Se les dibujó en la cara una expresión de susto y antes de que hubieran proferido ni una palabra, di media vuelta para salir del salón. Entonces sonó mi móvil. Un mal momento, pero no podía dejar de responder. Era la madre Guillermina y su voz sonaba llena de angustia.
– ¿Qué ocurre, madre?
– Se trata de la hermana Pilar, ha desaparecido.
– Un momento. ¿Qué entiende usted por desaparecer?
– Debería haber vuelto a las cuatro de la facultad y ya son las ocho y media.
– Eso no es desaparecer, madre Guillermina. Se habrá entretenido, le habrá surgido algo extraordinario en clase, otro examen, quizá.
– No sabe usted de qué está hablando. La hermana Pilar nunca vendría tarde sin haberlo advertido. No lo ha hecho en todo el tiempo que han durado sus estudios hasta hoy. Además, ella tiene un móvil al que hemos llamado repetidamente y nunca contesta.
– ¿Y qué quiere que haga yo?
– ¿Cómo que qué quiero que haga? Cuando alguien desaparece se avisa a la policía, así que yo la he avisado a usted. ¿No ha pensado en que puede haber sido ese horrible asesino quien…? ¡Dios mío, no quiero ni imaginarlo!
– Madre, no nos pongamos nerviosos; la probabilidad de que la hermana Pilar haya desaparecido es mínima; no se considera que alguien está desaparecido hasta que no hace al menos un día que no se tienen noticias de él. Pues bien, la posibilidad de que la ausencia, he dicho ausencia, de la hermana Pilar tenga algo que ver con el caso es aún menor. De modo que no se preocupe.
La oí refunfuñar un rato antes de cortar la comunicación. Luego volví la vista al campo de batalla que se había formado en mi propia casa y observé que los tres hermanos me miraban sin pestañear.
– No había sido culpa mía -exclamó Marina, al borde de las lágrimas.
– Lanzarse sobre los demás a puñetazo limpio nunca ha solventado ningún problema, deberías saberlo ya.
– ¿Quién ha desaparecido? -preguntó Teo con toda desfachatez.
– Y tú deberías saber que los chicos de tu edad no pueden andar metiendo las narices en el trabajo de los mayores. Es mucho más importante que un juego, ¿comprendes?
Apenas había pronunciado la última sílaba de mi filípica cuando se abrió la puerta del salón y apareció un increíblemente sonriente Marcos.
– ¡Bueno, veo que hay reunión familiar! ¡Y hoy estamos todos!
Una simple mirada a sus hijos bastó para que preguntara:
– ¿Pasa algo?
Pero yo estaba dispuesta a variar la situación y casi grité:
– ¡Qué va!, estábamos charlando. Y ¿sabes a qué conclusión hemos llegado? Pues que nos gustaría salir a cenar. ¿Verdad, chicos?
Los aludidos, entre sorprendidos y remolones, respondieron con afirmaciones desvaídas. Marcos sonrió de nuevo.
– Estupendo. Justamente a mí también me apetece salir. Hay un restaurante chino que han abierto hace poco, creo que os gustará.
Se preparó la expedición, siempre disimulando la escaramuza que acabábamos de tener. En el coche, Teo, dando una vuelta de tuerca más, preguntó en tono desenfadado:
– Petra, ¿cuánto tiempo hace falta que alguien esté desaparecido para que lo busque la policía?
Lo miré con ojos asesinos que eran una amenaza y contesté:
– ¿Lo dices por algo en concreto?
– No, nada, una cosa que leí.
– Te recomiendo que leas a los clásicos. Un poco de Quevedo y Lope de Vega serán buenísimos para tu formación.
Marcos rió tontamente, lejos de sospechar la verdad.
Pedimos rollitos de primavera, chop suey de pollo, cerdo agridulce y muchísimo arroz cantonés. Marina se mantenía silenciosa. Su padre quiso saber por qué.
– Nada, me duele un poco la cabeza.
– A lo mejor es que se ha peleado a puñetazos con alguien en el colegio -apuntó Hugo.
