Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– ¡Mujer, no son muy románticos! Dan sensación de suciedad.

– ¡Ah, no; eso sí que no! Estos chanchos son limpios como el oro y no se van a ir a ninguna parte. Bien que mi mamá y mi abuelita se queden en la cocina, pero los chanchitos tienen libertad para ir donde quieran.

– ¿No los matáis?

– ¡Cómo los íbamos a matar! Yo los conozco desde hace años. Crecieron aquí. Guardan la propiedad y hacen mucha compañía.

Darío la miró, incrédulo, y agitó la cabeza. Aquellos mexicanos estaban todos un poco pirados. Visitaron la habitación, que le pareció correcta para el lugar donde estaban: paredes rugosas pintadas de verde, una ventana tapada con gruesas cortinas de colores, la cama, una mesa y dos sillas… como única ornamentación se veía un ahumado cuadro de la Virgen de Guadalupe pendiendo junto a la puerta. Darío lo observó con intención crítica.

– ¿Te parece que este cuadro es adecuado? -preguntó señalándolo.

– ¿Y por qué no?

– Ya te imaginas qué uso le van a dar a esta habitación los que la alquilan.

– ¿Tú viniste hoy para hacerme ofensas? Primero te molestaban mis familiares, luego los chanchos y ahora la Virgen. Pues esta Virgen no les puede hacer ningún mal; a lo mejor los protege.

– De acuerdo, no me marees. Si el cuadro los pone nerviosos, que le den la vuelta. Toma, aquí tienes dos mensualidades adelantadas. Cuéntalo.

– No lo voy a contar. Yo me fío y nunca te ofendo.

– Bueno, pichona mía, tampoco ahora vamos a enfadarnos tú y yo por una tontería.

La hermosa mexicana le dejó admirar la sonrisa de sus dientes blanquísimos. Lo abrazó, zalamera.

– Anda, ven, vamos a ver si la cama está buena para este huésped que me trajiste.

– ¿Con tu madre y tu abuela en la casa? ¡Ni loco!

– Están muy lejos de aquí. Además, a ellas no les importa, ya les conté que eres una buena persona. Anda, ven.

Le mordisqueó con habilidad el lóbulo de la oreja, lo chupeteó suavemente, como si fuera un caramelo. Darío sintió cómo un escalofrío ralentizado descendía por su espina dorsal. Soltó un leve gemido. Luego, antes de entregarse por completo, se reprochó su debilidad, que le haría volver a la colonia en una enloquecida carrera contra el tiempo.

Hacía mucho que follar no le apetecía. Si Santiago tenía o no amantes era algo que prefería no averiguar. Las tendría, por qué no. Hacía casi un año que apenas la tocaba. Habían hecho el amor alguna vez, pero ella no había sentido nada, y tampoco se había esforzado por aparentar que lo sentía. El sexo era un juguete que había perdido sus atractivos. ¿Cómo seguir entusiasmándose con un artilugio del que conoces a la perfección todos los resortes? Podría haber buscado otros hombres, probado alguna perversión, pero no le apeteció, demasiado trabajo. Se miró en el espejo del lavabo y se dedicó una sonrisa despreciativa. En cualquier caso, uno de los elementos inevitables para follar era ella misma, y ya no se gustaba. También conocía en exceso su cuerpo, sabía de memoria el mecanismo, el crujido de las válvulas y el chirrido de los tornillos. El cuerpo femenino en general le producía un horror creciente, aunque fuera joven y bello. Le desagradaban los muslos, el vientre, la ridícula parafernalia de las tetas. Era algo sin la menor nobleza, sin ninguna armonía. Parecía haber sido esculpido con materiales sencillos y baratos: arcilla, cuerda, paja. Pura labor de artesanía, botijos destinados a ser rellenados de leche alimenticia, cómodos cestos panzudos para contener fetos. Un cuerpo destinado a utilidades domésticas. Durante una temporada había intentado asistir a un gimnasio, pero tuvo que dejarlo, no soportaba ver a tantas mujeres desnudas en los vestuarios. Sufría continuos impactos visuales cuando topaba con ellas en la ducha. Daba igual qué edad tuvieran; lo ofensivo de su desnudez no era la decadencia, sino la estructura, la materia. Siempre había deseado ser un hombre, pero sin la brutalidad y la simpleza que un hombre posee. Hubiera querido pertenecer a un tercer sexo. Un sexo con sólo atributos mentales, fraguado con ideas difusas e irrealizables. Allí habría encontrado un lugar. Hubiera ambicionado que algún asunto, quizá la literatura, la mantuviera tan pendiente del trabajo que le impidiera pensar en sí misma. ¿Existía ese paroxismo de dedicación a una causa? Sin duda; algunos científicos consagran su vida a una molécula. Año tras año, la persiguen y se olvidan de comer, de dormir. Esa puta molécula, inclemente y esquiva, los mantiene a salvo del mundo real, de los deseos, del deseo, del cuerpo, de los cuerpos, de las desviaciones de su mente. Viven felices en su burbuja de ansia por saber.

