Alicia Bartlett - El silencio de los claustros

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La mejor Petra Delicado, en un caso histórico.
Un monje de Poblet experto en arte es asesinado cuando trabajaba en la restauración de una reliquia en un convento de clausura barcelonés. Petra Delicado y su ayudante Fermín, tras el desconcierto inicial, y lo que parece un asesino en serie, se documentan en el Monasterio de Poblet y sobre la pista de las reliquias. La investigación se encamina entonces hacia dos focos: los hechos de la Semana Trágica de 1909, con su ira desatada contra los intereses religiosos; y la oscura trayectoria de la poderosa familia benefactora del convento.
De sorpresa en sorpresa hasta la insospechada resolución del caso, esta incursión de Petra Delicado en los dominios del silencio, nos demuestra que nada suele ser lo que parece. Con ella, Alicia Giménez Bartlett pone a prueba su habilidad para las tramas inesperadas y para explorar los fondos turbios del alma humana.

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– Busquen a Pilar, está en peligro.

Tanto el subinspector como yo caminamos hasta el parking sin intercambiar comentarios. Sólo tras un rato de conducción él dijo por fin:

– ¿Cree que servirá de algo?

– Es posible, no lo sé.

– Sí, yo también creo que es posible, siempre que…

– Siempre que…

– Que la propia superiora no esté metida en el ajo.

– Confío en ella.

– Yo no.

– Hay que confiar en la tropa cuando se tienen pocos soldados.

– El problema es saber quiénes son tus soldados y quiénes no.

– ¿Tiene hambre?

– Más que un perro perdido.

– Nadie confía en nadie con el estómago vacío.

– Pues vamos a llenar el nuestro y luego le diré.

16

No era fácil recoger en un informe la última conversación con la madre Guillermina, pero lo intenté. Tampoco me apetecía demasiado que Coronas supiera que nuestras estrategias eran desesperadas hasta el punto de encargar a la superiora que nos sirviera de espía en el convento. Para que él y cualquiera de los jefes comprendiera la dificultad de aquella investigación, hubiera sido necesario que visitaran a las corazonianas en su propio feudo, que hubieran visto lo problemático que era moverse, hablar, obtener una imagen no censurada de la situación. Naturalmente, no se me ocurrió incluir ese comentario en la redacción, hubiera sido interpretado como una petición de clemencia, y ya era tarde para eso. Todo se había complicado tanto, se habían abierto tantas vías que no lográbamos cerrar, que la prudencia aconsejaba tiento y estrategia camaleónica frente a los mandamases. Aunque quién podía saber, quizá con o sin clemencia aquél sería el último caso importante que nos encomendaran a Garzón y a mí. Las repercusiones del actual habían sido tan amplias en todos los frentes que si colgábamos el cartel de «No resuelto», algunas cabezas tenían que rodar, y no albergaba dudas sobre a quiénes pertenecerían.

Quería llegar a casa a una hora que me permitiera hablar un rato con Marcos. No olvidaba que una de las razones objetivas por las que me había decidido a convertirme en una mujer casada era la posibilidad de llorar de vez en cuando sobre un hombro amado. Y bien, hasta aquel momento, poco había aprovechado ese beneficio: o no tenía tiempo libre, o temía abrumar a mi marido con mis sinsabores profesionales, o estaban los niños en casa y no era cuestión. Pero aquel día me encontraba dispuesta a llenar de lágrimas el jersey de Marcos. Al borde de mis fuerzas y con la sensación casi permanente de haber fracasado, no veía otro modo de reconfortarme. Sin embargo, como hubiera dicho la madre Guillermina, Dios no estaba dispuesto a darme ni siquiera esa pequeña compensación. Claro que Dios es raro, porque si no pude ir a casa para ser consolada, fue por un buen motivo.

Iba en mi coche cuando me llamó Coronas.

– ¿Dónde está, Petra?

– Acabo de salir de comisaría.

– Regrese inmediatamente.

– ¿Hay alguna novedad?

– Su estrategia ha dado resultado. Miguel Lledó acaba de entregarse.

– Enseguida voy.

Telefoneé a Marcos, pero no contestaba. Le dejé un mensaje: «Marcos, cariño, no me esperes a cenar. Seguramente tampoco a dormir. Parece que algo empieza a moverse en el caso».

Garzón y Coronas me esperaban en el pasillo. No lo habían interrogado aún.

– Está ahí dentro -señaló el comisario hacia la sala de interrogatorios.

– Hemos llamado a su padre, pero no ha llegado todavía.

