– ¿Quejarse?
– ¡No!; es bueno darse cuenta de que tu marido está junto a ti pero anda pensando en sus asuntos. Esa manera de hacer demuestra por lo menos tres cosas: una, que contigo está relajado. Dos, que tiene algo importante en lo que pensar, y tres, que tu voz le parece familiar y cercana.
– Es una teoría un poco forzada.
– Pero original, reconócelo.
– No vayas contándosela a nuestros maridos, les darás argumentos para seguir sin escuchar.
– ¡Seguro que el marido de Paula se lleva un sobresalto cada vez que ella abre la boca! Debe de temer que diga algo desagradable, que empiece una bronca o que le haga una confesión de esas que es mejor no saber.
– Manuela, ya hace más de un año que estamos aquí, pero aún no he olvidado algo que me dijiste al poco de llegar. Dijiste que para que la vida en una colonia de esposas resulte tranquila es básico no cotillear.
– ¡No estaba cotilleando, a cualquier cosa le llamas cotillear!… Sólo digo que esa chica puede crear problemas.
– ¡Bah, sólo es un poco diferente!
– ¿Un poco diferente? El otro día le propuse que nos diera una charla sobre Tolstoi. Prometió que lo pensaría. A la mañana siguiente se presentó diciendo que aceptaba, piensa hablarnos sobre una costumbre del escritor muy poco conocida. ¿Te imaginas cuál?: practicaba la masturbación de forma compulsiva; ahí tienes el tema que ha escogido. ¿Un poco diferente? Creo que está completamente desquiciada y, además, seguro que ni siquiera es verdad esa historia de la masturbación. Ahora no sé si programar la charla o no, porque la creo capaz de cualquier cosa, sobre todo si antes se ha tomado un par de whiskies.
– Es un tema original. Creí que valorabas lo original.
– ¡Ay, Victoria, basta ya, hoy no paras de llevarme la contraria! Vamos a tomar un refresco al club, estoy seca.
¿Por qué una mujer tan poco convencional como Paula estaba casada con un hombre tan impávido, tan prudente, tan callado? Quizá sólo alguien así era capaz de vivir con una mujer de ese tipo. Pero ¿de qué tipo? ¿Sólo porque se tomara unas copas iba a considerarla como una especie de monstruo? Pensó que el mayor inconveniente que tenía una convivencia tan estrecha como la de la colonia era que podías acabar asumiendo los prejuicios ajenos sin apenas enterarte.
Manuela había iniciado la marcha hacia el club. Mientras cruzaban los jardines, la miró de reojo, volvía a canturrear. La conversación anterior estaba olvidada.
Los viernes, cuando él llegaba de la obra, les gustaba cenar solos en casa. No iban al club, ni invitaban a cenar a otros residentes, los dos solos en la amplia y agradable mesa de la cocina. Apenas llevaban dos años casados y a Susy le gustaba exhibirse un poco como cocinera. Aquella noche había preparado un buen guisado de carne con chile. Ambos eran amantes de la cocina mexicana, y ella iba perfeccionando poco a poco sus habilidades. Hacia las cinco de la tarde empezó a ponerse nerviosa. Siempre le ocurría lo mismo, tenía tantas ganas de verlo, de estar con él, que se excitaba y el tiempo le parecía muy lento. Solía caer en el extraño temor de que no recordaría la cara de su marido si dejaba de verlo. Imposible reseguir mentalmente sus facciones, se quedaba en blanco. Para conseguir representarse su imagen mentalmente debía recurrir a escenas concretas que hubieran sucedido. Sólo así volvía a ver su cara. Ese proceso la desazonaba y únicamente lograba tranquilizarse cuando lo tenía de nuevo delante. Entonces reconocía con placer su rostro, el brillo de sus ojos, y estaba segura de no olvidarlo de nuevo. Pero entonces surgían otras complicaciones. Debía hablar con él, escucharlo, moverse, y todo eso se le antojaba difícil, como si hubiera perdido la costumbre de convivir con alguien. En ocasiones hubiera preferido que Henry se quedara quieto, congelado en la imagen que por fin había reencontrado. Incluso él lo había notado, y alguna vez le había dicho: «Parece que te molesto.» Pero no era así en absoluto, sólo necesitaba un tiempo para darse cuenta de que estaba con él en realidad, y no con el recuerdo que tanto había añorado durante toda la semana.
