Francisco Pavón - El hospital de los dormidos

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El hospital de los dormidos es otra novela policiaca de García Pavón. Tipo de novela con escasos antecedentes en nuestro país, que él supo españolizar en el mejor de los sentidos y de manera personalísima, entre otras muchas características, con los dos protagonistas, ya populares: Plinio. jefe de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso), y su colaborador y viejo amigo, el albéitar don Linaria.El caso de El hospital de los dormidos es originalísimo, gracioso, y está tratado con tal habilidad, que mantiene al lector en permanente suspensión y sonrisa -cuando no carcajada- hasta el final, totalmente imprevisible. En ello colaboran: la plasticidad de su lenguaje, la sorna de su realismo, el trazado de los tipos y la prosa tan sorpresiva del autor, que hasta refleja la sociedad de su pueblo, sin el menor parcialismo.

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– Y con la calva tan gorda y brillante, inclinada, siempre mirando al suelo, como a ver si encontraba algo o en espera de que le cagase un pájaro. ¿No va usted a verlo?

– Esperaré que pase primero el Juzgado, no vayan a pensarse que me meto donde no me llaman.

– Imagínese usted que lo ha matao la María Rosa de un pecadazo que le ha soltao por la rejilla… O como es tan ucedista, que le ha dicho que Suárez ha presentado la dimisión, según me han dicho hace un momento.

– También lo he oído yo… Y podría ser eso. Porque la María Rosa un pecadazo… ¡Pobrecilla! Ésa es de las que duermen con los brazos en cruz por si se le acerca un mosquito perverso.

– Ya salen, jefe. Venga.

Plinio se caló la gorra del uniforme y salieron a la plaza. Debía haber mucha gente dentro de la iglesia, porque entraban personas y personas.

Esperaron a que los del Juzgado cruzaran la plaza. A ver si entraban muy delante de ellos.

Dentro de la iglesia no había tanta gente como esperaban. Y todos estaban en la nave que da al Pretil, rodeando un confesionario que hay muy cerca de la puerta de aquella parte.

El forense entró casi junto a Plinio. Debía venir del Casino y se adelantó a toda prisa para emparejarse con los del Juzgado.

Plinio oyó llorar. Miró. Era María Rosa, sentada en el pico del asiento de un banco, con la cara entre las manos y rodeada de unas cuantas mujeres. Todas las luces de aquella nave estaban encendidas.

El juez, después de abrir la compuerta y de asomarse un momento al confesionario, cedió el sitio al médico.

De pronto se vio mucha luz dentro del confesionario, porque el alguacil, por orden del médico, había encendido una linterna y enchufaba al muerto.

Como la gente, al alumbrar, abrió paso a Plinio , éste, casi sin darse cuenta, se vio junto al juez y al secretario, en la misma entrada del mueble depositario de pecados.

Allí estaba el padre Manuel, con la cabeza recostada en el fondo del confesionario. Colgándole un poco la calva color ébano, la boca y los ojos muy abiertos y las manos bien cruzadas sobre el pecho, como si las hubiera juntado en el momento del dolor.

El médico lo auscultaba aunque no cabía duda de su muerte… Sobre la sotana negra, ya parecían sus manos blanquísimas y frías.

Plinio se fijó en el diente de oro del cura, que brillaba mucho a la luz temblona de la linterna.

Después de cambiar unas palabras el médico y el juez, éste pidió al alguacil y a otros religiosos que había allí, que sacaran el cuerpo muerto de don Manuel del confesionario.

El padre García tuvo la buena idea de que lo sacaran en silleta, de modo que, ya fuera del confesionario, seguía con la cabeza hacia atrás y las manos apretadas contra el pecho. Intentaron entre el alguacil y el sacristán llevarlo en vilo hasta la sacristía, pero pesaba demasiado. Era imposible, lo sentaron en el banco en que estaba María Rosa y el juez mandó que le trajeran una camilla de la Cruz Roja, que está tan próxima.

Así las cosas, entraron llorando las dos hermanas de don Manuel, a quienes llegó la triste noticia estando de compras. Y deslumbradas al entrar por tantas luces, a las que estaban desacostumbradas, de momento no dieron en que fuera su hermano el que estaba sentado entre la gente y se fueron derechas al confesionario.

Ya junto al muerto, cada una a su lado, empezaron a besarle las manos fijas, blancas y cruzadas, con lloros tan recios que jamás se habrían oído en aquella primera parroquia del pueblo.

