Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– ¿Por qué no nos lleva usted adonde tenga la ropa y así nos orientamos?

Los condujo a una especie de sótano que se abría a un fresco patio interior. Manuela se limpió el sudor y aspiró el aire reconfortante.

– Aquí se está bien.

Miró con un poco de desánimo los trajes que se alineaban, colgados, en una larga barra metálica. La mayoría eran, en efecto, trajes de mariachi. Había también vestidos folclóricos de mujer.

– ¿Y para representaciones teatrales, no tiene usted ropa de teatro?

El hombre tardó en comprender qué le estaba pidiendo. Manuela intentó explicarse mejor:

– Ya sabe, payasos, brujas, duendes… algo para que podamos disfrazarnos y entretener a los niños. O algo con lo que podamos disfrazarlos a ellos.

Se alejó cansinamente hacia un rincón de la sala donde se veía un armario desvencijado y lo abrió. Manuela se plantó en cuatro pasos a su lado y se adelantó a meter la mano en el armario. Sacó con energía un par de perchas.

– ¿Qué es esto?

– Son trajes de ángeles y demonios, señora, para cuando se hace un auto sacramental. Los hay pequeños para niños.

– Un auto sacramental. Eso lo trajimos los españoles. Aunque ahora no creo que nos sirva de mucho.

Darío intervino por primera vez:

– ¿Usted qué idea llevaba, señora Romero? Porque a lo mejor no está mal que los chavales se vistan de ángeles y demonios.

– No sé, esos críos son capaces de organizar una batalla. Además, lo encuentro un poco anticuado. Yo había pensado vestirlos a todos como en El sueño de una noche de verano, elfos, hadas y todo lo demás.

Darío se rascó el cuero cabelludo con la actitud perpleja de quien desearía que la lógica imperara sobre un mundo de absurdos y despropósitos.

– Pues no sé, la verdad, elfos… no creo que aquí vayamos a encontrar muchos.

Manuela se volvió hacia el dueño haciéndole llegar su desespero:

– ¿Y de verdad no tiene nada más?

– Tengo los esqueletos.

– ¿Los esqueletos?

– Hay tamaños para niños. Vengan, se los mostraré.

Los llevó a lo largo de un corredor y fueron a dar a una habitación donde una joven cosía, mientras escuchaba la radio. El hombre se acercó a una estantería que cubría y sacó una bolsa de plástico, la abrió. Lo que les enseñó era la clásica malla que habían visto lucir a mucha gente en el Día de Difuntos: negra y con el esqueleto humano pintado con trazos blancos.

– ¿Y dice que tiene para niños?

– Para niños de todas las medidas.

Darío la vio dudar. Era el momento de conseguir que salieran de aquel engorroso asunto. Se lanzó de modo animoso:

– Puede ser una idea estupenda. Los vestimos a todos de esqueletos y que bailen una danza macabra. A los niños les encantará.

Manuela lo miró de través:

– A los niños puede que les guste, pero a las mamas, eso de la danza macabra…

– Después de todo, estamos en México y aquí estas cosas tienen mucha tradición.

La dama sopesó las razones de su acompañante. Manoseó un rato el traje y luego, encarándose con el propietario, hizo un gesto de asentimiento.

– Está bien. Mañana le diré cuántos necesitamos, las tallas y la fecha de entrega. Espero que nos haga un buen precio. Los quiero nuevos, y no los alquilaré, sino que los compro. ¿De acuerdo?

– Sí, señora, perfectamente la entendí.

Darío suspiró para sus adentros. Bien, primer escollo superado; aunque aquello era sólo el principio. Se preguntó cuántas veces todavía tendría que preocuparse de la maldita fiesta infantil. ¡Dios, nadie sabía hasta qué punto aquel trabajo requería paciencia, hubiera preferido mil veces trabajar en el campamento! Y encima aquella noche no tendría tiempo para acercarse a tomar una copa a El Cielito, y eso que necesitaba la visita como nunca en la vida. Los niños de la colonia disfrazados de esqueletos… ¡menuda cretinez! Aunque era una idea cojonuda, ¡ojalá todos aquellos enanos mal criados se largaran bailando hasta el otro mundo. Se afianzó en su mal humor dándole una patada a una piedra.

