– Discúlpeme… -acertó a decir, reconfortada por el humo.-…pero nuestra conversación anterior fue tan tensa que sentía absoluta necesidad de un cigarrillo.
La observé con simpatía, como siempre que me mostraba sus debilidades de ser humano. Yo también busqué mi paquete para fumar.
– Lo siento, madre, se lo aseguro. Mi intención no es nunca la de pelear con usted, pero debe comprender que este caso está durando demasiado, y eso genera un enorme nerviosismo general. Hemos cometido demasiados errores y quiero estar convencida de que no cometemos más.
Asintió gravemente, exhaló el humo, cerró los ojos.
– Yo también le pido perdón. Piense que quiero ayudarla, conseguir que estos crímenes execrables queden aclarados de una vez y que al convento regrese un poco de la paz de la que antes disfrutábamos. Todo esto es cansado para mí también, inspectora. Ha sido excesivo, ha sido… como una terrible maldición. ¿De verdad cree que serán ustedes capaces de encontrar pronto al culpable?
– Sin duda ninguna, presiento que nunca habíamos estado más cerca.
– Rezaré intensamente porque lo consigan.
– Se lo agradezco.
Dejé cansinamente el despacho y por primera vez en todo aquel desgraciado caso, me di cuenta de que circulaba por los corredores del convento yo sola, sin que nadie me acompañara. Tal ausencia de vigilancia me provocó una sensación extraña. Aquél era un reducto imposible de franquear, un círculo cerrado al que resultaba francamente difícil arrancar sus secretos, si es que existían.
Sólo a mediodía reuní fuerzas y serenidad suficientes como para telefonear a Marcos. Respondió desabridamente al comprobar que era yo.
– ¿Aún estás enfadado conmigo?
– Fuiste muy injusta ayer.
– Sí, ya lo sé -contesté imbuida aún del espíritu de santa convivencia que me había transmitido la superiora horas atrás.
– Saberlo no cambia mucho las cosas.
– Lo sé y te pido disculpas.
– Bien -dijo en un susurro.
– Si quieres puedo someterme a duras penitencias.
– ¿Como por ejemplo?
– Puedo ir contigo a comer sushi , que, como sabes, me sienta fatal.
Se echó a reír.
– Te recojo en comisaría dentro de veinte minutos.
Comimos felices y tranquilos en un restaurante japonés lleno de ciudadanos barceloneses devotos del pescado crudo. Sin duda ninguna el amor era una planta muy delicada que necesitaba cuidados permanentes, todo lo contrario de lo que siempre se nos ha hecho creer: «El amor verdadero aguanta ciclones». Puede que sí, pero se mustia si alguien no derrama sobre él un poco de lluvia remansada.
– Creo que esta noche podré llegar pronto a casa -prometí de modo suicida a los postres.
– Sería genial, porque hoy están los chicos y no paran de preguntarme por ti.
– ¿Estás seguro de que es por mí, no será por la momia o el asesino psicópata?
– Bueno, por ellos también.
– Entonces no sé si quedarme trabajando, tengo pocas novedades que presentarles y me machacarán.
– Es un riesgo al que debes enfrentarte.
Después de la comida me sentía más en paz con el mundo, sentimiento que se esfumó en cuanto tuve delante a Garzón.
– ¡Coño, inspectora, me preguntaba dónde se había metido!
– Pues siga preguntándoselo porque no pienso decírselo. ¿Ha pasado algo interesante?
– La plana mayor ha dado luz verde a la comparecencia de Villamagna frente a los medios. En media hora estarán todos aquí para la rueda de prensa.
– ¿Sabe algo el juez?
– Creo que ni mu. Los jefes se han portado.
– Se han portado, pero como Manacor se ponga chungo nadie dará la cara por nosotros y nos la cargaremos usted y yo. ¿Es consciente de eso?
– No he nacido ayer. ¿Acaso ve pañales en mi entrepierna?
– No veo en su entrepierna nada que me llame la atención.
– Aprecio su sentido del humor, lástima que el sentido del deber no esté a la altura.
– ¡Toda esta gresca porque he llegado media hora tarde!
– ¿Está segura de que Villamagna sabe lo que debe decir?
