistó a una vieja bañándose desnuda, una imagen fugaz, porque circulaban a bastante velocidad. Enjuta, se encontraba dentro de un barreño de zinc, arrodillada. Sólo la vio de espaldas, una larga coleta de pelo cano colgándole hasta la cintura. Supo que, por mucho tiempo que viviera, nunca olvidaría esa imagen, pero no supo explicarse por qué. Aquel país debía de estar haciéndola enloquecer un poco. Obsesiones y traumas que creía enterrados reverdecían como si estuvieran plantados en surcos. Ella no sería nunca una mujer vieja metida en un barreño, pero sería una mujer vieja. Las mujeres viejas siempre le habían producido horror: oquedades hediondas y pequeñas manías mecánicas, como rebuscar algo indeterminado en el bolso lleno de cachivaches dispares. Intentó concentrarse en la magnificencia del paisaje, demasiado enorme para abarcarlo. Estaba convencida de que las personas sólo podían disfrutar de naturalezas parecidas a las que descubrieron en la infancia, allí donde habían nacido, o crecido. Por eso no conseguía apreciar aquella tierra: los grandes valles, las montañas, los llanos… tan excesivos. Por un momento deseó encontrar lugares abiertos a la medida de sus ojos: huertos roturados, viñedos encaramados en lomas, naranjos. Su cuerpo se veía desplazado hacia un lado cuando el conductor tomaba las curvas, cada vez a mayor velocidad. Susy traqueteaba a su lado, el cuello tronchado, la cabeza vencida. Hubiera sido absurdo morir en aquellas circunstancias, turismo. Hubiera sido absurda cualquier muerte en aquel país, su propia estancia allí lo era. ¿Por qué había ido, por qué se había brindado a viajar con Santiago?, ¿quería prolongar la agonía de su matrimonio?, ¿quería tener la ocasión de poder martirizarlo un poco más? Ya ni siquiera eso hacía. No había expectativas de futuro. Llevaba quince años junto a él. Ninguna esperanza se fraguaba en aquel viaje. México no sería un paréntesis, ni un final. Sin embargo, le resultaba extrañamente gratificante estar allí en calidad de esposa. Cumplir los deberes de una esposa era fácil, un papel codificado desde hacía siglos. Todo consistía en seguirlo allí donde fuera, en tener las aspirinas a punto por si le dolía la cabeza. Ahora formaba parte de un colectivo de esposas que le demostraban con su ejemplo que el matrimonio era sin duda algo bueno. Imposibilitada para representarse el futuro junto a Santiago, tampoco era capaz de representárselo sola. Aquel rebaño variopinto de esposas le comunicaba cierta paz, como si algo en su vida tuviera sentido. Si el rebaño se despeñaba por un acantilado, ella se despeñaría también, pero si llegaba hasta el cercado donde el propio Dios apacienta sus ovejas, entonces ella estaría entre las elegidas y recibiría los exquisitos cuidados divinos, aquellos reservados a los lirios del campo y a las ovejas perdidas y halladas, a salvo de los cerros abruptos. Mientras las damas se encaminaban hacia el redil, sus maridos hacían progresar en el campo una obra de ingeniería, una obra corpórea, un monumento al progreso y la utilidad. Los hombres tienen sus ventajas, son quienes dominan el espacio llenándolo de volúmenes reales.

La cabeza de Susy cayó sobre su hombro a causa de un violento vaivén. Se despertó sólo un poco para pedir excusas y murmurar en inglés algo malhumorado dirigido al chófer. Paula la miró de reojo. No existía la menor elegancia en su manera de entregarse al sueño. Sintió sin motivo una profunda animadversión hacia ella. Era demasiado joven, le quedaban muchas cosas por vivir, y eso ya la convertía de por sí en un ser estúpido. La vida futura se reduciría para ella a un pequeño jardín donde se entretendría con pasatiempos amorosos y familiares. Como ella misma, como todos, Susy cometería errores sobre errores hasta que llegara a una edad en la que ya no sería posible enmendarlos. Se durmió también, de mal humor.

Cuando abrió los ojos, el verdor esplendoroso de las tierras altas la dejó impresionada. Habían llegado a Montalbán. El yacimiento arqueológico ocupaba la cima llana y extensa de un elevadísimo pico. Estaban rodeados de montañas, verdes y misteriosas, como sacadas de una leyenda. Era un paisaje estremecedor. Las esposas, aún sentadas en el microbús, empezaron a emitir grititos e interjecciones, exclamaciones de sorpresa al descubrir el lugar. Manuela, un poco despeinada tras el viaje, tomó las riendas de la expedición. Empezó a desfilar por el pasillo como si padeciera de claustrofobia y no pudiera permanecer ni un segundo más encerrada allí. Saltó a tierra cloqueando de felicidad:

– ¡Fijaos, qué maravilla, es increíble!

Se comportaba como una profesora intentando transmitir al alumnado su entusiasmo por la sabiduría. Las otras esposas se movían despacio, entorpecidas por el sopor del trayecto. Se trataba de un sitio solitario, extraño, que emanaba una sensación de mágica inseguridad. Sólo tras haber salido del autobús, Paula se dio cuenta de que un guía había venido con ellas. Estaba sentado en primera fila, tras el conductor, y llevaba una placa en la que se leía «Guía turístico» prendida en la solapa de la cazadora. Era un mexicano de treinta y tantos, lleno del atractivo desvergonzado de los machos locales. El bigote le caía con desprecio sobre la boca. Se tapaba la cabeza con un Stetson que le daba el aire ridículo de un cowboy recocido por el sol. Allí estaba con las piernas abiertas, inmóvil, esperando que ellas salieran del vehículo, monjas de un convento histéricamente felices de verse libres. A medida que cada una de las mujeres pasaba a su lado para descender, se permitía observarlas concienzudamente, aunque sólo siguiéndolas con los ojos, sin volver la cabeza. Una activa indiferencia le teñía de insulto la mirada. Ella pensó que sin duda las veía como gallinas de un corral, niñas talluditas de una ceremonia tan absurda como una puesta de largo, ridículas extranjeras a quienes hay que entretener con piedras antiguas. Paula deseó poder comprar a aquel hombre y follárselo allí mismo, convertirlo en un prostituto, en la estructura externa de un simple pene. Le hubiera gustado ponerle la polla tiesa y luego azuzar a un perro bravo para que se la sajara de un mordisco. Pasar después el pingajo sanguinolento de una dama a otra hubiera sido divertido, como el juego de una merienda campestre.

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