Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Cuando todas estuvieron desperdigadas por el llano se fijaron al fin en los restos arqueológicos. Fortificaciones y templos muy dañados por los siglos y la intemperie, túmulos amarillentos sobre la hierba. El conductor loco sacó su panza inmensa del autobús y la hizo saltar y balancearse mientras desentumecía las piernas de fauno. Sólo entonces el guía abandonó su asiento y se encasquetó unas gafas de sol muy oscuras que le ocultaban los ojos. Se movía como un chulo perdonavidas, caminando con las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. Oyó su voz caliente de acento arrastrado y sensual:

– Señoras, por fin hemos llegado a las ruinas de Montalbán, un magnífico asentamiento azteca que ahora mismo les mostraré. ¡Agrúpense, por favor!

Actuaba como si, en vez de a una docena de mujeres, se dirigiera a una masa de turistas díscolos. Tenía las piernas ligeramente arqueadas, quizá montaba a caballo. Los brazos, morenos y fuertes; los dientes, blanquísimos. Susy había sacado de una bolsa su cámara de fotos y triscaba entre construcciones funerarias. Lápidas aquí y allá, cabezas de dios azteca, guerreros, serpientes, muchas serpientes gigantescas, demoníacas.

– Cuando estos salvajes estaban tallando semejantes pedruscos, en Europa ya teníamos el gótico -oyó decir en voz baja a una de las esposas.

– Vean, señoras, en estos relieves pueden descubrirse varias figuras desnudas de hombres y mujeres. Los arqueólogos llegaron a la conclusión de que puede tratarse de un hospital, una especie de enfermería o dispensario.

– A lo mejor era un burdel -soltó Susy con aire de inocencia.

Todas rieron a coro. El guía se bajó las gafas para contemplar mejor a Susy. Tenía ojos fieros y esquivos, de color marrón oscuro. Sonrió, pero era evidente que el comentario no le había hecho gracia. Una gringa joven y estúpida que decide saltarse las reglas de recato creadas especialmente para las mujeres. Paula se dio cuenta de que necesitaba un poco de tequila. Un risco en el culo del mundo podía convertirse en una encerrona terrible. Ni cantinas ni bares. Si la situación se vuelve insostenible o se sufre un ataque de ansiedad, no queda otro remedio más que resistir. El tiempo empezó a corroerla.

– Los guerreros aztecas y zapotecas tenían una costumbre que ahora puede parecemos un poco especial. Cuando en la batalla mataban a un enemigo, desollaban su cuerpo, lo abrían en canal y se lo ponían encima como si fuera un abrigo con capucha. Llevando ese manto hacían toda su vida habitual y no se lo quitaban hasta que estaba completamente seco. No les importaba el hedor ni la corrupción, era más fuerte la gloria que evidenciaba su valor.

Un estremecimiento visible recorrió la asamblea femenina tras las palabras del guía, aprendidas de memoria. A Paula le hacía gracia. Conocía cómo solían ser las esposas de ese medio. Algunas de ellas dejaban de ir al cine porque no soportaban las escenas sangrientas que podían aparecer impensadamente en cualquier película. Eran mujeres protegidas, preservadas del mundo, decididas por propia voluntad a permanecer en un gineceo tranquilo y monótono. Las costumbres, el orden, la negación de lo desagradable, ésas eran las bases de su civilización. El guía, consciente de la turbación general, empezaba a recrearse en la explicación de la barbarie de sus antepasados. Lo había hecho otras veces, Paula estaba segura. Otras veces había jugado a estremecer pieles sensibles entrevistas bajo las blusas que le estaba vedado desabrochar. Ese grandísimo cabrón estaba notando la ligera aceleración de las respiraciones de las féminas y se relamía, como si estuviera presto para iniciar el asedio sexual. Explotaba todos los medios que tenía a su alcance para sentirse superior.

– Aquello que ven ustedes allí es el campo para el juego de pelota.

Se asomaron al borde del llano y en un nivel inferior pudieron ver una superficie de forma ovoide parecida a un estadio romano. Suspiros de admiración que en realidad eran de alivio. Al fin, después de macabros gabanes de piel de enemigo, se enfrentaban a un juego sin más. Pero algo les estaba preparando el guía malvado. Paula lo advertía en la sonrisa imperceptiblemente irónica de sus labios chupones.

