– Sí.
– Y yo estaba esperándote.
– Sí.
– Victoria, ¿no crees que deberíamos…?
Le impidió que siguiera hablando.
– Hoy no, hoy vamos a disfrutar de esta mañana de sol.
– Juntos.
– Sí.
– Pero hablaremos otro día.
– Creo que no tendremos otro remedio.
Santiago sonrió, asintiendo levemente. Sin duda la había comprendido, y se había tranquilizado. No hablarían aquella mañana, gozarían de la que quizá sería su última mañana inocente antes de adquirir un compromiso duro, doloroso, sangriento, una decisión que podía acabar en cualquier cosa, que los devastaría o los haría renacer.
Tomaron café en silencio. A Victoria, el aire le parecía un velo acariciador. Lo notaba en la piel, suave, delicioso. También oía una música que venía de lejos, y el rumor de las voces de la gente, muy bajo, muy sutil. Todos sus sentidos estaban hipersensibilizados, como si hubiera tomado alguna droga que la dotara de una percepción superior. Una vez dentro de ella, todas esas sensaciones se convertían en placer, un placer sin ansiedad, sin deseos, un placer envolvente, previo a todo, lento y prometedor.
Caminaron por San Miguel sin intercambiar ni una sola palabra. Ella percibía la figura de él a su lado, su volumen. Le llegaba el calor que emergía de su cuerpo. Aspiraba su olor con curiosidad, un olor nuevo, sólo suyo. El hecho de estar callados no le generaba ninguna violencia ni sensación de ridículo. Se sentía bien dentro de aquella burbuja intensa. Pensó que quizá era el mejor momento de su vida.
Una hora más tarde se decían adiós en los jardines de la colonia. Santiago, con la realidad de nuevo reflejada en los ojos, le dijo:
– Nos vemos el sábado que viene. A las nueve de la mañana aquí. Y entonces hablaremos.
– Hablaremos.
Se dieron un par de besos en las mejillas, ligeros pero abrasadores. Victoria caminó hacia su casa, rodeada aún de aquel vapor denso. En la cocina estaba Ramón, desayunando. Olía a café y a tostadas.
– ¿Qué tal el paseo?
– Bien.
– Supongo que nosotros no tenemos que ir esta tarde a esa fiesta infantil. No me apetece. Había pensado enjugar un partido de tenis con Adolfo y luego quedarme en casa, leyendo.
– Puedes hacerlo tranquilamente. Manuela siempre espera que vayamos todos a cualquier fiesta, pero es un poco absurdo, nosotros no tenemos niños pequeños. De todas maneras, lo mejor será que yo aparezca un rato por allí. Hago acto de presencia, tomo una copa y me marcho.
– No es mala idea. ¿Has comprado los periódicos?
– Lo siento, se me ha olvidado por completo.
– Da igual, luego me acercaré a San Miguel.
En ese momento, en el momento de confesar que había olvidado comprar los periódicos, algo que siempre solía hacer ella, un acuerdo tácito, una obligación generada por el hábito, fue cuando despertó de su ensueño, e inmediatamente comenzó a sufrir. Decir que no había recordado comprar los periódicos le sonó a ignominiosa mentira.