– No lo creo. Marina no hace esas cosas, ¿verdad, cariño? -replicó su padre demostrando debilidad por la pequeña. Mientras, los gemelos intentaban sofocar la risa. Incluso yo tuve que hacer lo mismo. La tontería infantil me había contagiado, lo cual era bueno, porque aquella complicidad de silencio había propiciado cierto deshielo entre los chicos y yo. Pero no tuve tiempo de disfrutarlo, el móvil volvió a sonar. Era Coronas. ¿Coronas a aquellas horas? Justamente el que fuera a aquellas horas contribuía a ponerlo fuera de sí.
– Inspectora Delicado. Sabe usted perfectamente cuáles fueron mis primeras órdenes para el caso que llevan, ¿no?
Me cogió despistada por completo.
– No sé a qué se refiere, señor.
– Creo que le dejé muy claro que debía mantener tranquilos a los frailes y a las monjas, ¿no?
– Sigo sin saber qué quiere decir -contesté empezando a cabrearme.
– La madre superiora ha llamado al jefe ídem para decirle que una monja ha desaparecido y que usted no le hace caso.
Una oleada de indignación me nubló la vista:
– ¡Esa dichosa monja del demonio! La novicia no ha faltado más que cuatro o cinco horas del convento, señor. En condiciones normales…
– ¿Cómo que en condiciones normales? ¿Desde cuándo un convento envuelto en un crimen tiene condiciones normales? Eso es, por definición, lo más anormal que ningún ser humano puede encontrar en el mundo. ¿Lo entiende?
– Creo que el caso nada tiene que ver aquí. Pero no se preocupe, iré a ver a la madre Guillermina e intentaré tranquilizarla.
– Haga lo que considere oportuno, Petra: tranquilice a esa monja, o anestésiela si es necesario; pero quiero que aparte de mí a las corazonianas, los cistercienses, los trapenses o los capullos de Getsemaní, ¿me oye?
– Muy bien, señor, a sus órdenes.
Miré a Marcos a los ojos y él se hizo cargo rápidamente de la situación. No sólo no hizo ningún gesto de desagrado o protesta, sino que salió inmediatamente en mi ayuda.
– Tienes que irte, ¿verdad? No te preocupes, querida, no sufras por nosotros. Lo único que siento es que ni siquiera te dejen cenar en paz. Espero que después de este caso te concedan quince días extra de vacaciones.
Sonreí sin ánimo, pero en mi fuero interno, lo adoré. Los niños ponían cara de circunstancias, aunque más de curiosidad. Me puse en pie como una autómata. Di besos a todos y salí del restaurante después de haber declinado el ofrecimiento de mi marido para acompañarme en coche o llamar a un taxi. Sólo en la calle mi enojo se vio libre para crecer. Como no tenía a nadie en quien volcarlo, todo se fue en pensamientos insultantes contra la madre Guillermina que, dado el carácter religioso de su condición, tomaron un oportuno sesgo sacrílego. Cuando yo misma empezaba a asustarme de mi imaginación para el escarnio, me vi como por arte de magia frente a la puerta del convento. Eran las diez y media de la noche. Llamé con la esperanza de que nadie me abriera; pero no, la madre superiora lo hizo en persona.
– Todas las hermanas duermen ya -dijo como bienvenida. De repente tuve la desquiciada idea de intentar imaginarme qué atuendo llevarían las corazonianas para dormir. ¿Un largo camisón de algodón blanco como Mr. Scrooge? ¿Irían todas de uniforme? ¿Llevarían redecillas en el pelo? Luego recordé por qué estaba allí.
– Madre Guillermina, le dije muy claramente que…
Me interrumpió pidiéndome con gestos que bajara la voz.
– No se enfade conmigo, inspectora. Lo sé, sé lo que me dijo, pero estoy enferma de preocupación. Se me ocurrió que quizá el jefe superior pudiera hacer algo y en un arranque, le llamé.
– Lamento comprobar que usted también se permite mentir, madre. Llamó al jefe superior para que él se quejara al comisario y el comisario me hiciera venir.
– Dios, que conoce mis motivos, sabrá perdonarme.
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