– Susy, creo que deberías volver a la colonia.
Asintió, había comprendido que en aquella mesa se apostaba por encima de sus posibilidades.
– Este señor te acompañará. -Se acercó al guía y le tocó la manga.
– ¿Y tú te quedas sola?
– Exacto. Es justo lo que quiero hacer.
Ni siquiera se volvió para verlos salir. Pidió más bebida y esta vez la paladeó a conciencia, notando cómo el alcohol se incorporaba consoladoramente a su flujo sanguíneo. Sólo había que dejarse llevar sin oponer resistencia ni pretender adelantarse a los efectos.
Una hora más tarde salió a la calle. Se miró las manos bajo las luces mortecinas. Temblaban un poco. México le regaló una nueva noche fresca, deliciosa, con jazmines trepando por las tapias y perros ladrando en la lejanía. Inició el camino de vuelta a la colonia caminando despacio. En seguida se dio cuenta de que alguien estaba siguiéndola a una cierta distancia. No aceleró ni aminoró la marcha. Una sombra quedó atisbando entre las plantas cuando ella traspasó la cancela y se adentró en los jardines de la colonia. Probablemente había corrido un cierto peligro. Tanto mejor.
El primer paso para avanzar era deforestar a machetazos. Nunca se acostumbraría a la brutalidad de ese proceso. Le fascinaba y horrorizaba al mismo tiempo. Era tanto un sacrilegio como una conquista. El olor a savia, a tallos machacados se extendía por toda la zona. Veía sudar a los peones, el torso desnudo y moreno luciendo al sol devastador. Había trabajado en muchas obras a lo largo de su vida profesional: carreteras, puentes… pero ninguna tenía el carácter primigenio y salvaje de aquélla. Todos los viejos mitos coexistían allí: la lucha entre el hombre y un terreno virgen, el progreso enriquecedor y al tiempo destructivo. La realidad era menos épica, no actuaban sino a cargo de un conjunto de empresas constructoras contratadas por el gobierno mexicano. Buscaban buenos dividendos, sin más. Ningún matiz heroico o enaltecedor, ningún idealismo cultural. No pretendían dejar la huella de ninguna civilización. Sorbió su té, era la única bebida que le daba la sensación de estar refrescándose un poco. Siempre tomaba una taza antes de salir a dar una vuelta por la obra. Controlaba cómo iba el trabajo, interrogaba a los capataces, encargados, jefes de zona. A veces solía llevar un pocillo de té en la mano, como una pequeña ayuda que transportara el mundo civilizado hasta las cortadas y movimientos de tierra de aspecto amenazador. Siempre observaba con curiosidad a los obreros mexicanos. Eran muy silenciosos, ejecutaban su trabajo con concentración y aspecto sacrificado. Nunca reían ni se gastaban bromas los unos a los otros, dando grandes voces como solían hacer los trabajadores en España. En ocasiones, tenía la impresión de que tanta calma era peligrosa, como si aquellos cuerpos esforzados fueran acumulando cansancio y sufrimiento calladamente y en un momento dado pudieran explotar. Una rebelión improbable, al fin y al cabo, eran hombres acostumbrados a la dureza de la vida, a no esperar más de lo que tenían en las manos. Quizá sólo se perdía en especulaciones, los obreros debían sentirse felices, privilegiados por haber sido contratados por una empresa que pagaba buenos sueldos. La mayor parte de ellos vivían en el campamento, pero algunos volvían a sus casas cercanas cuando acababa la jornada. Las suyas eran vidas muy simples, pautadas por las horas de sol. Trabajo y descanso. Santiago conocía bien sus viviendas, casitas perdidas en el campo, pequeñas y pobres, pero todas cubiertas por una especie de bendición bíblica: niños corriendo, gallinas que picoteaban el suelo, ropa tendida, árboles… Hacía años que envidiaba a sus obreros en España, sus vidas sencillas, exentas de cualquier complicación que no proviniera de la escasez de dinero o la incidencia de una enfermedad. A menudo, oía sus risotadas y bromas en el comedor. Los imaginaba regresando a casa el viernes, cansados. Sus esposas los aguardaban tras haber realizado un montón de tareas domésticas. Cenaban. Dormían juntos y hacían el amor. A veces se reían y otras se enfadaban. Veían televisión. No era la imagen de una vida apasionante, pero le hacía sentir deseos de seguir ese camino, vulgar aunque lleno de calma. Hubiera querido ser un campesino, tener una esposa alta y fuerte, de necesidades primarias, amante de la vida tal y como la vida es. Quince años junto a Paula arrojaban aquel resultado: fantasías escapistas hacia mundos de serenidad. Se había refugiado en el trabajo durante mucho tiempo, el trabajo es una salida idónea para muchos hombres infelices en su matrimonio. Lo había sido también para él, pero las soluciones paliativas acaban siempre como simples parches temporales, con el tiempo se despegan y dejan de nuevo la llaga al aire, quizá más purulenta y encapsulada de lo que estaba antes.
