Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Se quedó renegando con bondad, preocupada por la salud y las excentricidades de su señora. Paula estaba nerviosa, pero no quería empezar a beber aún. Se dirigió al despacho de Darío, y pudo ver con claridad que él ponía cara de horror nada más verla. ¿Por qué aquel maldito chico le tenía tanto miedo? ¿Qué temía exactamente: que le montara una escena embarazosa, que se echara en sus brazos?

– Darío, muchacho, ¿se te ha ocurrido ya un bar que puedas recomendarme?

– No, ya le dije que en cuestión de bares este pueblo está muy mal. Puede que los haya, pero yo no los conozco.

– Me prometiste que preguntarías a alguien.

– Bueno, usted ya sabe cómo es la gente de aquí, no contestan, no te hacen caso. Se callan, sonríen y en paz. Pero creo que dentro de una semana toda la colonia asistiremos a una guelaguetza invitados por el gobernador de la región.

– ¿Y qué demonios es una guelaguetza?

– Una fiesta mexicana típica de esta zona. Se celebrará en un convento en ruinas que…

– ¡No me lo cuentes, me lo puedo imaginar! Un convento de los franciscanos, de los agustinos, de los abades vírgenes, de…

– Me han dicho que es algo muy animado, muy especial.

– Si, estoy convencida, espectacular, pero tú no te has enterado de dónde hay un buen bar.

– Yo…

– ¡No titubees, un hombre no debe titubear nunca, antes morir!

Sudaba, sudaba como si estuviera en una sauna, como si hubiera oído dictar su sentencia de muerte. Estaba atractivo así, casi un muchacho, en tensión y asustado. Se acercó a él, lo tomó con fuerza de la pechera de su camisa y le dio un beso intenso en la boca, un beso sexual, sin ninguna otra interpretación que no fuera el calor, la humedad, el nervio de la lengua. Luego se separó de él y caminó hacia la puerta, dándole la espalda. Antes de salir se volvió para mirarlo. Estaba blanco, con los ojos agrandados por la sorpresa.

– Acuérdate de preguntar por un bar.

Tuvo ganas de reír, pero no lo hizo. Se sentía mejor. Lo ventajoso de vivir en una pequeña comunidad era que liberarse de las ansiedades resultaba fácil. Nada de vagar sin rumbo por la ciudad ni de forzar la charla con un camarero. Bastaba con acercarse a la persona idónea y obrar sin impedimentos. Y ahora iría en busca de Susy, tomarían una buena cerveza en la plaza del ayuntamiento y descansarían un rato. México era una tregua que la vida le brindaba, una tregua que merecía ser vivida con paz y confianza, con amor y alcohol.

A Darío le costó un buen rato reponerse del susto. Incluso cerró la puerta con pestillo. Corrió al lavabo y se enjuagó la cara con agua fría. Aquello empezaba a no tener la más mínima gracia. Paula sin duda se había enterado de que su marido se la pegaba con otra mujer. No sólo eso, sino que probablemente se maliciaba que él había actuado la noche anterior como una especie de cómplice y se proponía martirizarlo a placer. ¿O estaba viendo fantasmas donde en realidad no había nada? Simplemente la mujer del ingeniero le daba a la botella y en paz. Igual que había ido a provocarlo, podría haber hecho cualquier otra cosa, besar a cualquier otra persona. Estaba poniéndose histérico. Intentó serenarse. Allá se las compusiera cada cual, no podía permitir que lo llevaran de un lado a otro como una pelota, ni tenía por qué sentirse responsable de las acciones de todos aquellos tipos. Pensó que quizá sería una buena idea contarle a Santiago la visita que había recibido de su esposa, por si él sacaba conclusiones sospechosas que pudieran ponerlo sobre aviso. Aunque en seguida se dio cuenta de que sería un error mayúsculo. ¿Cómo iba a plantarse frente a él y soltarle: «Su mujer me ha pegado un morreo salvaje, ¿no sospechará algo?»? A lo mejor el ingeniero le daba las gracias, pero no era descartable que lo que le diera fuera un puñetazo en plena cara. Y era un hombre alto y corpulento. Ni hablar, su divisa a partir de aquel instante sería la de los tres monos de la sabiduría: ver, oír y callar. Ésa sería una estrategia prudente, porque cualquier día allí se iba a organizar un jaleo considerable y lo más conveniente para él sería mantenerse alejado de la línea de fuego. ¿Quién sería la mujer de la que Santiago estaba enamorándose?, ¿la americana, alguna de las esposas de los jóvenes técnicos con niños y todo? Era inútil interrogarse sobre eso, él no sabía qué hacían los ingenieros durante la semana. A lo mejor no todo el tiempo estaban trabajando en la obra, quizá visitaban Oaxaca y allí era donde el ingeniero se había encontrado con una bella mujer, o al menos con una que no bebiera tanto ni estuviera tan loca como la suya.