Vio a los primeros esqueletos que acudían al club cogidos de las manos de sus madres. Algunos eran tan diminutos que la hicieron sonreír. No había más de quince niños en la colonia, pero de repente, protagonistas vestidos de manera tan extraña, parecían más. Santiago no había querido acompañarla. Cuando insistió le había contestado con acritud. Algo inusual en su marido. Probablemente creyó que su amada esposa se excedería con la bebida también en aquella ocasión. Pero no, ella sabía muy bien cómo comportarse en una fiesta infantil. No haría sino observar. Los niños no le habían interesado jamás como tema de reflexión, eran un asunto lejano. Alguna vez Santiago había querido tener hijos, pero ella siempre se negó. Albergaba otros planes para su futuro, y cargar con niños hubiera representado un impedimento importante para conservar su libertad. Curiosamente, los suyos no eran planes concretos, pero preservaba un espacio vacío para que el esplendoroso futuro pudiera materializarse sin inconvenientes. Jamás dudó de ser una de los elegidos, alguien a quien los dioses han señalado, tocado con el dedo de la fortuna. Todo le estaba destinado: el conocimiento superior, la excelencia, la pertenencia a un grupo selecto. Se convertiría en una gran escritora. Pero siempre fue demasiado tarde, los dones no afloraron, o ella no los hizo aflorar. Los talentos eran menos de los que había creído recibir en el reparto divino, y de más baja ley. Pero aquella decepción no le aconteció estando inmersa en un ímprobo esfuerzo por hacerlos fructificar, de modo que no tenía derecho a lamentarse. Nunca perseveró, y la lluvia de obras inmortales no cayó sobre ella. Lo que más la atormentaba era que había tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que en realidad no había sido llamada a poblar el Parnaso. Una broma pesada. Pero por fin había visto la luz, por fin era capaz de decirse a sí misma que no ocurriría nada de lo que había esperado, nunca más. Había sido una imbécil, cosa difícil de remediar, una pobre crédula llena de fe en sí misma. ¡Al carajo!, pensó, no volvería a creer en nada; la única decisión prudente que había tomado en su vida. En aquel momento lo que más le apetecía era una fiesta infantil. Hermoso. Niños, y mamas y papas, y todos celebrando la dicha de pertenecer a la raza humana. Vestidos como trasgos de muerte. Perfecto, ni aunque lo hubieran intentado mil veces les habría salido un proyecto de fiesta más surreal y verdadero.
Susy llegó corriendo y comenzó a caminar a su lado.
– ¡Hola, querida! Henry vendrá más tarde. ¿Santiago no va a estar?
– No, dear Susana, los niños no son objeto de su devoción, es algo que los demás tienen y él no, por tanto, no le interesan.
– ¿No eres un poco dura con tu marido?
– Todos los hombres son así, sólo se sienten motivados por lo que pueden poseer.
– Henry quiere que tengamos hijos.
– ¿Y tú?
– Soy joven, no estaría mal, pero mi madre…
– ¿Qué pasa con tu madre?
– Por su culpa tengo mal concepto de la maternidad.
– Los americanos sois la hostia, siempre pensando en la generación anterior. Si en España hiciéramos lo mismo, el trauma sería tan general que el país quedaría paralizado.
– No entiendo por qué.
– Allí, todos los padres han sido siempre espantosos, inmemorialmente, un asco de padres, un hatajo de cabrones sin más.
Susy agitó su hermosa cabeza rubia, como dejando a Paula por imposible.
– ¿No te tomas nada en serio o sólo no me tomas en serio a mí?
– ¡Te tomo en serio, naturalmente que te tomo en serio!, lo que ocurre es que estoy preparando mi ánimo para una fiesta infantil y debo estar ligera, amena, brillante, debo estar… pueril, ¡ésa es la palabra, pueril!
Entraron en el club, donde resonaron las carcajadas de la americana, a quien Paula siempre lograba sorprender. Ya habían llegado casi todos los niños con sus padres, y, por supuesto, Manuela, la perfecta maestra de ceremonias. Miró a Paula con desconcierto. Obviamente no esperaba verla aparecer. Paula escudriñó su gesto y pudo advertir una mezcla de sorpresa y temor. Eso la alegró, su fama empezaba a precederla. Sí, debía organizar algo sonoro aunque en la fiesta no se sirviera alcohol. Sus amables compañeras de gueto comprenderían al fin que ella estaba muy por encima de los edulcorantes de la vida, era un ser en estado natural, con el corazón exudando felicidad bullanguera y juergas múltiples. Ella era una enviada del destino, un engarce de piedras preciosas en el collar de la feminidad.
– ¡Mi querida Manuela!, ¿cómo estás? Veo que has decidido ser anfitriona de tiernos infantes. ¡Bien, muy bien! Ya lo dijo Dios: dejad que los niños se acerquen a mí impunemente. Por cierto, no sé si estoy invitada a esta fiesta, yo nunca he parido.
Читать дальше