Como en una escena vodevilesca, el propio Villamagna apareció por la puerta. Llevaba puesto el precioso uniforme negro de la Policía Nacional, que le sentaba muy bien a su físico. A su espíritu no parecía cuadrarle de igual manera, porque enseguida se puso a despotricar en su habitual slang castizo:
– ¡La madre que me parió! Al tío que diseñó este uniforme deberían caerle veinte años y sin posibilidad de provisional.
– Estás muy guapo, Villamagna.
– ¿Guapo?, mírame el cuello: rojo como el culo de un mandril. ¡Y todo por esta camisa de los cojones!
– ¿Los jefes te han dicho que te pusieras de gala?
– Sí, para dar más empaque a la declaración. Por lo visto se trata de cargar las tintas sobre la culpabilidad de los huidos, ¿no?
– Sobre todo de uno de ellos, queremos que se acojone y se entregue. Es probable que no sea tan culpable como su hermano.
– ¿Y por lo menos hay algún fundamento en lo que voy a decir?
– Tenemos pruebas.
– Bueno, me lo creeré. De todas maneras no vais a contármelas, ¿verdadero o falso?
– Tú suelta lo de los hermanos, carga las tintas y no contestes ni a una pregunta.
– ¡Joder, cómo odio ser portavoz!
– ¡Qué va, te encanta! Has nacido para ello.
– Algún día me las pagarás, Petra Delicado, te lo juro.
A las ocho en punto regresé a casa. Lo había prometido y lo cumplí. No dejaba de ser un atrevimiento por mi parte el hecho de tener empantanada la ciudad con policías en busca de sospechosos mientras yo me dedicaba a velar por la armonía de mi hogar y mi nueva familia. Pero en fin, tampoco hubiera hecho gran cosa metida hasta los ojos en el lodazal en que se habían convertido los informes de investigación, cada vez más ambiguos, más erráticos, más carentes de objetivo final.
Los chicos me demostraron gran alegría cuando llegué. Marina corrió hacia mí y me abrazó; los gemelos me besuquearon ambas mejillas. Luego, en cuanto concluyó la efusión de bienvenida, no se recataron en preguntar:
– Petra, ¿cómo va el caso?
– ¡Todo el mundo habla de eso otra vez!
– Una niña de mi clase dice que ella ya sabe quién es el asesino, que si quieres te lo dirá.
Ante tal avalancha no supe por dónde tirar. Les sonreí, los miré con cara de madrastra arrobada por la emoción y dije:
– Bueno, queridos, cada cosa a su tiempo. ¿Por qué no me contáis vosotros primero cómo os ha ido durante todos estos días?
– A mí, fatal -respondió Marina.
– ¿Por qué?
– Porque no me han escogido para la función de danza.
– ¿Y cómo es eso?
– La profesora dice que lo hago bien, pero que otro día lo haré mejor y que entonces ya me escogerá.
– Sí, te escogerá cuando la obra sea El lago de los cisnes muertos -intervino malévolamente Teo. Marina se soliviantó.
– Imbécil, tú eres un sapo muerto.
La réplica provocó un efecto cómico sobre Teo, que empezó a reírse a carcajadas. Entonces Marina, furiosa ante esta reacción, empezó a dar puñetazos en el torso de su hermano, que sólo conseguían hacerlo reír aún con más fuerza. Hugo, lejos de mediar, había adoptado la postura de un espectador de lucha libre y vociferaba:
– ¡Dale, fuerte, tú puedes tumbarlo por KO!
Sobrepasada por aquel inmenso alboroto, cansada, con los nervios a flor de piel, di un grito enorme.
– ¡Basta, basta ya!
Mi berrido debió de tener el componente de las serias reprimendas, porque de pronto mis tres hijastros dejaron de pelear y me miraron sorprendidos.
– ¡Me gustaría que supierais que he abandonado mi trabajo antes de hora para estar aquí, con vosotros! Pero ¿qué me encuentro cuando llego? ¡A tres niños mimados haciendo sus gracias, incapaces de comprender, de quedarse tranquilos para agradar! ¡Deberíais daros cuenta de los esfuerzos que los demás hacen por vosotros!
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