Le había tomado un poco de miedo. Paula no iba de farol, o al menos llevaba el juego hasta el límite mismo. Y cualquier juego podía volverse extremadamente peligroso en aquel país. San Miguel era un pueblo apacible, pero nadie sabía qué guardaba en su trastienda, más allá de donde las esposas de la colonia alcanzaban a ver. A menudo se preguntaba qué guardaba a su vez la trastienda de Paula. Desde la excursión a Montalbán había estado observando sus movimientos por la colonia. Tenía una capacidad sorprendente para pasar de ser una furia provocadora a comportarse como una mujer normal. Salía poco de su casa, pero iba a veces al club o paseaba por el jardín. Saludaba a todo el mundo con gestos cordiales, incluso un tanto exagerados, pero no hablaba con nadie. Todos pensaban en su actividad de traductora de Tolstoi como el motivo que la mantenía un tanto alejada de las demás. Susy sentía curiosidad, pero la relación que había tenido con ella hasta el momento no la autorizaba a plantearle preguntas personales. Estaba segura de que le hubiera respondido mal. ¿Qué había pasado la noche en que estuvieron bebiendo en aquel bar miserable, cómo fueron los hechos desde que ella se marchó? ¿Había regresado el guía hasta el bar después de acompañarla? ¿De verdad Paula lo habría contratado para que se mostrara desnudo, se habría atrevido a acostarse con él? Estaba convencida de que no, aquello había sido una provocación más. Ni siquiera imaginaba que a Paula pudiera apetecerle tener intimidad con un tipo tan repulsivo como aquél. Claro que el tipo tenía el atractivo que proporciona justamente la repulsión. Acostarse con el guía significaba abjurar de todos los lazos culturales que te unen a la realidad, pensó. Dejarse llevar por ese camino era peligroso. En cualquier caso, había algo que no conseguía comprender: ¿por qué Paula nunca consentía en hablar con ella sobre todas aquellas cosas? Eso era justo lo que Susy hubiera deseado: hablar, extenderse en especulaciones, intercambiar pareceres y elaborar teorías. En ese campo estaba permitido ir tan lejos como se quisiera. Pero Paula no parecía dispuesta a compartir nada íntimo con ella. Quizá pretendía convertirla en una especie de compañera de correrías sin más. Sin duda sentía hacia ella un acusado desprecio intelectual, pensaba que no se encontraba a su altura, que era una americana joven y simple. Hacer todas aquellas conjeturas acabó por soliviantarla. Se estaba infravalorando a sí misma. Si le apetecía frecuentar a Paula, ¿por qué no lo hacía, a qué tantas prevenciones? ¿Acaso no era lo suficientemente madura como para largarse si Paula intentaba implicarla en alguna situación embarazosa o desagradable? Pero si se largaba, eso concitaría el juicio negativo de Paula, y era su censura irónica lo que en realidad temía. Pero como se había propuesto no estar pendiente jamás del juicio ajeno, algo que había hecho en exceso toda su vida, se levantó del sillón en el que meditaba y marcó el número de Paula. Eran las cinco de la tarde, y en la colonia no se oía ni una mosca. Paula no tardó mucho en ponerse, y su voz parecía provenir de muy lejos:

– ¿Cómo, qué dices, un té?

– Sí, ven a mi casa, Paula, hace una tarde tonta y tengo té auténtico de Ceylán.

– ¿Té auténtico de Ceylán, pero qué cono dices, te has vuelto loca?

Colgó bruscamente el auricular. Susy se quedó estupefacta. Sus temores se habían materializado. ¿Cómo continuar el contacto con ella ignorando semejante humillación? Pero el teléfono sonó en seguida y volvió a oír la voz de Paula, esta vez coloquial y tranquila:

– Oye, ¿por qué no nos tomamos mejor una cerveza en la cantina del club? Te espero dentro de diez minutos.

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