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Alicia Bartlett: Días de amor y engaños

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Alicia Bartlett Días de amor y engaños

Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Había llegado un mes atrás, protestando por el cansancio del viaje, y había procurado relacionarse lo menos posible con el resto. Su esposo era amable y apuesto, pero tan impenetrable como ella. La curiosidad le había hecho preguntarle a Ramón cómo se comportaba él en la obra con los otros ingenieros, y él le había respondido que demostraba un espíritu abierto y colaborador, una gran profesionalidad.

– De modo que él sí se relaciona con todo el mundo.

– Sí, claro.

Lo observó sin considerar significativa aquella contestación. Su marido o, mejor dicho, los hombres en general no suelen especular sobre el carácter de sus compañeros de trabajo. Las apreciaciones que hacen sobre ellos están teñidas de sentido práctico, desprecian por completo el matiz personal. «Las mujeres queremos saber siempre más sobre la gente», pensó. Como en el pequeño mundo de la colonia las mujeres constituían el elemento pasivo, tenían tiempo para pensar, para perderse en conjeturas sobre las vidas ajenas, para dejarse mecer por la curiosidad. Se sintió mal después de constatar aquello, y no por primera vez. Había obtenido una excedencia que le permitía abandonar durante cinco años su puesto de profesora en la universidad y se había jurado que nunca, nunca durante aquel tiempo, se haría reproches sobre su inactividad transitoria. Había meditado bien la decisión de acompañar a Ramón hasta México, no fue algo imprevisto o apresurado. Quería vivir esa experiencia, olvidarse temporalmente de sus clases, de las obligaciones cotidianas, de la ciudad mil veces transitada. Pero no era una mujer impulsiva ni con tendencia a idealizar las situaciones que el futuro prometía. Cuando se enfrentó a la idea de vivir un tiempo en México nunca pensó en despertares frescos oyendo rasgueo de guitarras desde la cama blanca, ni en perfume de nardos en claustros de antiguos conventos españoles. Y, sin embargo, México había resultado ser así. Todo le parecía hermoso, especial, casi mágico. La colonia, con sus amplias casas individuales, los recoletos jardines personales, el bello jardín general, lleno de flores y silencio, era casi el lugar ideal para vivir. Siempre que lograras olvidar que, alrededor de aquella especie de campus paradisíaco, se erguía una tapia muy alta, coronada por una alambrada, y varios guardas bien armados vigilaban la puerta de acceso al recinto. En cualquier caso, podían salir, caminar libremente por las zonas colindantes y llegar hasta el cercano San Miguel. Ella se había propuesto hacerlo todas las mañanas, siempre a pie. Visitaba el mercado, entraba en alguna iglesia, paseaba sin rumbo por los barrios céntricos de casitas bajas, tomaba una cerveza en la plaza del ayuntamiento… Repetir esa rutina más o menos variable le causaba un enorme placer. Se mezclaba con la gente, observaba a los indios que bajaban de las montañas para vender… A ella nunca la miraban, por muy distinta que pudiera ser su apariencia de la de los habitantes del lugar. Durante el año que llevaban allí había hecho esfuerzos porque una parte de su tiempo fuera autónomo de la vida en la colonia. En la colonia todo era demasiado fácil. La familia de cada uno de los técnicos tenía asignada una chica de servicio que se ocupaba de todo: limpiar, comprar comida, cocinar… Pero ella se obstinaba en realizar pequeños trabajos domésticos por sí misma. Sobre todo al principio, no podía soportar que alguien tuviera a su cargo la organización cotidiana. Le resultaba violento que, si pretendía prepararse un té a media tarde, en seguida apareciera Clarita y le quitara los enseres de las manos para continuar ella con la labor. Vivían con holgura en Madrid, pero nunca, jamás, se le hubiera ocurrido contratar a una criada fija que, como una sombra, estuviera siempre dispuesta a anticiparse a sus deseos.

A pesar de aquellos meritorios intentos de independencia y reafirmación personal, aquella mañana comprendió que el medio, aquel coto cerrado y feliz, estaba influenciando irremisiblemente su manera de obrar. ¿Cuándo antes se hubiera permitido a sí misma atisbar por la ventana lo que una vecina hacía o dejaba de hacer? Se sentía un poco avergonzada, pero había algo en Paula que excitaba su curiosidad: el aire ausente y, sin embargo, la fiereza de su expresión… Le habían dicho que era traductora literaria. Imaginó que sería una traductora tan rebelde e independiente que traicionaría voluntariamente los textos de los autores sobre los que trabajaba. Se le antojaba que debía de sentir tentaciones de hacerlo, si no de perpetrar grandes alteraciones, sí al menos introducir alguna pequeña aportación propia, al menos una frase, una idea. Si hubiera sido profesora de literatura en vez de serlo de química, hubiera tenido la excusa perfecta para presentarse ante Paula dispuesta a charlar de temas literarios con ella, pero carecía de una coartada plausible, y para abordarla de modo más personal, no se veía con ánimos de prepararle un pastel de bienvenida como había hecho Susy.

