Sintió el aire fresco que entraba por la ventana, el efecto turbador de la bebida. Recordó el contacto del cuerpo de Santiago y se estremeció. Sonrió al pensar que ella ocupaba un lugar claro y grande en la mente de él. Pensó que todo era aún tan incipiente, tan reservado, tan misterioso. Podría haberse pasado horas y horas sin otra ocupación más que notar sus sensaciones.
Manuela colgó el teléfono después de haber hablado con su hija. Tenía la impresión de que si ella no estaba pendiente de todo muchas cosas saldrían mal. Por supuesto, sus hijos, mayores y casados, no necesitaban de ella para nada; pero las dudas sobre su solvencia persistían: ¿resolvían bien los problemas cotidianos? ¡Ah, cuando, estando en España, ella los visitaba de vez en cuando se daba cuenta de que todo distaba de ser perfecto! Faltaban detalles, algunos asuntos de la casa se resolvían precipitadamente y mal. No se trataba de cosas importantes, sus hijos eran trabajadores y cabales, pero ella los veía como temas que se podían perfeccionar. Estaba acostumbrada a apostar por la perfección. Su marido y ella habían suscrito un pacto desde los comienzos: él proveería el dinero para vivir y ella se ocuparía de la organización de la casa y la educación de los niños. Todo había funcionado de maravilla, como era previsible, porque cuando uno asume el papel que ha decidido no pierde el tiempo lamentándose por lo que nunca podrá hacer. Su casa había sido siempre un instrumento de precisión; todo funcionaba como era adecuado, todo tenía unas reglas que obedecían a un orden lógico y racional. Nadie salía por peteneras rebelándose contra su puesto en el entramado familiar. Los hijos resultaron responsables, amables, estudiosos y equilibrados. Algunas amigas solían decirle: «Has tenido una gran suerte con los chicos, Manuela.» Ella sonreía en señal de asentimiento, aunque en el fondo pensaba que la suerte nada tiene que ver con la educación. Aquello no era como si te tocara un número de la lotería, o como si el último electrodoméstico comprado diera buen resultado y no se estropeara jamás. No, nunca alardearía de ello, pero los hijos habían sido la gran obra de su vida, algo completamente personal. Sin embargo, era como si nadie se diera cuenta de que para llevar adelante una tarea como aquélla era necesario un absoluto autocontrol, una disciplina férrea para consigo misma. Nunca se había permitido la menor flaqueza, la más pequeña debilidad. Ahí estaba el quid de su éxito como madre. Jamás se mostró autocomplaciente, perezosa o negligente, jamás sintió pena por sí misma. Los sacrificios que se hacen por los hijos tienen que estar enmarcados en un proyecto más amplio, en un armazón donde deben ir colocándose las piezas del conjunto que alguna vez queremos ver completo. Si no había podido desarrollar su vida profesional o no había podido disfrutar de más tiempo libre, nunca había considerado que esos impedimentos fueran una carga pesada, ni le originaban la menor frustración. La vida le había encomendado un papel importante y lo había cumplido. Ahora sus obligaciones eran menores, pero todavía no habían concluido: cuidaba de su esposo, lo acompañaba, y asumía los deberes como esposa del jefe. Así procuraba ser alma y motor de la colonia sin entrar en las libertades personales de cada cual.
Por todo ello, cuando su hija mayor, casada y con una niña pequeña, se empeñaba en continuar con su trabajo de arquitecta, y ella comprobaba la cantidad de problemas que eso traía consigo, tenía que morderse la lengua para no decirle: «No abarques demasiado, querida, quédate con lo más precioso que tienes: un marido estupendo que gana mucho dinero, una niña preciosa, un mundo a tu medida que puedes atender bien.» Pero de momento su hija no le había hecho caso, y cuando la visitaba, veía cosas que no le gustaban lo más mínimo: una niña que se ponía a comer cuando le daba la gana y una casa llena de asistentas y baby-sitters incapaces siquiera de dejar los cajones de ropa debidamente ordenados. ¡Y su hija, siempre corriendo de un lado a otro, con la sensación de que no le dedicaba suficiente tiempo a la niña, siempre enferma de culpabilidad. Las mujeres de las nuevas generaciones parecían no darse cuenta de que el mundo posee su propia armonía, que es inútil intentar cambiar. Pero al fin y al cabo, inculcar esas ideas ya no era su misión; por eso no se preocupaba demasiado de lo que les pudiera suceder a los demás en el futuro. Ella había cumplido con su deber.