Susy deshizo la bolsa de viaje de su marido mientras él se daba una ducha. Llevó la ropa sucia al cuarto de lavar y la tiró al suelo. Había convenido con su asistenta que los fines de semana podía prescindir de sus servicios. A la chica no le hizo ninguna gracia esa libertad para regresar con su familia a San Miguel, pero no tuvo más remedio que aceptar. Susy imaginó que tenía buenas razones para considerar que dos días libres y pagados no eran un privilegio. Probablemente vivía en una casa pobre e incómoda donde debía compartir habitación con varios hermanos. Pero Susy no quería preocuparse por eso. Era una mujer impresionable, con tendencia a que los problemas ajenos la afectaran sobremanera. Antes de llegar a México se había hecho a sí misma la promesa de que lucharía para no dejarse influenciar por las situaciones sociales desfavorables que sin duda vería. Al descubrir cómo estaba organizada la vida en la colonia comprendió en seguida que se encontraría bastante a salvo del mundo exterior. Más tarde comprobó con alivio que los mexicanos que podía ver en sus salidas de la colonia no tenían aspecto miserable. Iban limpios y no parecían pasar hambre. Lo demás no quería saberlo.
En aquella parte de México, los atardeceres eran suaves y frescos; la luz, magnífica. Después de aquella paz quizá no volvería nunca a acostumbrarse a vivir en Nueva York. En ocasiones fantaseaba con la idea de instalarse definitivamente en México con Henry. Era una posibilidad para nada descabellada. Cuando acabaran de construir la presa, un retén de técnicos debería permanecer allí para ayudar en la explotación. Probablemente unos seis años. Todo radicaba en que Henry se ofreciera voluntario. Después reflexionaba y se daba cuenta de que, si la colonia desaparecía, su hábitat real dejaría de existir, y entonces, ¿cómo se las apañaría viviendo sola en San Miguel, con quién hablaría mientras su marido estaba trabajando? Por otra parte, renunciar de por vida a su país y a su gente era absurdo. Pero estaba convencida de que sería duro decir adiós a aquel pequeño oasis familiar donde todo estaba estipulado, donde no había que pensar demasiado, donde se encontraba fuera del alcance de su madre, de sus visitas intempestivas y sus angustiantes llamadas telefónicas. Aquélla era sin duda la mayor ventaja, sentirse libre de ella, saber que las separaban muchos kilómetros. Su madre, llena de conflictos sentimentales, de frustraciones, adicta a las medicaciones psiquiátricas, cualesquiera que fueran, siempre deseosa de gustar, de llamar la atención… Su madre nunca la había preservado de su complejo y fracasado mundo adulto. Ella hubiera deseado que la dejara fuera de él, aun cuando hubiera sido necesario ocultarle cosas, mentirle. Con toda seguridad, había madres de vida problemática que habían procurado mantener a sus hijos al abrigo de los malos momentos. Pero no era su caso. Como ella misma decía, la había tratado «más como a una auténtica amiga que como a una hija». Y eso significaba que no le habían sido ahorradas las consecuencias de sus matrimonios fallidos, ni de sus crisis nerviosas, ni de su miedo neurótico a perder atractivo, a envejecer, a quedarse sola. ¡Si al menos hubiera tenido hermanos que la hubieran ayudado a llevar aquel peso, si su padre no hubiera muerto dos años después de su divorcio! Pero no, nadie militaba en sus filas. Toda la vida frente a frente con aquella mujer que era su madre pero a quien detestaba. Le había hecho daño, se lo hacía aún, y sin embargo era incapaz de rebelarse contra ella, plantarle cara, exigirle que la dejara tranquila. Por eso sentía su estancia en México como una huida, aunque era consciente de que se trataba de una solución temporal, ya que no se veía con arrestos para atentar la definitiva: no volver a verla más.
Читать дальше