– ¡Por supuesto que estás invitada, Paula! Te agradezco un montón que hayas venido. La verdad es que esto de la fiesta infantil me supera un poco.
– ¡Qué va, creo que has tenido una gran idea! Y vestirlos de esqueletos es genial, un modo simpático de enterarse de que un buen día morirán. Un memento mori, como suele decirse.
– En fin, Paula, no creo que fuera ésa la intención.
– ¿En serio?, pues a mí me parecía una ocurrencia espléndida, instructiva, profunda, algo muy propio de gente de orden.
Manuela se puso en guardia, pero intentó quitar peso a la conversación:
– Vamos, pasa de una vez, en seguida servirán la merienda.
En el ambiente flotaba una música infantil que a Paula le pareció ridícula. Observó cómo los cuerpos de los niños más pequeños estaban apretados por las mallas del disfraz, de modo que sus barrigas se notaban abultadas. Susy charlaba con las madres. Paula se percató de que no conocía a ninguna. Eran esposas de técnicos de grado medio, y en aquella organización perfectamente jerarquizada apenas si tenían relación con las mujeres de los ingenieros.
– ¡Ah!, ¿has visto eso? Pequeños esqueletos panzudos, esqueletos en perfecto estado de salud, esqueletos a quienes espera un futuro esperanzados En un primer momento, claro, porque más tarde serán esqueletos mondos de verdad. A lo mejor alguno de ellos muere joven. En cualquier caso, cuando ellos sean esqueletos tú y yo ya hará tiempo que iremos disfrazadas así.
– ¡Paula!, ¿por qué dices cosas tan terribles, por qué te gusta tanto escandalizarme?
Susy estaba frente a ella, ponía cara de sufrimiento, abría sus hermosos ojos azules de par en par.
– Sólo te provoco un pequeño escándalo falso, un escándalo coloquial. Creí que te gustaba.
– ¿A mí?, ¿cómo podría gustarme? Me da terror, me haces pensar en las cosas malas de la vida.
– ¿Sólo piensas en las cosas malas de la vida cuando alguien las saca a colación?
– ¿Qué significa «sacar a colación»?
Miró a la americana con algo cercano a la simpatía. A menudo olvidaba que no todo el mundo soporta sobre sus hombros el peso de la decepción. Hay gente que considera la vida como un don maravilloso, una oportunidad de ser feliz. Admiraba en el fondo ese modo sencillo y positivo de plantearse la existencia. Manuela, por ejemplo Manuela, una mujer madura que sin duda consideraba la vida como algo normal. Lo aceptaba todo: las etapas biológicas, los roles familiares, la organización social, el paso del tiempo. Todo tal como era. Hubiera dado ambos ojos por ser así, por despertarse todas las mañanas con la inmediatez de un animal. Pero nadie quería sus ojos.
– ¿Es que no vas a decírmelo?
– ¿Qué?
– Lo que significa «sacar a colación».
– Es una expresión española muy interesante. Significa sacar algo a la mesa para poder comérselo. Nuestra sociedad ha sido siempre una sociedad hambrienta, Susy. Igual que el frío está implícito en la historia y la literatura de los noruegos, el hambre es parte sustancial de la nuestra. Pero tú no lo entiendes porque eres americana.
– Me temo que estás mintiéndome.
– Ese es un miedo con el que tendrás que vivir mientras hables conmigo. Mira, por ahí viene un camarero cargado de cervezas, páralo. Empiezo a no poder soportar esta fiesta absurda.
Tomó un vaso y dio un trago largo, que le devolvió un poco del calor que necesitaba. Los niños habían empezado a bailar en corros. Cogidos de las manos, imitaban los movimientos amenazadores y terroríficos de los trasgos y los fantasmas. Reían, saltaban. Pensó que, practicado por niños, aquel ritual ganaba en contrapuntos inquietantes. Bombones, confeti, pastel… nada de aquello tenía que ver con ella. No era su fiesta. Desde hacía tiempo ninguna fiesta era la suya. Años atrás había tenido la sensación de que su fiesta estaba siempre celebrándose en otra parte. Era una invitada, pero no podía asistir. No sabía por qué razón. El miedo, quizá. El miedo, ¿a qué?: el miedo inconcreto a la vida, a sí misma, a la locura. ¿El miedo a la locura? La locura como frontera tangible hacia un territorio cercano, espantoso. Pero se había equivocado; su poder de autodestrucción no era tan fuerte como había creído. Durante las últimas etapas de su biografía había estado librada a sí misma, a su propia capacidad para hacerse daño, pero no se había vuelto loca, ni había caído en un abismo sin retorno. Seguía allí, más o menos normal. A lo mejor la presencia de Santiago era una protección para ella, un bastión de realidad, y por eso no se había alejado de él.
