Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– ¿Has venido a buscar el coche?

– Llegué anoche, me trajo el cocinero; pero estaba cansado y me dio miedo conducir.

– Siento mucho haberte complicado la vida, pero ¡estaba tan bebido el otro día!

– No tiene importancia, está bien así.

Pidieron desayuno también para Santiago y guardaron silencio mientras llegaba. Luego ambos comieron con apetito. Cuando acabaron, Santiago miró fijamente a los ojos del chico.

– Tú eres un hombre discreto, ¿verdad, Darío?

Casi se atragantó. Debería haber imaginado antes que el ingeniero quería algo de él. Aparentó normalidad.

– Santiago, puede estar seguro de que lo que usted me dijo quedará entre nosotros. No se me ocurriría comentarle a nadie ni siquiera que estuvimos juntos aquí.

– Ya lo sé, y como estoy convencido de que eres discreto, quiero pedirte un favor.

La taza que Darío sostenía tembló ligeramente.

– Lo que usted guste mandar.

– Dime, Darío, tú conoces bien a las chicas que trabajan aquí, ¿verdad?

– Bueno, ya sabe que yo estoy solo en México, y la soledad…

– No te pido ninguna explicación. Sólo te pregunto si tienes confianza con alguna de ellas, una que te parezca una chica prudente.

– Tengo confianza con alguna, no le diré que no.

– ¿Vive alguna de ellas cerca de El Cielito?

– Todas. Unas en aldeas de los alrededores y otras en ranchitos perdidos en el campo.

– Necesito que me alquilen una habitación en un sitio discreto y tranquilo para cuando la necesite.

– Ya.

– Es para ir en compañía femenina, no voy a engañarte. Los hoteles de Oaxaca están demasiado lejos, y San Miguel no es segura, alguien puede vernos, ¿comprendes?

– Sí, le entiendo.

– Todo esto, Darío, no es un juego ni es golfería…

– Usted tampoco tiene que darme explicaciones.

– De acuerdo, pero quiero que sepas que se trata de algo muy serio, importante; así que el silencio es básico, el de la chica también. Le pagaré con esplendidez, díselo con estas palabras.

– Descuide.

– Otra cosa, muchacho. Si quieres te puedes negar a hacerme este favor. Lo entenderé perfectamente.

– No se preocupe, puedo hacerlo sin problemas, sólo que… bueno, si alguien… si su esposa… en fin, si se descubriera el pastel, y perdóneme esta expresión, le ruego que usted tampoco diga a nadie que el contacto para la casa se lo proporcioné yo.

– Puedes estar tranquilo.

– Entonces no hay más que hablar. Preguntaré con discreción a mis amigas.

Intercambiaron serias miradas. Se había instalado entre ellos la solemnidad de los pactos secretos. Pocos minutos más tarde, Santiago emprendía el regreso al campamento.

Una vez solo, Darío pidió un tequila. Se lo tragó de un golpe. Joder!, pensó, por qué todas las cosas raras tenían que pasarle a él. Luego reflexionó; si no hubiera tenido semejante familiaridad con las putas, el ingeniero no hubiera requerido su ayuda. En el pecado llevaba su penitencia, como suele decir el saber popular. Aunque, de todos modos, aquel grupo de gente en teoría respetable que debía soportar era una panda de viciosos e hipócritas, se lo había parecido desde el principio. Resignado a volver a la colonia buscó las llaves del coche en el bolsillo.

Santiago llegó al campamento y fue inmediatamente a entregar las piezas al mecánico. Luego se dirigió hasta el barracón de ingenieros y encontró a todos sus compañeros desayunando. Fue acogido con bromas:

– ¡Por el héroe superviviente de la misión suicida!

Ramón, Adolfo y Henry levantaron sus tazas de café parodiando un brindis. Santiago sonrió de forma huidiza.

– Las piezas ya están aquí. Vamos a ver si el mecánico consigue algo y podemos reanudar el trabajo esta misma tarde.

– Es un tío muy hábil, lo hará -contestó Adolfo.

Henry se interesó por si había desayunado.

– Sí, paré en el camino.

