Francisco Pavón - El hospital de los dormidos

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El hospital de los dormidos: краткое содержание, описание и аннотация

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El hospital de los dormidos es otra novela policiaca de García Pavón. Tipo de novela con escasos antecedentes en nuestro país, que él supo españolizar en el mejor de los sentidos y de manera personalísima, entre otras muchas características, con los dos protagonistas, ya populares: Plinio. jefe de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso), y su colaborador y viejo amigo, el albéitar don Linaria.El caso de El hospital de los dormidos es originalísimo, gracioso, y está tratado con tal habilidad, que mantiene al lector en permanente suspensión y sonrisa -cuando no carcajada- hasta el final, totalmente imprevisible. En ello colaboran: la plasticidad de su lenguaje, la sorna de su realismo, el trazado de los tipos y la prosa tan sorpresiva del autor, que hasta refleja la sociedad de su pueblo, sin el menor parcialismo.

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– ¿Y dices que no es porque les hagas algo especial?

– Les hago lo que a todos poco más o menos… No, no es cuestión de caricia alta o baja, larga o corta, es cuestión de cómo les pille el cuerpo o pillen el mío, que también pudiera ser… Que clientes tengo a pares que, haciéndome o haciéndoles lo mismo, unas veces duermen cinco minutos y otros toda una siesta.

– ¿Quiénes se duermen más, los jóvenes o los mayores?

– Ya jóvenes vienen pocos a estos sitios. Casi siempre madurones y viejos ansiosos… Aunque yo no sé nada de medicina, no sé si consistirá algo en la edad de la vejiga, de los chilindrines o de los capullos a punto de jubilación… Por eso, jefe, cuando se despiertan por ahí, todos se callan, porque son casados, padres y hasta abuelos. Y nadie, por gilitortas que sea, va a contar por ahí que se ha dormido encima del vientre de una…, si es que lo ha hecho al estilo cartaginés. Y que lo han tenido que dejar dormido en una era.

– Otra pregunta antes de seguir: ¿y por qué luego dejas a los dormidos en sitios tan llamativos?

– Eso, si es de noche, para que los encuentren en seguida y no se mueran al sereno de frío o atropellados por algún auto… Anoche, sin ir más lejos, nos enteramos que en la iglesia había un cura de cuerpo presente, pues dejándolo allí seguro que encontraban al pobre Bocasebo al contao , y no le daba tiempo ni al resfriado.

– Otra pregunta.

– Venga, jefe.

– ¿Y luego por qué los peinas con bandolina?

– Sabía que me lo iba a preguntar usted -y empezó a reír culeando con mucho campaneo sobre el sofá, hasta el punto que Plinio creyó un momento que sus manos, aunque en situación de reserva, se le iban sin poderlo remediar a aquellos cibantos tan vivos y halagueros-. Es que, Manuel, me da lástima dejar a mis dormidos tirados por ahí, con el pelo suelto, con las crenchas hasta la boca. Comprendo que es una manía, pero no lo puedo remediar, y antes de depositarlos en la cama dura del campo o de la calle, saco el frasco de la bandolina, que siempre lo cojo cuando llevo «muerto» y ya en el suelo lo peino y lo repeino.

– ¿Y por qué con bandolina precisamente?

– Pues ¿qué quiere que le diga? Porque le tengo afición. Mi madre y mi abuela siempre se la echaron y me parece que no puede haber peinado perfecto sin bandolina… Yo misma, aunque muy poquita, ésa es la verdad, por no parecer carroza, siempre me echo unas gotillas, como le he dicho.

– ¿Sólo en el pelo de la cabeza? -preguntó el guardia con astucia de pálpito.

– Claro. ¿Dónde quiere usted que me la eche también?, ¿en las barbas del horcate, como dicen aquí en su pueblo?

– Pensaba -dijo Manuel un poco corrido- si podría ser la bandolina echada en cualquier parte la causante del sueño?

– Qué imaginación, Manuel. Con razón dicen que es usted el más listo de la provincia. Mis machos -dijo ahora con orgullo- no se duermen por lamer, oler o tentar bandolina. Se duermen por el calambre real o fabricado de este cuerpo que Dios me dio.

Y se pegó una manotada en la nalga lateral derecha, la que miraba al guardia, a la vez que le echó unos ojos aguanosos y tan brillantísimos, que eran más pinzadores que sus nalgas de cielo.

Plinio, por fin, sacudiendo la cabeza, se deshizo de la mirada y del objetivo nalga y, como cabreado consigo mismo, de un tirón se sacó el paquete de «caldos», relió y prendió el cigarro.

