– Yo voy a beber algo -le espetó secamente.
– Te acompañaré, si no te importa.
– Espero que no te importe a ti.
Apretó el paso y se dirigió al guía, que había empezado a marcharse.
– ¿Puede llevarnos a algún sitio donde se pueda beber buen tequila? Le pagaré por el servicio de guía.
– Sí, señora -respondió sin traslucir ninguna emoción. Había cambiado su actitud retadora de macho poderoso. El trabajo continuaba, se mostraba servicial, pero con un punto de ironía endemoniada en los ojos y la sonrisa.
Paula deseó que el lugar adonde las llevara fuera lo suficientemente lóbrego como para reponerse de tanta falsa felicidad en el día de excursión. Susy no parecía tener intención de dejarla en paz. No le importaba, se limitaría a no hacerle caso.
El bar adonde las condujo le pareció magnífico, una auténtica joya. Algo parecido a morcillas secas pendía de un gancho sobre la barra de madera vieja. Botellas alineadas contra la pared, ennegrecidas por el tiempo, licores inidentificables, de colores antinaturales. El dueño llevaba un bigotazo espeso como un seto de cipreses. Varios clientes en mesitas rodeadas de taburetes. Miradas de desconfianza. Dos mujeres extranjeras. Paula dijo al oído de Susy:
– ¿Te has fijado en el suelo? Es como un caldo de cultivo. Debe de haber bacterias aún no clasificadas por la ciencia.
Uno de los clientes era sólo piel y huesos, parecía haber estado siempre sentado en aquella banqueta, desde que nació. Pensó que todo aquello debía de estar haciendo que Susy se estremeciera de horror. Estaba bien así, que se horrorizara la pequeña americana, y que se marchara después.
El guía, para que no cupiera duda sobre su profesionalidad, se sentó apartado de ellas. Empezó a charlar con un viejo que parecía un trapo sucio. Daba la impresión de que conocía a todo el mundo. Susy lo observaba todo, a medio camino entre la curiosidad antropológica y el asco. Paula intuyó que una bajada a los infiernos podía resultar extremadamente fácil en aquel entorno. Hacía comparaciones mentales entre aquella cantina y todos los bares miserables que había frecuentado en su vida. Le preguntó a Susy:
– ¿Te parece un sitio demasiado sórdido?
– No demasiado. Hace dos años estuve con Henry en Nueva York. Hablábamos con un amigo suyo sobre los bares deprimentes de la ciudad y se ofreció a enseñarnos unos cuantos. Te aseguro que fue una experiencia terrible.
– ¿Por qué?
– No puedes imaginarte la cantidad de tipos jodidos que corren por ahí, Paula.
– Ya sabemos que hay tíos muy jodidos por el mundo. Lo realmente escalofriante es que se reúnan en un lugar creado especialmente para acogerlos.
– No creo entenderte bien.
– Da igual. Hay muchos tíos jodidos por el mundo. Habías hecho una buena constatación y basta.
Quizá Susy era tan inocente que sólo comprendía lo que había visto, experimentado. Quizá, por el contrario, era una de esas jóvenes experimentadas que existen en Estados Unidos y que conservan su inocencia aun después de haber pasado por épocas de drogas, por la pertenencia a sectas oscuras de carácter sexual. En aquel curioso harén de varios sultanes, ninguna esposa conocía la vida de las demás. No pensaba indagar en el pasado de Susy. La perspectiva de conocer en profundidad a sus compañeras de gueto le ponía los pelos de punta. Bien, por poco que Susy fuera una chica consciente y normal, en aquellos momentos debía de encontrarse un tanto mosqueada al pensar qué demonio estaban haciendo en un local como aquél y qué posibles peligros las acechaban. Ni siquiera la más inocente de las americanas puede ignorar que México es un país donde la muerte siempre está cerca. Con seguridad ha oído alguna que otra historia sobre trifulcas en bares, balazos perdidos, extranjeros que acuden a tugurios buscando emociones y no salen con vida. Claro que todos los riesgos estaban relativizados por la presencia del guía, que no podía permitirse el lujo de dejar que las asesinaran, o de asesinarlas él mismo en una súbita decisión. Justamente en aquel momento el guía se acercó y les dijo:
– Les aconsejo que tomen mezcal. Es más sabroso que el tequila, les va a gustar.