Los niños danzaban y danzaban torpemente. Algunos se habían ajustado las caretas de calavera sobre los pequeños rostros, congestionados por el calor del esfuerzo y la excitación. Las madres los observaban, orgullosas, un poco preocupadas porque la danza se desbocara y acabara en una debacle general. Pero no había cuidado, los niños sabían que estaban representando una comedia para los mayores, se adaptaban a su calidad de perros amaestrados.
Susy, ¿dónde estaba Susy? La vio, arrobada frente a las criaturas cadavéricas. ¿Cuál es el problema de Susy? ¿Tenía Susy un problema? No lo tenía. Sus problemas nacían al parecer de su pretérita madre. Cada uno tiene su problema, busca el suyo. Hay problemas que sirven para mantenerte encadenado toda la vida, frente a las olas y los vientos, te protegen, te impiden salir en tu barca y navegar. El mar es peligroso, profundo, oculto, y siempre navegas solo, sin saber si los materiales con los que está construida tu barca son resistentes o si te hundirás a los primeros embates del viento. No, mejor un problema. Paula nunca supo si estaba dotada de talento para escribir, para vivir. Ahora lo sabía. Cuando uno toma conciencia de que no se puede culpar a nadie del propio fracaso, un descanso total invade el ánimo. Ya no le importaría pasar el resto de sus días descansando. Hay quien logra esa meta: pintores fracasados que se dedican a enmarcar cuadros, músicos sin talento que componen melodías para publicidad, escritores frustrados que dan clases de literatura. Claro que existen soluciones más cómodas: dejarse arrastrar por los acontecimientos cerrando los ojos con suavidad. Por eso ha acompañado a Santiago hasta México, por eso está en la colonia, rodeada de mujeres felices y niños disfrazados de muerte.
Fue en busca de otra cerveza y descubrió que Susy la observaba con censura. Algo así como: «No irás a emborracharte ahora, ¿verdad?» Susy se preocupaba por ella, o quizá temía el espectáculo siempre embarazoso de los borrachos, que acababan incomodando a todo el mundo, privados de cualquier encanto social. Ni siquiera los borrachos célebres lo tuvieron: las cogorzas de Faulkner, las gloriosas mierdas de Hemingway, las ilustres melopeas de Fitzgerald fueron desagradables para quienes tuvieron que soportarlas. Por no hablar de las curdas femeninas, siempre con un patetismo añadido que las hacía especialmente estremecedoras. Los frágiles cuerpos de mujer entregados a la degradación. Susy.
¿Por qué se hacía llamar Susy, por qué no Susan, un nombre más digno, más hermoso. ¿Por qué la seguía Susy a todas partes, qué buscaba en ella? En el fondo pensaba que era agradable tener un testigo que se escandalizara. Transitar por la vida sin testigos era mucho más difícil, más meritorio, más doloroso también. ¿Qué podía querer Susy? La posibilidad de realizar y recibir confidencias. Las confidencias femeninas eran un clásico, pero a Paula iba a resultarle muy complicado hacer confidencias. Su esposo, el fiable Santiago, se distanciaba de ella por momentos. Esa misma mañana había salido a dar un paseo sin decirle ni una palabra, ni siquiera adiós. Claro que ella dormía en ese momento, pero unas semanas atrás se hubiera inclinado sobre la cama para saber si de verdad dormía o no. Era consciente de haber tensado en exceso la cuerda durante los últimos años, pero Santiago parecía poder soportarlo todo. Eso había llegado a irritarla. Santiago era como un Atlas que había llevado sobre sus hombros el peso de la vida en común, pero tanta capacidad para encajar golpes sólo podía deberse a la indiferencia. Santiago ya no sentía por ella sino indiferencia. Obvio. Probablemente la decisión de trabajar en México había sido un intento para huir de ella. Pero ella había anulado las posibilidades de esa huida, siguiéndolo. Intento pifiado. ¡Pobre Santiago! Habían aguantado juntos mucho tiempo, todo el tiempo, habían aguantado incluso más allá del tiempo. La longevidad conyugal parecía ser un activo importante. Pequeñez humana. Susy tendría probablemente un par de maridos a lo largo de su vida, quizá incluso tres, el optimismo de los americanos es llamativo.
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