– ¿Qué hora es ya? -dijo mirándose al reloj- Más de las ocho. ¿Dónde está el teléfono en este hotel de tantas estrellas?

– Ahí a la vuelta del pasillo, a la derecha. ¿Alguna urgencia?

– Sí, algo del servicio.

– ¿No irá usted a detenerme por dormir a casados honrados?

Plinio, riéndose, fue hacia el teléfono al tiempo que le decía:

– Lo tuyo no es delito. Es gusto. Y esto todavía no se castiga.

Plinio llamó a don Lotario, que tardó muy poco en ponerse al teléfono y le pidió por favor que viniese por él. Que tenía muchas cosas que contarle y además se encontraba en un gracioso peligro.

Cuando volvió al tresillo, la Reme, ya de pie y mirándose a un espejo de mano, se coloreaba la cara y meneaba el cuerpo al son de una cancioncilla.

– Yo me voy para Sevilla, Manuel, a dormir andaluces. Si quiere usted lo llevo hacia el centro.

– Muchas gracias. Márchate si quieres, si has ajustado las cuentas con el ama, que yo espero a alguien para otra cosa.

– Nada de ajuste. Todas las cuentas están en orden. Aquí no hay fallo, señor que pasa, salario al bolsillo… Me ha sido usted siempre muy simpático, por lo poco que le he visto y lo mucho que he oído decir de usted. Déjeme que me despida con un abrazo -dijo casi abalanzándose a Plinio con los dos brazos abiertos y los ojos hechos soles.

A Plinio mal le dio tiempo a apartar el cigarro para no quemarla, y se sintió de pronto abrazadísimo de aquella estatura, con la cara metida entre sus dos pechos morenos y casi suspirantes. Luego notó que le apretaba mucho mucho en los riñones, hasta pegarlo totalmente a su coraza de carne dura, valiente y caliente, y empezó a sentirse besado y chupado por toda la cara y toda la boca, los ojos, las orejas y los abajos del cuello.

* * *

Cuando sonó el timbrazo enérgico y sostenido de la puerta y abrió los ojos, le costó unos segundos darse cuenta que estaba tumbado sobre el sofá del tresillo, y la Mora , riéndose, pasaba ante él, camino de la puerta de la calle, cuyo timbre volvía a sonar con campanilla histérica.

Reaccionó rápido. Se puso bien derecho. Se miró si habían desabrochado y se palpó el pelo rápido por si tenía bandolina debajo de la gorra… Pero no, estaban bien secos los aladares y no digamos la calva.

– Aquí tiene usted a su amigo don Lotario -dijo la Mora al entrar junto a don Lotario mal disimulando la risa.

– A tus órdenes, Manuel, ¿pasa algo?

– No, que hiciese usted el favor de venir a por mí como le dije. No me encuentro con ganas de ir a pie hasta la plaza. Y al tiempo le cuento completa la historia de los dormidos.

– Que ahora ya la sabe como nadie… porque la Reme se la ha contado toda.

– Es verdad. ¿Se marchó ya a su Sevilla?

– Sí, hace lo menos una hora.

– ¿Una hora?…

– Como lo oye.

– Muy bien, Mora . Pues muchas gracias por todo. Has sido muy amable.

– No faltaba más. El amable ha sido usted.

– Buenos días. ¿Vamos, don Lotario, o prefiere usted un café?

– No, lo tomamos ya en casa de la Rocío.

Cuando pusieron el coche en marcha, don Lotario miró a Plinio como diciéndole: «Venga, empieza a soltar.»

Pero Plinio se hizo el ausente, y ya un ratillo después de arrancar el coche, calle de Mayor abajo, dijo Manuel:

– Luego hablaremos de eso. Ahora lo que me apetece es que hagamos la apuesta prometida de ver quién sabe más palabras de cosas de carros.

– ¡Ay, qué Manuel éste, con las que me sale ahora! Pues venga, empieza tú.

– Ceño, bocín, arquillos… Siga usted, que haga memoria.

– Cubo, escalera, gatos, galga…

– Pues sí que empieza usted bien.

– ¿Por qué?

– Por lo de la galga, y sé lo que me digo. Sigo yo: laíllos, mozos, limones, palometa, la puente… y…

– Pero hombre, Manuel, ¿ya te cortas?: pezón, pezonera.

– Joder, otra vez. ¡Vaya mañana!

– ¿Pero qué te pasa?

– Nada. Sigo: riostra, rodete, seras.

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