– Lo soy.
Mientras hablaban, el guía se les había acercado, sonriendo. Su dentadura blanca borraba del resto de su cara cualquier expresión.
– Señoras, ¿no necesitan un guía hoy?
Paula respondió con absoluta frialdad:
– No, hoy no.
– Voy a dejarles mi número de teléfono para que puedan llamarme cuando me necesiten. Aún quedan muchos lugares que visitar en los alrededores, muchas cosas lindas que hacer.
Les tendió una mugrienta hoja de libreta, que Paula recogió.
– Muy bien, gracias.
Se quedó un rato mirándola fijamente a los ojos. Luego salió del bar caminando despacio, exhibiendo su cuerpo fibroso. Susy tenía una expresión de pasmo pintada en la cara.
– ¿Has visto cómo nos mira, qué quiere de nosotras? Me da miedo.
– Sólo quiere ganar un poco de dinero, nada más.
– Yo no hablaría con él. Oye, Paula, ¿alguna vez has hecho lo que antes dijiste?
– ¿Qué?
– Comprarte un hombre.
– Te gustaría saberlo, ¿eh? Incluso te gustaría probarlo.
– Ni hablar.
– No te pongas tan solemne para negarlo. Creí que tu curiosidad iba un poco más allá del simple cotilleo.
– ¿Lo has hecho, sí o no?
– Aún no me has demostrado nada, querida Susy, que me permita considerarte como una de las mías. Aún no formas parte del club. Lo siento, quizá dentro de un tiempo, cuando hayas acumulado méritos suficientes.
– Eres una mujer insensible, que sólo disfruta incomodando a los demás.
– ¿Nos vamos a casa? Tengo un marido a quien cuidar. Quizá a ti te importe un carajo la felicidad de tu marido, pero yo me debo a mis obligaciones hogareñas.
– Te dejo por imposible. Iré sola paseando. Adiós.
Se levantó bruscamente y salió con paso rápido. Paula sonrió para sus adentros. ¿Se había enfadado Susy esta vez? No, por supuesto que no, no se enfadaría nunca, la tendría siempre allí, a su lado, implorando algo distinto de la aburrida vida que le había tocado vivir. Si algún día se planteaba seriamente librarse de ella, no tendría más remedio que hacerla pasar por alguna dura prueba.
Manuela era un pozo sin fondo, una organizadora sin tregua. Cuando Victoria volvió de su paseo, Ramón le dijo que estaban invitados a comer en su casa. Se alegró, prefería no quedarse sola con su marido. Manuela había contactado con una cooperante española que trabajaba en una ONG de Oaxaca. Eso también le venía bien, no estaba segura de poder soportar sin tensiones una comida convencional entre dos matrimonios. Sintió curiosidad por conocer a la cooperante, siempre la habían atraído las mujeres capaces de saltar por encima de las dificultades: misioneras, enfermeras, voluntarias… todas aquellas que eran capaces de evitar las miserias de la propia vida atendiendo las tragedias de las vidas ajenas. Sin embargo, la cooperante la desconcertó. Había imaginado tontamente a alguien en la línea de Florence Nightingale: zapatos cuadrados, cara de abnegación y un suave perfume a jabón de violetas. Pero no, se trataba de una chica de poco más de treinta años y aspecto vulgar que confesó ocuparse únicamente de tareas burocráticas. Convertía el sufrimiento de la gente en cifras y permisos.
