Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Santiago interceptó su movimiento, poniéndole una mano cortés en el brazo.

– No, gracias, es muy tarde ya. Me voy a dormir. Mañana nos vemos. Buenas noches a todos.

No le había quitado los ojos de encima ni un segundo, ella los sentía aún clavados, abrasadores. Pero nadie parecía haberse dado cuenta; como tampoco advirtieron que ella hacía esfuerzos por respirar normalmente, por controlar la aceleración que le golpeaba en el pecho. Cuando Santiago desapareció, se hizo un silencio incómodo, era obvio que volvía de alguna parte, solo, y que había bebido. La sombra de Paula planeó sobre todos, y fue algo tan notorio que Susy se vio forzada a decir:

– Me encontré con Paula esta tarde y no se sentía muy bien. Creo que se fue a la cama temprano.

– ¡Vaya! -soltó en un suspiro Manuela, intentando aportar naturalidad al momento.

Adolfo se levantó:

– Señores, ha llegado el final de la velada, por lo menos para mí.

Cada uno se dirigió hacia su casa. Mientras caminaba junto a Ramón, sintió la necesidad de decir cualquier cosa que conjurara el silencio entre ambos.

– Ha sido una buena idea ir al club. Después de todo, hemos pasado un buen rato.

– Te lo contaré mañana cuando suene el despertador.

Se desnudaron. Ramón siempre ponía la radio con el volumen muy bajo mientras se preparaban para dormir. Le dio un beso en la mejilla a su esposa. Ella apagó la luz.

– ¿No te quedas leyendo un rato?

– Estoy cansada.

– Buenas noches, hasta mañana.

Siempre le había parecido divertido que él se despidiera de manera tan formal todas las noches, como si realmente no fueran a compartir la cama. Al cabo de un rato notó cómo se removía, inquieto, e instantes después comenzó su acercamiento sexual. Victoria esperó. Sabía cuáles iban a ser exactamente los movimientos de su marido, dónde pondría sus manos, cómo. Voluntaria, conscientemente, pensó en Santiago, cambió aquel cuerpo conocido que la abrazaba por el que no había tocado jamás, y se inflamó de deseo.

Luz Eneida le preguntó si debía pasar el aspirador por la sala. Según su opinión, no era necesario, no veía el polvo suficiente como para hacer una limpieza a fondo. Claro que, a lo mejor, no le venía mal una lavadita al suelo, antes de que la suciedad se hubiera acumulado más. Paula levantó la vista del libro y la miró con curiosidad. ¿Hablaba en serio, de verdad le importaba la limpieza e incluso elaboraba estrategias para mantenerla? ¿Por qué había gente con tanta capacidad para ser práctica? Aquella mujer cumplía con un trabajo monótono, tenía una vida probablemente miserable en el último rincón del mundo y, sin embargo, continuaba preocupándose por erradicar la suciedad de su salón. ¿Qué la motivaba: la misión bien cumplida, la armonía del entorno? Cualquier cosa, Luz Eneida estaba dotada con la gracia de la felicidad. A lo mejor era religiosa. Sabía que otras esposas de la colonia charlaban a menudo con sus sirvientas, de modo que conocían sus circunstancias, su situación. Pero Luz Eneida no había tenido suerte con ella. ¿O sí? Al fin y al cabo, no la agobiaba con peticiones ni órdenes, de hecho no le decía nunca lo que tenía que hacer. Aunque probablemente aquella chica hubiera preferido su atención incluso yendo acompañada de exigencias, porque era lo lógico y habitual. En eso consistía la felicidad, en esperar lo lógico y lo habitual. Por eso ella nunca había tenido ni la más leve posibilidad de ser feliz. No comprendía en qué consistía lo lógico, y nunca había puesto demasiado interés en dilucidar qué era lo habitual. Hubiera necesitado levantar el vuelo y olvidarse de las normas, pero tampoco lo hizo. Miedo. Lo lógico siempre solía coincidir con lo habitual. Lo lógico hubiera sido qué ella y Santiago se separaran cuando él aceptó el trabajo en México. Dado el estado de destrucción lenta pero definitiva de su matrimonio, eso hubiera sido lo lógico, y también lo habitual. Una excusa inestimable para salir de aquella situación. Lo lógico también hubiera sido que cuando Santiago oyó de sus labios que pensaba acompañarlo en su estancia, hubiera dicho: «No, querida, no vengas conmigo, creo que ha llegado el momento de destapar el juego.» Pero no lo dijo. ¿Alguno de los dos tenía la más remota esperanza de que aquel cachivache estropeado que era su matrimonio pudiera recomponerse? ¿Por qué estaba ella en México, con qué intención había aceptado ir? ¿Y a quién coño le importaba una resurrección amorosa cuando lo que apestaba a podredumbre era la propia vida en su totalidad? A veces pensaba que se había quedado tantos años junto a su marido porque necesitaba un testigo de la culminación de su fracaso. Pero ¿y si decidía intentarlo; no salvar su matrimonio sino salvarse a sí misma? Allí, en aquella tierra, en aquel alejamiento de su hábitat geográfico, radicaba su oportunidad. En México podía librarse de sus fantasmas, olvidarse de ellos, quedarse trabajando en una ONG o como camarera en alguna cantina. Cierto que había adquirido la costumbre de beber y que le costaría un poco dejarlo y volver a la sobriedad total, pero si trabajaba duro por su rehabilitación moral, ni siquiera una copa de vez en cuando le haría daño. Pasarse la tarde del domingo durmiendo a resultas de una borrachera no tenía sentido. Cambiaría a partir de aquel mismo momento. Tampoco debía de ser tan complicado si el cambio no comportaba asumir el pasado. Olvidaría su anterior personalidad, renacería. En México quizá había un lugar para ella en el que no había reparado. La mayor dificultad sería no dejarse arrastrar por la voz interna del pasado: las vivencias, los recuerdos, la desesperación, las preguntas, las respuestas, los remordimientos, el rencor, la sensación de que la vida era sólo una y ya había acabado.

