Francisco Pavón - El hospital de los dormidos

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El hospital de los dormidos es otra novela policiaca de García Pavón. Tipo de novela con escasos antecedentes en nuestro país, que él supo españolizar en el mejor de los sentidos y de manera personalísima, entre otras muchas características, con los dos protagonistas, ya populares: Plinio. jefe de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso), y su colaborador y viejo amigo, el albéitar don Linaria.El caso de El hospital de los dormidos es originalísimo, gracioso, y está tratado con tal habilidad, que mantiene al lector en permanente suspensión y sonrisa -cuando no carcajada- hasta el final, totalmente imprevisible. En ello colaboran: la plasticidad de su lenguaje, la sorna de su realismo, el trazado de los tipos y la prosa tan sorpresiva del autor, que hasta refleja la sociedad de su pueblo, sin el menor parcialismo.

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– Pero para comprobar lo que le encargué se ha acostado con la Leonor y todo.

– Con permiso de la otra y a cambio de algún disco nuevo.

– ¿Y hasta que no oyen los tres discos de costumbre por las dos caras no se apea de la negrilla?

– ¡Ah!, yo qué sé, don Lotario.

– Pues si se monta durante los tres discos debe quedarse muy trabajao… Mira, Manuel ahí llega nuestro hombre, o lo que sea, con dos coquetillos, uno a cada lado.

– ¿Y son de aquí?

– Ni idea. No me suenan.

Culocampana entró decidido y moviendo el lumbar con mucho vuelo. Recorrieronel bar buscando una cuña de aire donde abocicarse, pero en seguida volvieron sin que nadie les dejase ver las chaquetas blancas.

– Aquí tenéis un poco sitio si queréis -dijo Plinio empujando con bastante presión al veterinario.

– Muchas gracias…, Manuel.

– No faltaba más.

– Aquí, dos amigos. Y aquí, don Lotario y el gran Plinio , muchachos.

Y don Lotario, para adelantarse a Manuel como listo:

– ¿Qué queréis tomar?

– Unos botellines de cerveza, don Lotario. Muy amable.

– A ver si se va usted a pasar -dijo el jefe al veterinario en voz muy baja.

Plinio y don Lotario siguieron la cháchara sin quitarle los ojos del pelo rubio y melenudo a Culocampana, que lo llevaba brillante y duro, desde la raya a las sienes, por tantas bandolinas.

Los dos chicos llevaban el pelo sin untos.

Plinio, en uno de los renglones del coloquio, se acercó mucho a la cabeza de Culocampana como con una curiosidad repentina y le dijo con tono muy natural:

– ¿Oye, pero qué te echas en el pelo, que lo llevas tan sólido y espejoso?

Se rió el peinado y bajó los párpados con caída coquetona.

– Parece mentira que no lo adivine usted, Manuel. Si es un licor de sus tiempos.

– ¿Un licor?

– Quiero decir un líquido.

– Fíjese usted, don Lotario -dijo pasándose la yema de un índice por las ondas duras y color almirez-. ¡Bandolina pura! De niño me acostumbré tanto a tocar y a oler -en lo poco que huele- el pelo embandolinado de mi madre, que ya toda la vida, en vez de brillantina, fijadores o lacas, me arreglo mi pelo con caldo de zaragatona. ¡Lo tengo tan caidón! que me molesta borloneándome por la frente y las orejas… Y además eso es un homenaje a mi pobrecita madre.

– Hace tantos años que no he visto a alguien peinado con bandolina, que no la reconocía. Ni creí que todavía la vendiesen.

– Pues sí, señor, que de todo lo que fue queda algo en esta vida, hasta boinas coloradas y mujeres con refajo. Y hablando de mujeres, muchas de la tercera y la «cuarta» edad se echan bandolina.

– Pues no me he fijado.

– Sí, Manuel, todavía hay mujeres con refajo, pantalones en vez de braga, y zaragatona.

– ¿Y qué eran los refajos? -preguntó uno de los chicos finos, que se reía mucho cuando hablaba Culocampana .

– ¡Ay!, hijo, que te lo explique tu abuela, que yo siempre los vi desde largo. La ropa de la mujer ¡es que la odio! -dijo súbito, sin poderse contener y dándole una manotada al aire.

Plinio y don Lotario se miraron de reojo.

Y Culocampana , como algo arrepentido de su histérico, pidió más botellines de cerveza.

Todos quedaron en silencio hasta que volvieron a llenar los vasos.

– ¿Y así, de gente de tu edad, conoces a alguien que también se eche bandolina en el pelo?