Durante la comida les contó sobre sus actividades, les detalló la mala situación económica y social en la que se encontraba la provincia: pobreza, incultura, campesinos que apenas podían sobrevivir. La revuelta de Chiapas se había saldado sin resultados concretos y a aquella gente no le cabía otra solución más que esperar sin esperanza. A Victoria le llamó la atención su tono decidido, la resolución ajena a toda duda con la que hablaba. Por un momento la envidió: concienciada, austera como una monja, aparentemente a salvo de marejadas sentimentales, sin tiempo para pensar demasiado en sí misma. Mientras oía hablar a aquella chica, mientras se fijaba en su pelo, decididamente mal cortado, no podía dejar de preguntarse cuál sería la organización de su vida personal: ¿estaría casada?, ¿habría sufrido privaciones alguna vez? ¿Qué la habría llevado a hacer un trabajo semejante? De pronto se sintió culpable porque había perdido el hilo de sus explicaciones, como si los problemas de aquella gente le trajeran sin cuidado. ¿Qué era, un animalito doméstico siempre inmerso en la propia piel? Vivía en una parte del mundo convulsa y doliente, pero sólo se preocupaba por su pequeña esfera personal. Quizá si se implicaba en aquellas labores humanitarias fuera capaz de abortar lo que se avecinaba. Una punzada le atravesó el estómago, ¿no estaba fantaseando con una situación que ni siquiera se había planteado? Miró a su marido, atento a las palabras de la cooperante, serio y reflexivo como requería la ocasión. Ramón nunca le había dado un disgusto grave. Nunca habían discutido con acritud. Había sido un buen marido, y un buen padre, también un amante sin excesiva pasión y un hombre poco comunicativo. Todo lo profundo que hubiera pensado o sentido durante aquellos años de matrimonio había quedado en su interior.
Se trataba quizá de algo educacional: los hombres no traslucen sus sentimientos, no manifiestan sus dudas, no dejan aflorar sus sueños. Los hombres son de una pieza. Ella tampoco había sido una mujer en conflicto, ni había pedido más de él. ¿Se atrevería ahora a hacerle algún reproche que justificara su decisión de abandonarlo? ¿Iba realmente a abandonarlo? No había intercambiado ni cuatro frases con Santiago, pero daba igual, ya estaba todo dicho, todo decidido, un destino fatalista la impulsaba en aquella dirección. O al menos eso deseaba creer, como si estuviera privada de la capacidad de responsabilizarse. ¿Tendría la fuerza necesaria para traicionar a su marido? ¿Era ésa la palabra: traicionar, o estaba dejándose llevar por un montón de tópicos? Aunque la palabra fuera otra, el hecho permanecería inalterable: lo dejaría por otro hombre. Ni siquiera estaba segura de que Ramón siguiera queriéndola, ya nunca hablaban de amor. No era justo entonces que poner fin a su relación fuera considerado como una traición, si acaso una deslealtad a sus años juntos, al proyecto común que quedaría inconcluso. La cooperante continuaba contando los males de los campesinos. Aquélla sí era una buena razón para sentirse culpable: ella y sus compañeras de colonia, aisladas en aquel pequeño universo de lujo y fiestecitas ridículas, mientras que, fuera, la gente a quien de verdad pertenecía aquella tierra tenía dificultades para subsistir. Y, sin embargo, la culpabilidad que aquello despertaba en ella era mucho menos lacerante. Había sido preparada para sentir vergüenza frente al amor y el sexo; la injusticia social mordía menos el tejido de su conciencia.
Adolfo asentía, serio y grave, pero de sus eventuales comentarios se deducía que atribuía una cierta causa-efecto a las penalidades de los mexicanos. Eran unos tipos que no sabían sacudirse la indolencia, un modo práctico y superior de considerar el asunto, autoexculpatorio. Manuela lanzaba exclamaciones sonoras, como si lo que les sucedía a los habitantes de aquel país fuera algo inevitable, una especie de catástrofe natural. Y ella andaba en sus pensamientos privados. Ramón era el más callado, sólo hizo un par de preguntas justas, aplomadas, inteligentes.
Tras los postres, la cooperante se relajó y sorbió el café como si fuera un elixir de vida. Entonces Manuela le preguntó si estaba casada, si tenía hijos.
– No, y no creo que me case nunca. Este trabajo es difícil de compatibilizar, comporta demasiadas obligaciones.
– Seguro que te escandaliza un poco vernos aquí, metidas en esta colonia sin preocuparnos de nada más -dijo Victoria.
– No, ¿por qué? Vuestros maridos están haciendo un buen trabajo aquí, y vosotras los acompañáis. Es como una prolongación de vuestra vida en España.
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