Susy, la pobre, tan joven, tan hermosa, tan encantadora, tan americana en el fondo. Con toda seguridad se aburría allí, incluso más de lo que había previsto. Solía poner los ojos en blanco ante todo lo que fuera típico, auténticamente mexicano, como ella decía. Pero los motivos de éxtasis iban escaseando a medida que transcurrían los meses. En realidad, a todos los habitantes de la colonia les sucedía lo mismo, con matices de intensidad. Por eso la llegada de Paula y Santiago había despertado expectativas de novedad, alguien en quien reparar, una fuente de conversaciones, de conjeturas, descubrimientos y, a qué negarlo, también de cotilleo. Sintió un ramalazo de censura hacia sí misma. Si continuaba por aquel camino de banalización progresiva, pronto se encontraría espiando qué ocurría en las casas ajenas, como si toda la colonia fuera un gigantesco peep-show. Decidió hacer inmediatamente algo real, práctico y honesto. Salió a su parcela de jardín y se puso a regar las plantas.

Manuela pensó que era una buena idea regar el jardín cuando, desde su terraza, descubrió a Victoria haciéndolo. Aunque, considerándolo desde el punto de vista de la utilidad, ¿para qué serviría? Todas las plantas que había traído desde España se habían marchitado a las pocas semanas de estar allí. Era un clima demasiado seco, el de San Miguel. Adolfo se había puesto como una fiera al descubrir las macetas entre los trastos de la mudanza. Pasaba que en cada uno de sus traslados ella se empeñara en cargar con cosas innecesarias, como una lámpara a la que tenía especial cariño, o mantelerías de hilo para las celebraciones, pero plantas… «Joder, Manuela… -le había dicho-, transportar plantas a México es como llevarse saquitos de arena al Sahara!» Pero había transigido, naturalmente, y hasta se preocupó de que los operarios fueran especialmente cuidadosos al cargarlas y descargarlas. Un altercado sin importancia. Si hubiera tenido que tomarse en serio todos los aparentes enfados de su marido durante los treinta y cinco años que llevaban casados… pero debía reconocer que Adolfo era un encanto, un encanto que tenía a veces un poco de mal genio, pero un encanto. Claro que ella no le andaba a la zaga. ¿No era ella otro encanto para su esposo, no lo trataba como a un rey? ¿No había educado a sus hijos con sabiduría y total dedicación? ¿Y la organización de la casa? Pocas mujeres podían afirmar que sus casas familiares funcionaran al unísono como un alegre balneario y como un severo cuartel. Y muy pocas lo hubieran acompañado en una estancia de al menos tres años en un país extranjero, tan lejano. Sobre todo con tantas cosas como ella tenía que hacer en España. Cuando Adolfo se lo planteó, en un primer momento tuvo la tentación de decirle que se fuera solo, pero luego lo pensó mejor, y se dio cuenta de que, estando ya los hijos emancipados, su auténtico lugar estaba junto al esposo. También en San Miguel tenía muchas cosas que hacer: atender las necesidades de su marido, visitar nuevos lugares, echar una mano en las actividades de la colonia, no en balde era la mujer del jefe. También tenía que bregar con Blanca Azucena. ¿Cómo una chica de servicio podía ser tan torpe? Porque no era una verdadera chica de servicio, naturalmente. Ningún oficio se improvisa, por muy humilde que parezca. A aquella joven, morena y apocada, la habían sacado de una casucha miserable para ir a servir a la colonia. ¡Tenía diez hermanos! Sus padres habían cometido la inconsciencia de traer once hijos al mundo cuando apenas si tenían para darles de comer. Ella había ido enseñando a la chica poco a poco, con paciencia infinita. Ahora hacía el trabajo mejor, pero sólo un poco mejor. Cuando la presa estuviera acabada, los técnicos regresaran a sus países de origen y la colonia se deshiciera, Blanca Azucena habría aprendido cómo limpiar y organizar una casa, y cómo comportarse también. Lo malo entonces sería encontrarle un puesto de trabajo. Las familias ricas de San Miguel ya tenían mucho servicio. Hablaría con el cónsul de Oaxaca, o con Enriqueta, la mujer del cónsul. Un salario fijo en la familia de aquella pobre significaba mucho, con todos aquellos hermanos y un padre que cogía más de una borrachera de mezcal. Hablaría con el cónsul para recomendarla, lo haría, sí. Finalmente sentía una obligación hacia los habitantes de aquel país, aunque ellos mismos fueran incapaces de salir de la miseria por sus medios. Sacó su voluminosa agenda de mesa y lo apuntó: «Recomendar a Blanca Azucena», aunque probablemente aún era pronto para dirigirse al cónsul, o no; si empezaba ahora a darle la lata con ese tema, tenía cierta probabilidad de que le hiciera caso dos años después.

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