– No, Manuel -dijo con aire suspicaz-, soy el único tomellosero que se plancha el pelo con bandolina y se perfuma el cuerpo con almizcle.

– Pues no hueles -dijo el mismo chico.

– ¡Ay!, hijo, eso hay que olerlo muy de cerca…, muy de cerca para saberlo… Y además de echármelo cuando me baño o me ducho, me lo echo también en los pies, que me los suelo lavar mucho, para no aburrirme. Sí, chicos, me los lavo en una palanganilla, porque me gusta mucho datilear en el agua caliente. ¡Uy, que regustinín! -y lanzó el «regustinín» con un grito tan de tía histérica, que a pesar del vocerío, varios barristas se volvieron a mirarlo, asombrados de que Plinio y don Lotario anduvieran allí con semejante compañía.

Tanto que Culocampana, otra vez como arrepentido de su gritillo, pidió otros botellines de cerveza.

Plinio y don Lotario se echaban reojos preocupados y el guardia pidió la cuenta.

– Y ahora, Manuel y la compaña, paga el bandolinero, como me llamaba una persona que yo me sé.

– No, perdona, pero tenemos una cita. Otro día será. Hasta luego…

Nada más pisar el cemento de la calle, don Lotario empezó a carcajearse.

– ¡Ay, Manuel, qué mal se te dan los de la acera de enfrente!

– Fatal.

– Tú entre éstos no investigas nada. Te pones nerviosete.

– Es verdad.

– Desde luego, ¡qué tío! Se echa bandolina en el pelo hasta ponérselo como papel de barba, almizcle en no sé qué partes y dedilea en una palangana de agua caliente para no aburrirse. Y menos mal que no nos ha contado lo que se hace en otras partes del cuerpo las noches de luna.

– Pero lo de la bandolina, Manuel, es para no recordar los olores de su madre.

– ¡Qué cosa más triste de puro cómica!

– ¿Y tú, Manuel, crees que éste es capaz de dormir a los que aparecen tumbados por ahí? ¿Cómo? ¿Para qué?

– Desde luego, si fueran como los niñotes que lleva con él, podría dormirlos, aunque no sé cómo ni para qué… Pero tíos hechos y derechos como los que vimos dormidos, no creo que tengan nada que ver con su bandolina y demás blanduras.

– A lo mejor es que por la nostalgia de su madre quiere hace una revolución nacional bandolinera y a todo el que puede lo duerme para hacerle participar de la bella bandolina.

– …Y del amizcle y el lavoteo de pies en palangana de agua caliente.

– ¡Vaya aperitivo! Y es que así que se habla con gente que no conoces se te alarga el mundo… para mal.

En toda la tarde no se le fue de la cabeza a Plinio la imagen de Culocampana , con tanto pelo rubio embandolinado, dando gritillos de picado de aguja o haciendo gestos de desprecio con mucho meneo de labios caprichosos y manotadillas de cariño tonto.

Capítulo V

El último dormido… por ahora

Plinio ahora, solo en el despacho, miraba por la ventana, abierta por el calor, a pesar de andar ya el sol por detrás de los caballetes.

Y miraba a la puerta del Juzgado, como podía mirar a la de la ferretería de Peinado, cuando vio que llegaban corriendillo un sacristán y el padre García, seguido de tres mujeres lloriqueando y haciendo ausiones muy de tablado. Al llegar el grupo ante la puerta del Juzgado metió Plinio la cara entre las rejas de su ventana, pero no consiguió entender de qué se lamentaban. Decidió esperar a ver lo que pasaba, pero a los pocos segundos Maleza abrió la puerta del despacho con mucho brío.

– ¡Jefe!

– ¿Qué pasa, Maleza?

– Que se ha muerto don Manuel, el cura.

– ¿Ahora mismo?

– Si, confesando… ¿Qué le habrán dicho?

– ¿A quién confesaba?

– A María Rosa, la de Ignacio.

– ¿Ésa tan beatilla y tan hermosa de ojos?

– Ésa misma, la que tiene los ojos tan tristes, pero tan hermosos y negros como usted dice.

– Menudo susto se habrá llevado la pobre.

– Por lo visto, ella venga decirle pecados y más pecados y como don Manuel ni suspiraba, se escamó, metió la cara por el ventanillo donde confiesan los machos y lo vio con la cabeza apoyada en el respaldo del confesionario, las manos juntas sobre el pecho y la boca abierta de par en par.

– Se pasaba las tardes que no tenía faena espiritual dando paseíllos ahí, en la glorieta. Nunca lo olvidaré. Iba y venía bajo los árboles con pasos de reloj, siempre iguales.

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