Paula. Un hombre debe tener la suficiente capacidad de autoprotección como para sentirse enamorado de una mujer el mayor tiempo posible. Se había casado por amor. Paula era fascinante, activa, inteligente, bonita. Pensó que siempre los uniría un vínculo de complicidad. Pero la mente de Paula se había revelado poco a poco como insondable. Había una sima amarga en su interior, y nada ni nadie penetraba allí. Su mujer aspiraba a algo que estaba fuera de su comprensión, fuera de la propia capacidad de ella para expresarlo. ¿El talento literario? Había planeado un montón de novelas que nunca escribió. ¿Por qué? Intentos fallidos, abandono definitivo del trabajo en medio de la historia. Jamás había consentido que él leyera nada, que nadie juzgara si de verdad estaba fracasando, si valía algo lo que hacía. Nadie sabía qué había salido de su mente ni por qué había sido tan tempranamente desechado. Paula, siempre encrespada con la vida, siempre en tránsito hacia un estado de ánimo más amargo que el anterior, siempre inquieta, vulnerable, hermética, dura.
Había intentado ayudarla, hacerse cargo de lo que pasaba en su mente, pero no se puede ayudar a quien rechaza tu mano, ni se puede poner remedio a lo que no se comprende. Pasado un tiempo, su esposa decidió dedicarse a la traducción profesional. Dominaba el ruso y el inglés. Santiago pensó que se trataba de una excelente solución, un modo quizá rápido de acabar con aquella frustración eterna que Paula parecía arrastrar tras de sí. Pero no ocurrió de esa manera. La nueva situación creativa generó en ella un nuevo sentimiento: el autodesprecio. Se volvió cínica, socarrona, inmisericorde consigo misma y con los demás. Comenzaron las discusiones, las escenas en las que él perdía la paciencia. Ella nunca gritaba, sólo lo contemplaba con aire glacial, haciéndolo soterradamente culpable de alguno de sus males, fueran los que fueran. Ni siquiera sabía ahora si los hechos que acontecieron tuvieron alguna explicación. Daba igual, fuera una vocación frustrada o cualquier otra cosa, el caso es que su vida se había ido despeñando poco a poco por la pendiente de la infelicidad. Decadencia consciente y lesiva. Dejaron de hablar. A Paula las palabras ya sólo le servían para zaherir y zaherirse. Y allí estaba él, bajo un chaparrón extraño que nadie le había anunciado y que no podía comprender. Decidió desentenderse. Lo que su mujer pudiera decir o hacer ya no le importaba. Un modo de supervivencia natural. Funcionó bien. Paula se dio cuenta de su renuncia y respetó su alejamiento. Pero las complicaciones renacieron porque por aquel entonces ella había empezado a beber. Se vio obligado a capear el temporal de sus borracheras, a disculpar las consecuencias que éstas pudieran tener. Pero la indiferencia se reveló como una arma potente, progresivamente útil para Santiago. Claro que el parche seguía malamente pegado sobre la piel, y debajo la herida supuraba. Le pareció que se había habituado a vivir en aquellas condiciones, pensando incluso que podía resistir así toda la vida. Pero de repente aparecía un inesperado destello de esperanza: Victoria. La mujer de un compañero. Absurdo. Había tenido alguna aventura, pero siempre circunscrita al sexo puntual, mecánico. No era un hombre enamoradizo ni proclive a sentir ilusiones. Siempre se había sentido autosuficiente. Y de repente la mirada de aquella mujer, una mirada de incierta esperanza. Una mujer que ya no era joven y que pertenecía a su mundo. Alguien a quien podría haber encontrado cien veces en su vida, una persona para nada novedosa: la mujer de un compañero. Y, sin embargo, los dos paseos que habían dado juntos habían desencadenado en él la voluntad de dejarse ir, de permitir que los acontecimientos fluyeran sin análisis previos. Quizá deseaba la eclosión de lo que llevaba años intentando evitar.
Читать дальше