– Desconocemos cuáles eran las reglas del juego de pelota. No han llegado hasta nosotros. Sin embargo, los arqueólogos y antropólogos han podido determinar que se trataba de un juego sagrado. El equipo que ganaba era pasado a cuchillo en una muerte ritual.

El grupo quedó momentáneamente desconcertado.

– ¿El equipo ganador? ¿No será el que perdía?

– No. Oyeron ustedes bien. Los jugadores, que debían de ser guerreros, consideraban un tan alto honor el ser sacrificados a los dioses que se dejaban matar de buen grado y hacían grandes esfuerzos por ganar. Eso demuestra bien a las claras que no eran pueblos bárbaros, sino hombres valientes dotados de una gran espiritualidad.

Ninguna de las esposas estaba dispuesta a polemizar con el guía por miedo a herir sus sentimientos nacionalistas, pero había comentarios privados en voz baja. Susy se acercó al oído de Paula:

– Supongo que ahora ya no es igual.

– No creas, este tipo tiene cara de estar deseando que lo sacrifiquen.

– ¿En honor a los dioses?

– Nada de dioses, en el altar del sexo.

Una risa sofocada de la americana y sus ojos azules emanando diversión. «¿Cómo consigue que la vida le resulte tan divertida? -se preguntó Paula-. ¿Sólo porque es joven?»Las esposas observaban el desierto campo de pelota con un poco de aprensión. ¿Qué pintaba la muerte en aquel lugar lleno de serenidad y belleza? Tenían la impresión de que los conquistadores españoles hicieron muy bien entrando a saco en aquellas civilizaciones, reduciéndolas a culturas de museo, educando a aquellos cafres que no paraban de cometer atrocidades. Se miraban unas a otras, inquietas, deseando averiguar qué porcentaje de la brutalidad ancestral habitaba aún en los pobladores actuales que las rodeaban. La muerte no tenía nada que ver con sus compañeras de colonia. Sus cuerpos habían sido creados para ser vestidos, perfumados, masajeados, depilados, hidratados y uncidos con cremas. Hijos, nietos, casas nuevas, proyectos y listas de la compra. Regalos de Navidad y pijamas con encaje. De pronto se sentía hastiada de tanta normalidad asumida, de la docilidad y la espera, del equilibrio y la discreción que comportaba ser una buena esposa, algo que ella no fue jamás. Sin embargo, las almas de los guerreros despellejados venían en su ayuda porque acababa de descubrir uno de esos pequeños y miserables quioscos de bebidas que se veían en México en los lugares turísticos. Abandonó el grupo y se acercó. Una muchacha bajita y renegrida que no se atrevía a mirarla de frente le preguntó qué quería tomar.

– ¿Tienes tequila?

– Tequila, no. Pulque y cerveza nomás.

Bebió el pulque, denso, turbio y caliente como semen. Una oleada de calor, tan esperada, tan vivificante.

– ¿Otro pulquecito?

– ¿Cómo llegas hasta aquí? No veo ningún coche.

– Me trae mi papá todas las mañanas en furgoneta, con las botellas y todo lo que vaya a necesitar. Luego viene a recogerme.

Pensó que debía de vivir en una casita miserable, que se despertaría al alba para dar de comer a las gallinas. Sin duda forma parte de una familia numerosa. Quizá es feliz, pero quizá no, porque debe de ver la televisión y sabe cómo viven los gringos, al norte. Quizá eso la hace rebelarse contra su miserable destino y le da patadas a las gallinas, escupe en el pulque que sirve.

Mucho más reanimada, volvió junto a Susy. Ahora el guía estaba peroran do, sobre las costumbres ancestrales de los indios zapotecas y declaraba: «Yo soy zapoteca.» Se exhibía, mostraba las características raciales de su cuerpo. Las damas no sabían dónde mirar, desviaban los ojos del montículo que formaban sus genitales, tan abultado, tan prometedor. De pronto, anunció que la visita había concluido e indicó a las damas que podían ir a tomar una cerveza. Allá fueron. Paula era ya vieja amiga de la niña de los pulques y le sonrió para parecer encantadora. No era encantadora, de hecho, sabía que desde hacía tiempo empezaba a serle odiosa a todo el mundo, en todas partes. En México ocurriría igual, ya había hecho sus primeros méritos frente a la comunidad. ¿Por qué había llegado hasta aquel país? Aquella estancia no era sino una paralización en su vida. Cuando regresara a España, todo seguiría en el mismo punto en el que quedó, si es que quedó en alguno.

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