– ¿Dónde se entregó?

– En la calle Enric Granados, a los mossos d'esquadra.

– Bien, ¿ha dicho algo?

– Que sólo hablaría con quienes persiguen a su hermano.

– Perfecto, quizá sea una confesión en toda regla. ¿Ni rastro de Juanito o de la monja?

– De momento, no. ¿Necesitan que esté yo presente? -preguntó el comisario.

– Creo que no.

– Entonces ya me informará, esto va a llevar multitud de prolegómenos. Llámenme cuando haya algo sustancial.

El padre de los Lledó no apareció por comisaría sino una hora más tarde. Me quedé de piedra al verlo. Había envejecido diez años en unos días. Delgado hasta el extremo, demacrado, las venas de las sienes se le transparentaban como si fuera uno de esos muñecos de fibra plástica sobre los que se estudia anatomía. Sin embargo, caminaba con determinación. Serio como la muerte, apenas si nos dirigió un saludo.

– ¿Dónde está?

– Lleva un par de horas en esa sala. Ha pedido hablar con usted. Nosotros estaremos presentes.

Asintió con un cabezazo vigoroso. Entramos los tres y pude ver al hermano de Lledó por primera vez. Físicamente no tenía nada que ver con Juanito: delgado y de aspecto nervioso, llamaban la atención en su rostro unos enormes ojos orlados por largas y hermosas pestañas. Dio un suspiro de alivio cuando vio a su padre y se dirigió a él con la intención de abrazarlo. Pero, para sorpresa general, el viejo Lledó extendió un brazo sarmentoso y lo retuvo, impidiéndole que se acercara a él.

– Hijo de puta -le espetó en catalán, lengua en la que hablaron durante todo el encuentro.

– Papá, te lo explicaré, te contaré todo lo que ha pasado. Yo no he tenido nada que ver en este asunto, de verdad. Sólo he intentado proteger a Juanito.

– Me avergüenzo de vosotros. No merecéis el pan que coméis.

– Papá, ya hablaremos de todo, pero ahora necesito que llames al abogado Sales, el que se ocupa de tus asuntos.

– No cuentes con él, no cuentes con nada que venga de mí. Búscate uno de oficio. ¡Apáñatelas!

– Pero papá, ¡soy tu hijo!

– Ya no. Nunca hubiera debido dejarme convencer por tu madre para tener hijos y cuando ella murió hubiera debido echaros de casa como a perros.

Dio media vuelta y salió, dejando a un desconsolado Miguel con los ojos fuera de las órbitas. Garzón se quedó con él mientras yo corría tras el padre. Cuando lo alcancé me miró con desprecio y dijo:

– Sólo llámeme si me necesita la policía por algo legal. Ni de ése ni del otro quiero saber nada, como si no fueran hijos míos. No me he pasado la vida trabajando y cuidando de ellos para esto.

Su cuerpo frágil se alejó por el pasillo sin poder disimular con el vigor de los pasos que un gran peso se abatía sobre él. Y bien, lo que acababa de suceder nos beneficiaba y nos perjudicaba al mismo tiempo. Por un lado, la reacción airada del padre dejaba al chico en condiciones de debilidad psicológica que podíamos aprovechar en el interrogatorio. Sin embargo, si habíamos contado con el padre para que ejerciera alguna influencia con vistas a que el hijo declarara, ya podíamos olvidarnos.

Regresé a la sala. Miguel Lledó lloraba desesperadamente. Garzón, contraviniendo las leyes gubernamentales, había encendido un cigarrillo y miraba impasible por la ventana.

– Tienes derecho a un abogado de oficio que asista a los interrogatorios.

– ¡No quiero un abogado de oficio! Sé que no sirven para nada. Además, no tengo secretos que ocultar.

– Mucho mejor. Empecemos entonces. ¿Dónde está tu hermano?

– No lo sé.

– Déjate de chorradas y dinos dónde está. Acabaremos antes.

– ¡Les digo que no lo sé! Hace unos días me llamó por teléfono y me dejó un mensaje. Escúchelo, aún lo llevo en mi móvil.

Se llevó la mano al bolsillo y lo sacó. Manipuló los mensajes y me pasó el aparato. Escuché. En una extraña voz grave e impersonal pude oír, siempre en catalán: «Miguel: ha pasado algo malo y nos buscan. Desaparece por unos días. Ya te volveré a llamar». Le di el teléfono al subinspector. La llamada venía desde un número oculto y la fecha coincidía con la huida de Juanito.

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