– ¿Quién era aquella mujer? ¿Una antigua novia? Qué error el tuyo, yendo a verla.
– ¿Por qué la mataste, Lucrecia? -mascullé.
– ¿Por qué no iba a matarla? Podía hacerlo sin esfuerzo. Fue una ocurrencia de Óscar, pero yo no me opuse, es decir, reconozco que la idea me atrajo en seguida. Sólo le exigí que fuera rápido, para que no te perdiera. Y el muy imbécil se empeñó en estrangularla. ¿Era eso previsible? No sé, tal vez me equivoqué autorizándole, después de todo.
Pareció dudar sinceramente durante un momento, pero después se encogió de hombros y concluyó, sonriente:
– Tampoco salió tan mal. Alfil por dama.
Contuve mi odio, porque no podía darle el gusto de exteriorizarlo justo en aquel instante. Lucrecia me miraba aguardando mi explosión, irónica e impávida.
– No parece que seas una buena jugadora de ajedrez -juzgué, despacio-. Aquel alfil ha resultado ser tu última pieza, y yo he podido utilizar todavía un par de peones.
– ¿Tú crees?
– Sé lo que te extraña. Calculasteis que yo iba a estar más solo que un perro, que nadie podría ayudarme. Pero hubo un par de cosas que escaparon a vuestros cálculos.
– Desde luego. Una de ellas fue que vinieras a verme al Ministerio. Había preparado un costoso encuentro fortuito. No lamento haber podido ahorrármelo. ¿Y la otra?
– Podría decir que la policía, pero no olvido que tú les diste mi nombre y que también pudisteis planear que ellos me estorbasen. Podría decirte que Inés, aun después de que la mataras, pero dudo que entendieras a qué me refiero. Me ceñiré a algo más evidente. Mi aliada imprevista fue la hija de Jáuregui.
– ¿También la hiciste tu novia? Y el neurótico de Jáuregui temiendo que la maltrataras.
– Sin ella no habría podido resolver quién eras. Al principio, cuando la policía vino a detenerme, creí que me habías denunciado tú. Te proporcioné mi dirección para comprobar si la policía volvía a visitarme y me encontré con dos tipos que entraron a tiro limpio en mi habitación y se dieron a la fuga. Tenía que pensar que los enviaba Jáuregui, pero ¿cómo podía relacionarte con él, si unas horas antes te consideraba colaboradora de la policía? Su hija me ayudó a atar aquel cabo. Te había visto en su casa. Desde ahí fue relativamente sencillo llegar hasta la verdad.
Lucrecia meneó la cabeza. Despectivamente, observó:
– Pobre Jáuregui. No manda ni en su casa.
Pero se quedó pensando, como si por su cerebro cruzara algo más interesante que lo que acababa de decir.
– La verdad -exclamó, escéptica-. ¿Y qué vas a hacer con ella, Galba? Tienes una verdad y una tela enrollada. La verdad es que he estado amargándote la vida desde que volviste y que Pablo lo planeó así. La tela puede ser la prueba de que Pablo también jugó conmigo, pero puede no serlo. ¿Adónde has llegado, y qué tienes para vengarte de mí? Puedes sacar esa pistola que escondes y pegarme un tiro, pero eso no va a consolarte de nada. Lo has perdido todo, y yo he logrado todo lo que busqué. Todos están muertos. Claudia, Pablo, incluso esa Inés que cometiste la equivocación de descubrirme. Yo he perdido a Óscar y a Jáuregui, y con ellos la oportunidad de liquidarte. Pero, bien mirado, ¿no es un cadáver esto que ahora tengo enfrente? Has sido un bobo arriesgándote para venir aquí. Me recuerdas a un joven policía que me espiaba testarudamente, ciertas tardes en las que sólo iba al parque a darle pan a las palomas. A los dos os falta talento para atraparme.
La observé con una mezcla de rencor y admiración. Por primera vez me parecía netamente hermosa. Pero yo estaba allí para aniquilarla. Tratando de no extraviarme, discurrí para ella:
– Hay algo que no comprendo de todo esto, Lucrecia. ¿Por qué te complicaste tanto? Una vez muerto Pablo, no tenías más que ordenarle a Óscar que se cargara a Claudia. En cuanto a mí, fueran cuales fueran tus razones para eliminarme, habría sido fácil hacerlo en el balneario. ¿Para qué organizar el resto del carnaval?
