Susy siempre estaba dispuesta a salir con ella. Se aburría mortalmente, la pobre, allí sola. Pero no era inocente, sabía muy bien que salir con Paula implicaba posibilidades especiales, complementos a un simple paseo que alguien podría calificar como peligrosos. Aquella mañana hacía un sol cegador, un aire seco y fresco. La plaza de San Miguel lucía en toda su animación. Paula bebió cerveza, cerró los ojos, dejándose bañar por el agradable calor en la cara. Susy le preguntó de pronto:
– ¿Cómo llevas tu traducción, trabajas en ella?
– Con absoluta dedicación. Justamente ayer, el conde Tolstoi daba un paseo por su finca de Yasnaia Poliana a caballo. Nevaba. Él iba mirando los campos de su propiedad cubiertos de blanco, brillando en el horizonte, y eso lo hacía sentirse en contacto directo con Dios.
– Hermoso.
– Genial. Claro que en la siguiente entrada de su diario habla de su mujer, y ahí las cosas empiezan a torcerse.
– ¿Su mujer no le hace pensar en Dios?
– Le hace pensar en lo peor, en lo más miserable; y se da cuenta de que todas esas miserias y pequeñeces no vienen de fuera, sino que están en su interior. El matrimonio hace aflorar lo repugnante que hay en él.
– No es muy tranquilizador.
– En absoluto.
– Yo no comparto esa vivencia de Tolstoi.
– ¿Por qué no? En realidad, el matrimonio es una institución doméstica, algo para ser usado diariamente, como unas zapatillas de estar por casa, como una escoba para barrer. Poca grandeza hay en eso. Tolstoi era elevado como escritor y como místico, pero como marido era un gusano.
– ¿Y no podría pasar justo al revés: que alguien fuera mediocre en sus ideas pero un genio en el matrimonio?
– ¿Un genio en el matrimonio, y eso cómo se come, qué significa: ser bueno, comprensivo, buen amante?
– Eso y mucho más, todas las cosas que un marido debe ser.
Paula la observó detenidamente percatándose de que cuando estaba con ella apenas la miraba a la cara. Tenía unos esplendentes ojos azules llenos de curiosidad, de algo parecido a la inocencia. Sintió un arrebato de rabia en su contra. ¿Qué pretendía con aquellas preguntas, es que era incapaz de darse cuenta de que ella estaba de vuelta, pasada, gastada, jodida de verdad?
– Me gustaría saber qué le pides tú a un marido, querida Susan.
– A un marido en abstracto puedo pedirle muchas cosas, a Henry procuro no exigirle nada. ¿No te pasa a ti algo por el estilo?
Apuró su cerveza de un trago. Hizo un gesto imperativo pidiendo otra al adormilado camarero que esperaba sentado en la puerta del bar.
– No, te equivocas por completo. Yo le pido a Santiago más de lo que nunca podrá darme. Se lo pido todo, ¿comprendes? Se lo demando solemnemente. Y lo que más deseo sobre todas las cosas es que me aguante, que soporte mis cabronadas, mis infidelidades, mi mal humor.
Estaba seria, casi furibunda. Susy la miraba bastante desconcertada.
– ¿Por qué te pones así? No te entiendo, Paula, créeme, me cuesta mucho seguirte.
– Entonces, no me sigas, déjame en paz. ¿Qué eres tú, una Teresa de Calcuta del tálamo nupcial, una abnegada esposa que con poco se conforma? Cuéntales esas cosas a todas esas imbéciles de la colonia, pero no a mí. Te has confundido de persona.
A Susy se le llenaron los ojos de lágrimas. Daba cabezadas como si no acabara de creerse lo que estaba sucediendo. Empezó a mascullar frases en inglés. Se levantó, alejándose a grandes zancadas decididas. Paula sonrió para sí misma, se fijó en qué dirección tomaba. Pagó al camarero sin prisas y la siguió. Estaba encaminándose hacia la colonia. Corrió un poco hasta alcanzarla. Se puso a su altura y adecuó la velocidad de su paso al de la americana. Susy se volvió:
– Déjame sola, Paula, has conseguido ponerme nerviosa.
– ¿Yo? No comprendo por qué. Estábamos charlando sobre un tema interesante y no hemos logrado ponernos de acuerdo, eso es todo.
– ¿Charlando?, ¡qué cinismo! Digamos entonces que no me gusta tu manera de charlar.
– Puedo ser vehemente en algunos momentos.