El juez, con pasos lentos y seguido de Maleza y de Plinio , se aproximó a María Rosa, que seguía en la punta del banco, tapándose la cara con ambas manos y con las rodillas muy juntas, para no dejar el menor resquicio, por si había algún ojo indiscreto.

Sí, ahora la gente hacía tres corros: uno alrededor del muerto, otro de sus hermanas plañendo y el confesionario vacío, y el tercero, en torno a María Rosa.

– María Rosa -le dijo el juez-, vaya susto que te habrás llevado.

La chica se destapó la cara y le llegaron las luces vivas de la nave hasta los ojos negros, cuajados de lágrimas.

– Lo de menos es el susto. ¡Qué lástima! Pobre padre.

– Perdóname la pregunta, pero no tengo más remedio -dijo el juez.

– Dígame, dígame.

– ¿Se confesó alguien con él antes que tú?

– No. Lo esperé sentada en este mismo banco hasta que llegó a las cinco en punto.

– ¿Y te pareció normal?

– Del todo. Empezó la confesión como siempre, con su voz y bondad de toda la vida.

– ¿Y luego qué notaste?

– Oí un golpe, pero pensé que distraído se hubiera dado un codazo o un rodillazo con el confesionario. Ni se me pasó por la cabeza otra cosa. Ni siquiera abrí los ojos.

– ¿Cómo?

– Sí… Cosas mías. Siempre confieso con los ojos cerrados… Para concentrarme más… Luego me di cuenta que aunque los hubiera abierto era igual. Como esta nave está siempre tan oscura y por la tarde, sin velas, apenas se ve nada… Lo que ya me extrañó un poco es que pasé un buen rato hablando, sin que me hiciera preguntas o diera consejos… Que él era muy consejero. Y tuve la sensación, ¿sabe usted?, de que mi voz sonaba a hueco.

– ¿Y qué hiciste?

– Como no lo veía ni notaba que se moviera dentro del confesionario, acerqué mucho el oído a la celosía y lo llamé: «¡Padre Manuel! ¡Padre Manuel!», cada vez con más fuerza, pero seguía sin contestarme. Fue entonces cuando me levanté, me asomé a la parte de los hombres y lo vi como dormido sobre el fondo. «¡Padre Manuel! ¡Padre Manuel!» Y ya, nerviosa de verdad, como tampoco me contestaba, metí la mano para moverle el brazo y noté que lo tenía duro…, y la mano, echando frío.

María Rosa comenzó a llorar otra vez, tapándose la cara, sin olvidarse de cerrar mucho las piernas.

El alguacil y Maleza llegaron con la camilla de la Cruz Roja. María Rosa se destapó un poco los ojos, a ver qué pasaba.

Entre varios, y con mucho cuidado, pusieron al muerto pegado a la camilla y empezaron a volcar poco a poco el cuerpo ensotanado de don Manuel para que no cayera de golpe. Por fin, así de lado, con las piernas dobladas, de sentado, y las manos cruzadas sobre el pecho, quedó sobre la camilla con la falda de la sotana -que don Manuel fue el último sotanista de pueblo- colgando por ambos lados.

Las dos hermanas se arrodillaron a cada lado y llorandillo competían en darle besos sobre las manos frías y cruzadas.

María Rosa se acercó ahora a la camilla y continuó su llanto junto a las dos hermanas, como si fuera una más.

Suavemente, el párroco las apartó, y entre cuatro se llevaron la camilla con el cuerpo, nave adelante, camino de la sacristía y detrás fue todo el personal, como a velatorio.

Dos horas después estaba instalada la capilla ardiente en el mismo altar mayor, por cierto que el pobre don Manuel quedó en la caja en una postura muy fea, ya que no pudieron estirarle las piernas y hubo que ponerlo de perfil en una caja anchísima, como en cuclillas; las manos empuñándose el pecho, como quedó cuando le dio el infarto. Y la cabeza muy echada hacia atrás.

Durante toda la tarde desfiló ante el muerto medio pueblo, más por bacinear que por amor, y luego, hasta las tres o las cuatro de la mañana, velatorio más o menos bostezado.

* * *

La hora se la sabía muy bien Manuel González, alias Plinio , porque cuando sonó el teléfono de su casa eran las cinco en punto de la mañana en el reloj de su mesilla de noche. Estaba Plinio en el mejor de los sueños, junto a la Gregoria… aunque separados como buenos jubilados matrimoniales, en las horas nocturnas. (Luego contó Plinio que cuando sonó el teléfono estaba soñando con que Justo el Navajero tocaba el clarinete, tan bien como lo tocaba, pegado a su oreja.)

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