– Era indispensable. Óscar sólo cumplía mis órdenes en cuanto que se ajustaban a lo que le había pedido Pablo antes de morir. No podía prescindir de toda la liturgia. Pero tampoco lo habría hecho si hubiera podido. Tenía cierta curiosidad por conocerte.
– Comprendo. Supongo que esa curiosidad era lo que te inspiraba la otra tarde. ¿Qué habría ocurrido si hubiera aceptado alguna de tus insinuaciones?
– Nada que no pueda ocurrir ahora, si te quitas de encima ese triste disfraz de justiciero. Piensa un poco, Galba. Ahora no tienes nada. Eres pobre pero también eres libre. Tal vez merezca la pena probar. No puedes jurar que no va a gustarte.
Me puse en pie y caminé hasta el otro extremo de la habitación. Examiné los cuadros que había en la pared y enderecé alguno. Después regresé hacia ella. Esperaba paciente mi respuesta a su sugerencia. Sonreí y le dije:
– Vamos a ir a dar una vuelta. Será mejor que te vistas. Elige ropa cómoda.
– Olvidas que hay dos policías abajo.
– Por eso te digo que te pongas ropa cómoda. Vas a tener que saltar desde una ventana y correr.
– Supón que no me muevo de este sofá.
– Te mataría ahí mismo y nunca sabrías a dónde te habría llevado.
– ¿Merecerá la pena saberlo?
– Quizá. Date prisa. Ya hemos gastado mucho tiempo. En cualquier momento pueden echar abajo la puerta. No creo que quieras ir a la cárcel.
– Quizá no -dijo, levantándose. Pasó rozándome y anduvo con un armonioso contoneo el trecho que había hasta la puerta de su dormitorio. Antes de cerrarla tras ella se cercioró de que había estado mirándola irse.
Sentí un nudo en la garganta. Ahora tenía menos de un minuto para afirmar en mi alma y en mi mano la fe y la rabia que debían moverlas. Antes de un minuto el paso estaría dado y ningún titubeo sería admisible. Invoqué a todos aquéllos por quienes iba a hacerlo. Por Inés, irreal y melancólica. Por Claudia, en quien se había torcido mi vida. Incluso por Pablo, que había padecido el destino de morir desquiciado y solo. Creí o soñé que todos estaban conmigo en aquel penúltimo segundo, a pesar de las traiciones y el desastre. Creí, en fin, y embriagado de nostalgia y confusión, abrí la puerta.
Lucrecia estaba erguida ante el espejo. La bata había caído a sus pies. Apenas se sorprendió al verme entrar. Apenas se movió. Me dejé gobernar por la memoria y ella decidió que recitara:
– Lesbos, tierra de cálidas y lánguidas noches. Enamoradas de sus cuerpos, las muchachas de ojos profundos se acarician ante sus espejos.
– Lesbos, ierre des nuits chaudes et langoureuses -tradujo ella, plácidamente.
– Sabía que habrías leído a Baudelaire. El francés suena en tu voz casi tan bien como sonaba en la de Claudia.
– Maldito cabezota -protestó-. ¿Todavía preferirías que fuera ella quien estuviera desnuda ante ti?
– Naturalmente -repuse, mientras me quitaba la chaqueta.
Abrió la cama y se tumbó sobre ella, desafiante y altiva. Presenció con displicencia la oscura ceremonia de mi desvestimiento. Cuando terminé me tendió los brazos sin dulzura, viciosa y cruelmente. La contemplé durante medio minuto para que me creciera el deseo. A su manera era limpia, hechizante. Aquel cuerpo frío, escarpado. Sus pequeños pechos terminaban en unos pezones pálidos y puntiagudos. Su esqueleto se marcaba como una promesa de dureza en todas las orillas de su piel. Avancé sin prisa dejando que me midiera y tal vez me despreciara. No me daba vergüenza, no tenía miedo. Me concentraba en ser capaz de llegar hasta el final, simplemente, y para ello me empeñaba de un modo casi mecánico en hacer el catálogo de las venenosas delicias con que ella podía tentarme.
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