Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– Victoria, ¿a ti te gusta ser mujer?

Victoria se echó a reír. No comprendía adonde quería ir a parar la americana. ¿Se habría enterado de algo?

– Es una pregunta que nunca me hago, Susy, ¡soy una mujer!; en cualquier caso, siempre es preferible a ser, por ejemplo… ¡un caracol!

Susy sonrió. Estaba decepcionada. Definitivamente, Victoria era una mujer muy convencional. Y, sin embargo, habían hablado otras muchas veces y nunca le había parecido tan aburrida. ¿Por qué ahora sentía la necesidad de que alguien le manifestara originalidad, puntos de vista diferentes sobre la vida? La llegada de Paula la había hecho cambiar, la llegada de Paula lo había cambiado todo en la colonia, pero no era capaz de saber por qué.

Lo que más le fastidiaba de las fiestas era que, después de haber tenido que organizar todos los detalles, lo obligaran a asistir. Tampoco se había atrevido nunca a manifestar su deseo de mantenerse al margen, imposible descolgarse con una pretensión semejante, lo hubieran tomado a mal. Aunque, finalmente, ¿de qué se quejaba? No podía decir que su trabajo fuera duro, ni que su estancia en México estuviera resultándole pesada. Sin embargo, cada día se encontraba de peor humor, más pesimista, menos amable consigo mismo y con los demás. Él siempre había sido lo que suele denominarse un chico alegre, alguien con una capacidad más demostrada para ponerse el mundo por montera. Y, sin embargo, ahora se comportaba como una eterna víctima. No podía seguir así, no existían motivos para el bajón de ánimo que lo atenazaba. ¿Le ocurría algo malo de verdad? En absoluto. Tenía un trabajo muy bien pagado, disfrutaba de bastante libertad, lo pasaba bomba con las chicas de El Cielito, ¡ah, y estaba Yolanda, por supuesto, una novia estupenda! ¿Entonces? ¿Que debía aguantar a las esposas cuando se ponían un poco pelmazas? ¡No era para tanto! ¿Que ahora se veía convertido en Celestino de asuntos amorosos?… La verdad era que eso lo tenía un poco desazonado. Era increíble comprobar cómo los líos de amor, de sexo o de lo que fuera se prolongaban al parecer durante toda la vida sin importar la edad. Al fin y al cabo, el ingeniero ya era mayorcito, tenía una esposa, un nivel de vida envidiable, ¿qué lo impulsaba a meterse entonces en dibujos sentimentales? Él había creído que, una vez casado y con la vida solucionada, los asuntos de cama perdían interés. Pues bien, estaba en un error. Quizá nunca dejaba uno de verse aguijoneado por el temible punzón en las entrañas. Fuera como fuese, no tenía más remedio que afrontar la realidad, hacer de tripas corazón y realizar sus cometidos profesionales con más ímpetu. De lo contrario, acabaría en un psiquiátrico, y un psiquiátrico en México no debía de ser el lugar ideal.

Era el ayuntamiento de San Miguel el que celebraba la guelaguetza en honor de los ingenieros y sus familias. Tenía una cita con Berto Méndez, un concejal con el que ya se había entrevistado en alguna ocasión. Se trataba de un individuo bastante irritante que tardaba una eternidad en hacer cualquier cosa, incluso era calmoso para hablar. Mala perspectiva, porque albergaba la esperanza de poder fugarse pronto.

Berto le mostró la iglesia donde se celebraría la guelaguetza. Se encontraba a las afueras de San Miguel y estaba completamente destruida, sólo se conservaban algunas paredes que mantenían el techo en pie.

– En cuanto a la seguridad, Darío, ya ve usted que aquí no es fácil que haya ningún secuestro.

– Pero si está casi al aire libre.

– Justamente, a cualquiera que quisiera acercarse se lo vería llegar. Pondremos guardias en todos los laterales y unos cuantos en el camino. Allí estará el escenario con la orquesta. Los grupos de baile actuarán en aquella zona despejada y luego irán moviéndose entre las mesas de los invitados.

