– ¿En qué actitud se fueron?
– No sé, normal.
– ¿El hombre la esperaba?
– Sólo los vi saliendo del edificio y ya está, nada más.
– ¿Él la llevaba cogida, la intimidaba?
– Caminaban el uno al lado del otro, con tranquilidad. Sólo me fijé en que estaban muy serios.
– ¿Serios quiere decir tensos, preocupados?
– Serios quiere decir que no se reían. Como me llamó la atención que se fuera con un tío quise mirar si iban de buen rollo. Pero no, iban serios y callados.
La chica vino con nosotros a comisaría. Allí debía determinar si el tipo del que hablaba era Juanito Lledó. Para ello le presentamos una foto reciente proporcionada por su padre. La miró con atención. Se encogió de hombros.
– No sé, no estoy segura. Como lo vi desde lejos lo que más me chocó no fue la cara, sino el cuerpo. El tío era un gigantón.
– Aparta la vista y después mira la foto de nuevo. -le pedí. Miró al techo y tras una pausa, regresó al rostro de Juanito. Su expresión cambió.
– Sí, era él. Quizá podría equivocarme, pero no, era el mismo hombre, era éste.
Aquello variaba por completo el curso de la investigación, o quizá no. ¿Juanito Lledó había tomado a la hermana Pilar como rehén por si dábamos con él? Imposible, absurdo, no tenía sentido. ¿Se conocían? Nadie en el convento había dicho que se conocieran, incluso comentaron que era imposible que se hubieran visto nunca debido a sus horarios. ¡Dios mío, aquello sí que era un auténtico follón! Debía comunicárselo a Coronas inmediatamente, aquel secuestro o lo que fuera no podía trascender a la opinión pública. Ni siquiera las corazonianas podían saberlo.
– Imposible, Petra, imposible -repetía el comisario-. Las monjas deben saberlo. En ausencia de familia, ellas son las depositarias de la responsabilidad.
Garzón, que asistía al encuentro, intentó echarme una mano.
– La inspectora tiene indicios de que en el convento se cuece algo, señor.
– No hay caso, ni pensarlo, ni hablar. Si ustedes no se lo comunican a las monjas, lo haré yo.
Naturalmente tuve la suerte indeseada de regresar al convento. Le pedí a Garzón que me acompañara, era un modo de que la madre Guillermina no se liara a hablar más de lo necesario. Además, traspasar aquella puerta había empezado a ser una pesadilla para mí y acompañada me sería más leve. En el coche, el subinspector hacía cábalas como un loco.
– Veamos, Petra, intentemos ser lógicos por una vez en este jodido caso. Planteemos las preguntas pertinentes: ¿el hermano Cristóbal sabía algo que tiene relación con el convento? ¿La hermana Pilar está involucrada de alguna manera? ¿Juanito Lledó y su hermano mataron a las dos víctimas? ¿Y qué pinta el robo de la momia en todo este entuerto, se la llevaron para despistar sobre el móvil del asesinato? ¿Y Caldaña y la familia Piñol?
– Me está poniendo nerviosa, Fermín. Lo único que consiguen sus preguntas es dejar en evidencia que hemos dado palos de ciego desde el principio.
– Cierto, porque tenemos los mismos interrogantes que teníamos. ¿Y qué hemos hecho durante todo este tiempo?: seguir pistas que no han hecho sino desviarnos de los puntos neurálgicos de la investigación. Psiquiatras, expertos en historia eclesiástica, estudios contables… pues bien, nada parece haber contribuido a generar cierta claridad. Al contrario, nos hemos ido por los cerros de Úbeda: que si un fanático religioso, que si venganzas por la Semana Trágica, que si familias benefactoras del convento… nada, no hemos dado ni una. Es como si alguien nos hubiera dirigido por los caminos equivocados a propósito.
– Todos esos informes los hemos pedido nosotros.
– Es verdad, pero guiados por deducciones lógicas. Los carteles en letra gótica parecían señalar hacia un contexto histórico o a un loco de remate. Luego, la posible relación de la familia benefactora y la Semana Trágica puso la guinda final. Era una teoría buena, elaborada, de ley. Todo cuadraba bien.