– Seguro que ha comido mejor que nosotros.

– Para eso no hace falta demasiado.

– ¡Tómate un café!

Denegó la sugerencia de Ramón.

– No, gracias, estoy muy cansado. Creo que me acostaré hasta la hora del almuerzo.

– Como quieras.

Se despidió con un gesto general. Se dirigió hacia su habitación presa de una gran incomodidad. Detestaba estar liado con la mujer de un compañero. Ramón era un hombre plácido, amable, que nunca sospecharía algo semejante. Luego enfrió sus pensamientos hasta el hielo. No debía seguir por ese camino. A causa del trabajo se vería obligado a convivir con Ramón hasta que la situación se hiciera pública. Si empezaba a sentir remordimientos o a comportarse con culpabilidad, todo podía irse al traste, y eso era algo que no pensaba permitirse. El no había previsto aquella situación, la vida es como es.

Se dio una ducha y se metió desnudo en la cama. Recordó la piel de Victoria, la punzada de sus entrañas al penetrarla, revivió sensaciones tan recientes que le llenaban aún de olores y roces. Comprobó que estaba excitado de nuevo, se dijo a sí mismo que nunca tendría suficiente de aquella mujer. Sonrió. En sus oídos sonaban aún sus tenues lamentos de placer. Intentó serenarse. Tomó un libro y empezó a leer. Sólo el sueño apaciguó su deseo.

Tras la partida de Santiago, Victoria había pasado por una primera fase de dulce ensoñación en la que los momentos vividos palpitaban aún sobre su piel. Pero desde que se había levantado de la cama se encontraba en un estado de difusa inquietud. Recorrió varias veces el salón de su casa. Fue a la cocina, desayunó e intentó comportarse como si aquél fuera un día normal. Sin embargo, había olvidado cómo era un día normal. Se sentó en su sillón habitual e intentó leer; pero era incapaz de concentrarse. Paradójicamente, sus pensamientos no podían ser más claros: estaba segura de lo que iba a hacer. Era plenamente consciente de lo que quería. De repente pensó que debía llamar a sus hijos. Calculó qué hora era en Madrid. En seguida desistió. Comprendió que llamarlos en aquel momento no era sino un modo de acallar sus remordimientos. Pensó que, cuando empezara a vivir con Santiago, sus hijos quedarían desplazados de la primera línea de su interés. Luego se dio cuenta de que, con la edad que tenían, era absurdo planteárselo así.

Volvió a la cocina y tuvo la idea de tomar una copa. Era muy temprano aún y no era amante de la bebida, pero los tiempos que se avecinaban serían duros; de modo que un poco de alcohol bien dosificado la ayudaría. Bebió un sorbo y agradeció el calor del licor como si fuera un bálsamo. Si al menos todo aquello estuviera sucediendo en su ciudad, en su país… pero allí, lejos del entorno en el que había trascurrido su vida… era como si todo fuera menos real, como si obedeciera a una realidad distinta que sólo estuviera vigente en México. Si Santiago y ella se iban juntos, ¿qué harían, adonde se dirigirían, qué pasaría con su vida en España, con sus hijos? Bebió un largo trago. Puso música a bajo volumen. Mozart. Las notas vibrantes que saltaban en el aire le procuraron un consuelo inmediato para su inquietud. Mozart era alentador porque hablaba de alegría, lograba que en el mundo pareciera existir una armonía que dotaba a todas las cosas de sentido. Debía de estar loca, sin duda alguna; le había sido concedido el magnífico don del amor. Un hombre atractivo y seguro de sí mismo la quería hasta el punto de estar dispuesto a dejarlo todo por ella. Se le estaba brindando lo que tanto deseaba: la emoción, la compañía íntima y profunda que el amor comporta, y todo ello a una edad en la que nunca habría pensado que ese futuro existiría para ella. ¿Y qué hacía frente a todos aquellos regalos del destino?: temblar como una hoja pensando en las dificultades, en el dolor que vendría, en la reacción de los demás. No, lo que procedía en aquel momento era gozar intensamente de lo que había encontrado en su camino, sin ninguna otra consideración.

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