Se necesitaban demasiadas cosas para escribir buenos libros, pensó: inteligencia, cultura, conocimientos técnicos, talento, inspiración, voluntad, pasión, y disposición para llegar hasta el borde de uno mismo y de sus obsesiones. Se necesitaba ser valiente hasta dejarse la piel, hasta entregarse por completo en aras de una maldita religión de la que ni siquiera nos han sido revelados los principios. Sólo entonces se olvidaba uno del cuerpo y de sus estúpidas necesidades.

A menudo escuchaba las sonatas de Beethoven, los conciertos para piano. A veces acompañaba la audición con un poco de alcohol, el justo para que la percepción de los sentidos fuera la adecuada. Ponía el volumen de la música a toda potencia. Escuchaba. Aquello era lo que deseaba para sí, tener aquel chorro de fuerza creadora, aquel vendaval, aquella pasión. Arrancar de sí misma materiales preciosos como aquéllos, poder desangrar las vísceras de lo humano en un río desbocado, en una ola arrasadora. Nunca había deseado nada con una fuerza tan violenta. Ante aquella grandeza todo se volvía pálido: el amor, los hijos, la paz de lo cotidiano, las puestas de sol. Pero no había aparecido el talento con el que se articula algo así. Las palabras no llegaron, no vinieron, no se presentaron reconocibles o enmascaradas. Y no sabía conformarse con las pequeñeces que salían de su pluma. ¡Dios, había sido víctima de la más despiadada crueldad! Podía reconocer la cima hasta donde quería ascender, notar incluso el aire puro de la cúspide, el frío intenso y turbador que casi te impide respirar, pero se veía clavada en la pendiente, sin ánimos siquiera para subir un paso. Lo hubiera dado todo por estar al menos unos instantes en aquella máxima elevación, allí donde explotan los pulmones de dicha creativa. Lo hubiera dado todo. De hecho, todo lo había dado, a cambio de nada.

Hacía una de esas deliciosas noches mexicanas que elevan el ánimo: cielo estrellado, aire acariciante y olor a flores. La iglesia semiderruida estaba llena de luces que le daban un aspecto esplendoroso. Grandes ramos de gardenias habían sido colocados en los laterales del escenario, y sobre las enormes mesas redondas de manteles blancos había velas encendidas. Ramón empezó a tararear la música que sonaba en el ambiente mientras se acercaban. Ella casi no podía respirar porque sabía que iba a verlo y no estaba segura de poder guardar la compostura. En seguida lo descubrió entre la gente: alto, bronceado, los ojos azules, las espaldas anchas. Se percató entonces de que era guapo, pero ¿qué sentido tenía que fuera o no un hombre atractivo? Lo quería, lo quería desesperadamente, hubiera corrido hasta donde se encontraba sólo para estar a su lado, para quedarse allí sin hablar, notando el calor de su cuerpo. Ni siquiera lo deseaba, se conformaba con verlo, estar con él, sentir que compartían el mismo espacio y que el mismo aire llenaba sus pulmones. Quererlo tanto le provocaba dolor físico. Se aproximaron a los grupos que bebían y charlaban, aún de pie. Ramón se paró a saludar a alguien y Santiago fue directo hacia ella. Pensó que iba a caerse al suelo, incapaz de controlar la situación. Estaba aturdida, estaba enloquecida, sentía una fuerte tensión en la nuca. Se dieron dos besos protocolarios, pero ella notó un roce incandescente. Advirtió la fuerza de sus manos apretándole los brazos, con una presión intensa. El pecho le reventaba. Junto a aquel sentimiento amoroso torrencial estaba la sorpresa. Aquel hombre era un desconocido para ella; no hacía sino unos días ambos podían estar juntos de modo distendido, pasear con tranquilidad. Él era uno más entre los residentes de la colonia. Y ahora, su simple presencia le aceleraba el flujo sanguíneo, le impedía razonar. ¿Qué había sucedido? Y, sobre todo, ¿cuándo?, ¿cuándo habían dejado de ser personas normales para convertirse en dos fuerzas que se atraían con aquel empuje? Lo miró un momento a los ojos intentando transmitirle todo su amor.

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