– Algo más que vehemente. Has sido… ofensiva, ésa es la palabra.
– Bien, de acuerdo, ofensiva, que también quiere decir beligerante en español, ¿conocías esa acepción? Oye, déjate de tonterías y vamos a tomar una última copa en aquel bar que conocimos el otro día.
– ¡No puedes maltratar a la gente y luego continuar como si tal cosa!
Paula dejó de caminar, miró a Susy con dureza:
– Si no quieres acompañarme, no lo hagas; pero quiero que entiendas algo con total claridad: si no vienes ahora a ese bar, no volveré a tratar contigo. Nunca, ¿me oyes?, nunca. Y sabes que estoy hablando en serio.
Notó en la cara de Susy un gesto desesperado. Por fin hizo un mohín de niña contrariada y bajó la cabeza. Dijo remoloneando:
– Eres odiosa. Espero que ese maldito bar esté más animado que el otro día, porque de lo contrario…
Paula sonrió triunfalmente, la tomó de un hombro, haciéndola regresar sobre lo caminado.
– Seguro, seguro que lo estará; y si no, lo animaremos nosotras.
Volvieron a San Miguel. Paula supo entonces que Susy se encontraba completamente a merced de su voluntad.
Ramón tiró a un lado la pieza. Alrededor de él, en plena extensión de campo, varios trabajadores lo miraban con expectación. Se dirigió al mecánico jefe:
– De modo que sin esta pieza no hay nada que hacer.
– Puedo intentar un apaño mientras llega el recambio original, pero tendré que ir a buscar materiales a San Miguel.
– No podemos perder tiempo. Hazme una lista y yo iré; mientras tanto, tú empiezas a desmontar. Dos horas de ida y dos de vuelta. Para esta misma noche puedo estar de regreso. ¿Podrías dejarlo listo para mañana por la tarde?
– Lo intentaré.
Se alejó de la máquina, enorme y muerta como un dinosaurio en un museo. Los hombres disolvieron la pequeña reunión. Fue hacia el barracón de oficinas. Adolfo hablaba con Santiago, ambos inclinados sobre unos planos.
– Adolfo, hay problemas. La máquina del tajo de arriba se ha cascado. Hay que ir a buscar materiales a San Miguel.
– ¡Joder, es como si trabajáramos con máquinas de segunda mano!
– Felipe puede intentar repararla, pero hay que traerle unas piezas de San Miguel hasta que llegue la original.
– Pues ojalá sea así, porque vamos acumulando retrasos. ¿Quién va a San Miguel?
Santiago tomó la palabra:
– Iré yo. Esta tarde la tengo tranquila.
– Prefiero que vayáis vosotros; si el encargado manda a uno de los suyos es capaz de tardar tres días.
– Pensaba ir yo -dijo Ramón-. Pero si se anima Santiago me hace un favor, tengo la mesa atascada de papeles.
– No se hable más -remató Adolfo-. A ver si salimos de ésta lo antes posible.
Ramón salió del despacho y Santiago continuó escuchando las explicaciones que su jefe le daba frente a los planos. Sin embargo, ahora le costaba concentrarse. Lo oía lejano, y los detalles del trabajo habían dejado de tener interés para él. Dejó que terminara, tomó o hizo como si tomara notas en su libreta y se apresuró a marcharse. Adolfo resopló, de mal humor:
– Siento que tengas que darte este mal rato. Quédate a cenar en la colonia, y toma bastante café; sólo faltaría que te durmieras y tuvieras un accidente.
– No te preocupes, no tiene importancia.
– ¡Sí la tiene! Es tremendo trabajar en estas condiciones, en medio de ninguna parte, sin apoyo logístico…
– Somos como pioneros del salvaje Oeste.
– No te cachondees y ¡cuidado por la carretera!
Fue al barracón donde los ingenieros dormían y entró en su habitación. Se dio una ducha. Cogió un paquete de cigarrillos, una camisa limpia y las gafas que utilizaba para conducir. Echó una mirada a su mesa: informes de obra y una taza de té vacía. Lo miró todo como si no fuera a verlo más. Cuando se encontraba en el quicio de la puerta volvió atrás y añadió una cazadora a su reducido equipaje. Por las noches hacía frío. Subió al todoterreno y lo puso en marcha. Llevaba encendida la radio y el interior del coche se llenó de melodías mexicanas. Sustituyó la emisora local por un CD; las oberturas de Rossini sonaron, alegres y esplendorosas, haciéndolo sonreír de placer.
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