Luz Eneida le sonrió. Había decidido pasar el aspirador aunque no fuera estrictamente necesario. Tenía los ojos bonitos. Siempre llevaba ropa de colores vistosos. Sintió deseos de proponerle que intercambiaran sus vidas durante un mes, sólo para probar. Pero estaba el pasado, el pasado, el pasado y todas sus secuelas, deformantes como las de una enfermedad. Recuerdos agazapados que saltan sobre ti cuando menos lo esperas, como tigres resabiados que sólo comen entrañas de príncipes. Susy, muerta de curiosidad, preguntando: «¿Lo has hecho alguna vez, alguna vez has comprado a un hombre?» No, Susy, ¡vaya decepción si te lo dijera! No lo he hecho, pero ahora me siento muy capaz de hacerlo. Un nativo servirá. ¿Por qué andaba tan preocupada por cambiar? De hecho, ya estaba cambiando: ahora jugaba en serio, las borracheras eran auténticas, nada de pequeñas cogorzas puntuales como sucedía en España. Ahora su humor era verdaderamente cáustico. Ahora ya no le importaba organizar un buen escándalo. Ahora iba a comprar a un hermoso muchacho mexicano para darle un poco de uso genital. Y no estaba pensando en el guía; al guía lo reservaría para una ocasión especial. Su paralización anímica debía terminar: o regenerarse o degenerar.

Luz Eneida no la miraba con recelo. Probablemente había asumido que las mujeres extranjeras hacían cuanto se les antojaba, y lo hacían porque a sus maridos les eran indiferentes. Santiago. Un testigo mudo. Después de haberlo hablado todo, y discutido, y peleado, a falta sólo de pronunciar la frase que nunca nadie se atreve a pronunciar: «Ya no te quiero.» Y, sin embargo, seguían el uno junto al otro en una patológica continuidad.

– Luz Eneida, me voy a dar una vuelta.

– Bien, señora, ¿quiere que le prepare la comida para cuando vuelva encontrársela calentita?

– No sé cuándo llegaré. A lo mejor no vuelvo más.

– ¡Vaya cosas que dice! ¿Adónde va?

– No pienso salir de la colonia, tranquilízate.

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