– ¿Entre las mesas?

– Tienen que sacar a algunos invitados a bailar con ellos; es lo que se hace en las guelaguetzas.

– ¿Y eso es seguro?

– Pues claro, los danzantes no van a llevar una arma escondida entre las ropas.

– ¿Los guardias van armados?

– Pues claro. Yo también llevaré una arma, y si quiere le busco una para usted.

– ¿Eso está autorizado?

– Portar armas no es legal en México.

– ¿Entonces?

– Lo que no es legal no es legal. Pero una arma pequeñita nomás…

Se extendió sobre calibres y modelos mientras Darío miraba nerviosamente el reloj.

– Yo no quiero llevar ninguna pistola. Espero que no sea necesario, además.

– Bien, entonces tiene que acompañarme a mi despacho para firmar un documento conforme está de acuerdo con nuestras medidas de seguridad.

– Pero ahora tengo un poco de prisa, quizá otro día.

– No, lo siento, ese documento nos hace mucha falta. Ya le dije que en México lo que no es legal no es legal.

Había menospreciado la capacidad de insistencia de Berto y no podía desairarlo sin más. Al fin y al cabo, las labores diplomáticas recaían en él cuando no estaba el jefe, y sus órdenes eran tajantes: a las autoridades mexicanas, por muy escaso rango que tuvieran, había que atenderlas siempre con el mayor interés. De modo que fue al ayuntamiento, subió, firmó y escuchó las explicaciones morosas del campanudo mexicano. Cumplió con la legalidad, con la diplomacia y, encima, tuvo que tomar una cerveza para sellar el acuerdo según la costumbre local. Todo aquello le hizo acumular un retraso con el que no había contado, y pensó que llegaría irremediablemente tarde a su cita.

Cogió su todoterreno y lo hizo volar. Se había fiado de las descripciones que las chicas le habían hecho de sus casas para escoger una; pero no las tenía todas consigo. Para cualquiera de ellas, todas de familias humildes, alquilar una habitación significaba una entrada extra de dinero que les venía muy bien. Podían estar exagerando las buenas condiciones de su vivienda. En ese aspecto, Rosita le había parecido la más veraz. Ninguna de las chicas vivía sola, sino en familias casi siempre numerosas que se prolongaban en tíos y primos. Sin embargo, Rosita sólo tenía tres hermanos varones que trabajaban en el campo de sol a sol, una garantía de silencio y discreción. Su «ranchito» constaba de varias estancias y una amplia parte trasera con salida directa al exterior. De ese modo, el ingeniero y su misteriosa amante podrían acceder y salir sin encontrarse con nadie.

Le costó un poco encontrar el lugar, mejor, menos probabilidades de ser vistos. Rosita estaba esperándolo en la puerta. Se trataba de una de aquellas casas indistinguibles entre sí que abundaban en la zona: gruesos muros de mampostería medio derruidos en algunas esquinas. Los restos de capas de pintura en diversos colores demostraban que, de año en año, alguien se había ocupado de intentar frenar la decadencia exterior sin excesivos resultados. Por el patio, varias gallinas picoteaban la tierra, y un par de cerdos negruzcos gruñían, malhumorados. Rosita le sonrió:

– Hola, mi amor, pensé que ya no ibas a venir.

– He ido atareado de un lado a otro. Me duele la cabeza.

– ¡Pobrecito, mi niño! Eso te lo arreglo yo con un masajito.

– Déjate de masajitos. No liemos las cosas que tengo prisa. Enséñame la habitación.

Lo condujo, rodeando la casa, hasta otro patio trasero. Comprobó que se podía llegar en coche hasta casi la misma puerta y dejarlo aparcado en un rincón poco visible.

– Tus hermanos no estarán, pero ¿quién más vive en la casa?

– Mi mamá y mi abuelita.

– ¡Demasiada gente!

– No las voy a botar de su propia casa. Pero no pasa nada porque estén; ellas andan ocupadas en sus tareas, y ni las verán.

– Asegúrate de eso. ¿Y los cerdos?

– ¿También te molestan los chanchos?

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