– Demasiado bien. Pero no olvide que las teorías siempre cuadran bien, de lo contrario se convierten en especulaciones. Y eran dos teóricos quienes las ponían en pie. Busca y hallarás, dice la frase; sólo que lo que encontraron nuestros expertos no parece tener nada que ver con el caso.
– Eso no nos quita ni un ápice de culpabilidad. Ahí estábamos nosotros para descartar todo lo que quedara fuera del núcleo de interés.
– Subinspector: si pronuncia una sola palabra más pararé el coche y le haré bajar.
– Eso sería una medida injusta y caprichosa.
– Lo sé, pero de ella depende en este momento mi integridad emocional.
– En ese caso, me callaré.
A la madre Guillermina no le hizo gracia la presencia de Garzón. Parecía seguir creyendo que todo aquel proceso era una especie de divertimento que le permitía intimar con gente ajena al convento, como yo. Fui taxativa y un pelo brutal:
– Madre, no es necesario que nos lleve a su despacho ni nos invite a café. En la sala de visitas estamos perfectamente. Nuestra estancia será breve. Sólo venimos a decirle que la posibilidad que apuntó la hermana Domitila ha resultado verdad: una testigo vio a la hermana Pilar salir de la facultad de historia con el sospechoso.
Observé su reacción: su rostro se puso colorado y se llevó una mano al pecho como si le costara respirar.
– ¡Dios mío! -exclamó en voz muy queda.
– No sabemos si ella le acompañaba bajo coacción o si… ¿está completamente segura de que no se conocían?
Me di cuenta de que era incapaz de hablar. Los ojos se le habían llenado de lágrimas.
– ¿Por qué nos castiga Dios así, díganme, por qué a este convento apartado del mundo, qué hemos hecho?
– Dejémonos de preguntas retóricas, madre, se lo ruego.
Se rearmó inmediatamente y respondió con voz firme:
– ¡Dios no es ninguna retórica para mí, inspectora, es una realidad palpable, la realidad a la que he dedicado mi vida! ¡Y si le digo que Dios nos castiga porque hemos hecho algo malo es porque lo pienso de verdad! No es normal que los acontecimientos siempre estén relacionados con este convento, que la gente implicada en el caso siempre revierta aquí. Al principio llegué a estar convencida de que se trataba de un simple ladrón de reliquias, después empecé a creer que nuestro benefactor o su hijo… pero hay un sospechoso que venía a este lugar dos veces a la semana y ahora la hermana Pilar… Hay algo aquí que ofende a Dios, lo presiento. Algo se esconde entre estas paredes que huele a podrido.
Garzón y yo nos manteníamos silenciosos, incapaces de salir de nuestro asombro. Tomé la palabra ansiosamente, dispuesta a no perder aquella oportunidad.
– Nosotros hemos llegado a la misma conclusión, madre; pero no sabemos hacia dónde tirar. Ayúdenos.
– Pero ¿cómo, qué puedo hacer yo?
– Ya ha empezado a hacer algo importante: sospechar, admitir que alguien del convento puede estar implicado en este horror. Usted puede ser nuestros ojos y nuestros oídos aquí dentro, sólo usted. No diga nada a las monjas de que han visto a la hermana Pilar con Lledó. Observe, indague discretamente, muévase en el plano de la sospecha continuada.
Agitó la cabeza tristemente. Se quitó las gafas, las limpió. Por fin nos miró y dijo:
– Lo intentaré. Pero sólo Dios sabe cuánto me costará hacer lo que me pide, y la tristeza que me produce hacerlo.
– Nosotros también lo sabemos, anímese. Usted puede con eso y mucho más -le soltó de improviso Garzón. La monja, al verse jaleada en plan cuasi deportivo, se puso un poco violenta, retomó su compostura habitual y nos acompañó personalmente hasta la salida. Antes de dejarnos marchar, imploró:
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