Los ojos le relucían con toda la malicia del campesino que intenta venderte huevos podridos. Perfecto, por fin aquel tipo había decidido atacar de frente y no cargar toda la munición en la mirada. No las asesinaría, pero iba a intentar emborracharlas, probablemente sin ninguna finalidad posterior, sólo para rubricar una pequeña victoria sobre ellas, extranjeras frívolas que buscan aventuras. Borrachas de mezcal en un antro. Paula conocía los efectos del mezcal, su mitología. Hombres inteligentes e instruidos devastados por ese licor, algo así como la absenta parisina. De acuerdo, mezcal, ahora serían ellas, débiles mujeres, quienes ensayarían la autodestrucción durante un rato, nada excesivo ni peligroso, justo para probar. Pensó que Susy quizá no había contado con internarse por aquellos caminos tortuosos. ¿Era injusto que la encaminara en aquella dirección? Susy no era su hija, no la había parido gracias a uno de esos deplorables adelantos de la reproducción asistida. Le daba igual que se emborrachara, que cayera al suelo sin sentido, que alguno de aquellos mugrientos parroquianos la violara cuantas veces quisiera. Tampoco actuaría de madrastra de Blancanieves, no la induciría, que bebiera si quería.
– Sí, yo probaré el mezcal -contestó alegremente. Susy se unió a la petición.
No había ninguna mística especial en la bebida, era alcohol puro. Paula se sintió bien, sólo le hubiera faltado un poco de música adecuada; pero allí no había sino una radio que funcionaba a muy bajo volumen de la que salían retazos de melodías sin identificar, quizá Frank Sinatra en su juventud. Susy apuró su vasito de un golpe. Sacudió la cabeza. Su nariz casi perfecta enrojeció un instante. Paula notó que por sus venas fluía la liberación.
Una mujer salió del interior de la cocina y limpió la barra con energía. No las miró, no miraba a nadie, la miseria se había instalado en el interior de su retina y no la dejaba ver. Tomaron otro mezcal ¿Qué hacer con Susy? Empezaba a incomodarla que se quedara allí a su lado. ¿Y qué hacer con el guía? Podía pagarle bien para que se quedara desnudo frente a ellas. Aunque quizá fuera excitante intentar que Susy se lo follara. ¿Estaría su alma preparada para esa contingencia? A lo mejor así conseguía asustarla y que no volviera a molestarla en sus paseos. Se lo preguntó:
– ¿Te apetece follarte al guía?
Naturalmente, lo tomó como una pregunta hipotética y no como algo factible.
– ¡No, gracias, no es mi tipo!
– Puedo comprarle una o dos horas de su tiempo y regalártelo. No creo que se oponga. Todo está en venta.
– No, no me apetece.
Se había tensado. Por fin había conseguido asustarla. No sabía hasta dónde era capaz de llevar Paula el juego. Mejor, descartada como compañera de andanzas antropológicas. De ninguna manera pensaba cargar con semejante rémora. Ya no era tiempo de juegos fáciles para ella. Pero la americana seguía insistiendo.
– ¿Hablabas en serio, Paula?
– Estoy segura de que no tiene enfermedades, y está muy limpio, ya lo ves.
– ¿Tú serías capaz de follar con un desconocido?
– Oye -le respondió desabridamente-, en ningún momento he dicho que yo sea una ama de casa tranquila y feliz.
La americana se ruborizó.
– Desde luego, ya lo sé. Disculpa.
– Tampoco he dicho que fuera a follármelo yo. ¿Es eso lo que habías pensado?
El nerviosismo de Susy era muy evidente.
– No sé muy bien lo que había pensado. Estoy ya un poco borracha.
Paula decidió interrumpir la conversación sin más explicaciones. Quería beber otro mezcal.
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