Pensó en Adolfo. Habían tenido algunas crisis, nada serio, como cualquier pareja con una convivencia tan larga. Sabía que nunca le había sido infiel, aunque no la atormentaba saber si eso era verdad. Se había comportado como un buen marido, amable, complaciente, muy trabajador, un buen padre que nunca había interferido en temas de educación, dejándola obrar a ella con entera confianza. Haciendo un recuento que a alguien podía sonarle peculiar, hubiera afirmado que su marido era alguien que le había solucionado más problemas de los que le había ocasionado. Un cómputo francamente favorable.
A veces se preguntaba qué pensarían de todas estas cosas sus compañeras de la colonia. Nunca se había atrevido a hablar abiertamente con ellas sobre esos temas. Eran todas más jóvenes y sin duda tendrían otras ideas o habrían perdido la capacidad para disfrutar del orden armónico tradicional. ¡Lástima, porque aquél era un regalo del que todas las mujeres podían disponer! Todas las que contaban con posibilidades económicas, naturalmente, así eran las cosas. Al comienzo de su estancia en México había deseado que alguna otra de las esposas tuviera su edad; contar con coetáneos es importante. Desde luego, se trataba de chicas amables, ¡pero a saber cuáles eran sus auténticas preocupaciones! En principio, Victoria le había parecido la más cercana. Sus hijos ya eran mayores, se mostraba tranquila y colaboradora, y nunca estaba de mal humor. Sin embargo, había algo remoto en ella, como si siempre se encontrara en otra parte. Y la americana, simpática y entusiasta, pero ¡tan joven, y de una cultura tan distinta! Por no mencionar a Paula. ¿Qué había detrás de aquella mujer? La vida le había enseñado a no juzgar; uno puede llevarse grandes sorpresas si emite un juicio sin conocer las circunstancias de una persona; pero estaba claro que aquella chica parecía un poco desesperada. Y no comprendía por qué: su marido era impecable, y ella misma, aparte de beber demasiado, demostraba inteligencia y un gran sentido del humor, aunque algo peculiar. Claro que no tenían hijos, y eso siempre era un elemento de fricción en un matrimonio. A lo mejor la desesperación de Paula venía de ahí. No lo sabía, pero el modo en que bebía, aquella locuacidad enloquecida que se apoderaba de ella… En fin, no era asunto suyo. Ella se consideraba una mujer afortunada, y justamente eso la hacía comprensiva con los demás. Y comprensiva significaba tolerante, porque entender en puridad las cosas que pensaban o sentían las mujeres más jóvenes, no entendía nada en realidad. Era como si la gente estuviera envuelta en un proceso de progresiva complicación de lo que era sencillo en origen. Porque el mundo podía avanzar, pero existían extremos inamovibles. Siempre habría padres e hijos, siempre se producirían enamoramientos, las parejas continuarían viviendo juntas, los niños nacerían, crecerían y habría que educarlos, y siempre amanecerían días nuevos en los que sería necesario desayunar, ir al trabajo o a la escuela, comer… lo que se llama el día a día, con su orden inexorable de obligaciones. Pues bien, en la organización de las pequeñas cosas gravitaba el peso de las grandes; y de eso nadie se percataba. Correr, correr, abarcar, atesorar, demostrar la valía en la profesión. ¡Ah, pobres mujeres, estaban perdiendo la noción de lo que es de verdad crucial! Más que eso, estaban perdiendo su reino, el poder que siempre habían detentado sin dificultad. Pero ella se sentía feliz, y cuando por la noche oía respirar a su marido en la cama, junto a su cuerpo tranquilo y relajado, se llenaba de orgullo y daba gracias por estar exactamente allí, y no en otro lugar. Al menos así había sido hasta entonces. Sólo en los últimos días solía pensar que quizá le había faltado libertad. Aunque libertad, ¿para qué, para emborracharse como Paula? Cerró los ojos y se forzó a dejar de pensar de aquel modo. Todo iba bien, ¿o no? Sí, todo iba bien. Cada cual tenía sus circunstancias, y las suyas la habían llevado hasta allí en paz.
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