Sonó el teléfono, y por Dios que debía de estar desquiciándose a marchas forzadas, porque tardó un rato en comprender quién era Yolanda. Ella lo notó; por más kilómetros que lo separen a uno de una mujer, ella se da cuenta de todo como si estuviera en la habitación de al lado.

– ¿Aún sabes quién soy, no?

– ¡Yolanda, qué tonterías dices!

– No digo tonterías. Me quedo levantada hasta las tantas para llamarte a una hora que sea decente en México y me contestas como si no me conocieras.

– Joder, no esperaba tu llamada; estaba descolocado!

– Claro, como tú nunca me llamas…

– Dijimos que dejaríamos el teléfono quieto para ahorrar, ¿o no?

– Una cosa es dejarlo quieto y otra muerto.

– Vamos a ver, Yolanda, ¿no te escribo cartas puntualmente, no te mando e-mails?

– Sí, pero…

– Pero ¿qué?

– Mis amigas dicen que si están lejos los hombres se olvidan de ti, que si no te ven no existes para ellos.

– Tus amigas son una panda de gilipollas.

– ¡No te consiento que digas eso, son lo único que tengo para darme consuelo! ¿Con quién quieres que hable, con mi madre?

– A lo mejor tu madre tiene más sentido común que esas idiotas.

Se percató de que ella lloraba al otro lado del hilo.

– Yolanda, ¿estás ahí? ¡Cono, para una vez que hablamos, me voy a quedar con mal cuerpo!

– Sí, perdona, llevas razón; pero es que hace tanto tiempo que no nos vemos que ya no estoy segura de nada. Además, yo te llamaba para darte una sorpresa.

– ¿Cuál?

– Voy a ir a verte por Navidad.

– Navidad, ¿cuándo es Navidad?

– ¿Ves como no te enteras? Pero si ni siquiera sabes en qué mundo vives. ¡Dentro de un mes es Navidad! Y no tienes que preocuparte por el dinero, mis padres me pagan el viaje. Estaré ahí nueve días, los cogeré de vacaciones en el trabajo.

– ¡Ah, qué bien!

– ¡Ni siquiera te alegras!

– ¡Pues claro que me alegro!; lo que pasa es que no había pensado en la Navidad, como aquí no hace frío y todos los días son tan parecidos… pero me alegro, desde luego. La verdad es que estoy deseando verte.

– Bueno, está bien. Mándame esta noche un mensaje, ¿de acuerdo?

– No fallaré.

Cuando colgó, estaba cansado, como si hubiera estado varios días sin dormir o hubiera caminado muchos kilómetros. La Navidad, no había contado con esa complicación. Con un poco de suerte, muchos residentes de la colonia se marcharían a pasar esos días a España, pero seguro que los ingenieros se quedaban, de lo contrario, ya se lo hubieran comunicado para que gestionara los billetes en la agencia de viajes y todo lo demás. ¡Y ahora la visita de Yolanda, otra cosa en la que pensar! Naturalmente que le apetecía verla; al fin y al cabo, era su novia, pero de lo que ella no parecía darse cuenta era que él no estaba en su ambiente ni en su ciudad. Además, su jornada de trabajo se extendía fuera de cualquier horario normal, vivía allí, con toda aquella serie de mujeres que lo llevaban a mal traer.

De pronto recordó que había dejado la puerta cerrada con llave y fue a abrirla. Al cabo de un cuarto de hora había quedado con el cocinero. Le pediría que cuando saliera a hacer las compras lo llevara hasta El Cielito para recoger su coche. De ese modo, podía pasar un par de horas con las chicas. Esa perspectiva lo animó.

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