Francisco Pavón - El hospital de los dormidos

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El hospital de los dormidos: краткое содержание, описание и аннотация

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El hospital de los dormidos es otra novela policiaca de García Pavón. Tipo de novela con escasos antecedentes en nuestro país, que él supo españolizar en el mejor de los sentidos y de manera personalísima, entre otras muchas características, con los dos protagonistas, ya populares: Plinio. jefe de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso), y su colaborador y viejo amigo, el albéitar don Linaria.El caso de El hospital de los dormidos es originalísimo, gracioso, y está tratado con tal habilidad, que mantiene al lector en permanente suspensión y sonrisa -cuando no carcajada- hasta el final, totalmente imprevisible. En ello colaboran: la plasticidad de su lenguaje, la sorna de su realismo, el trazado de los tipos y la prosa tan sorpresiva del autor, que hasta refleja la sociedad de su pueblo, sin el menor parcialismo.

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– Exacto.

– Pues vamos a la Mari Paz, a ver si tiene a la que buscamos.

– ¡Venga! -contestó Antoñito contento, llamando al timbre de la puerta.

Como dio la casualidad que salía uno en el momento del timbrazo, la espera fue de segundo. Y nada más entrar, Antoñito se besoteó las mejillas con la que despedía al cliente.

– Venga -le dijo ésta-, «que ya la tenías desazonada esperando los discos».

Y Antoñito entró rápido, mientras la Mari Paz y otra que la seguía quedaron mirando al guardia y a su amigo sin saber qué pensar.

– Venimos con Antoñito -dijo Plinio para evitarles sospechas.

– Pasen, pasen. No faltaba más.

Aquel cuartel de colchones era el más majo de los que llevaban vistos: cuadros, tresillos, alfombras y una cristalería de muy buenas formas sobre la mesa.

Por la puerta abierta de una de las habitaciones laterales vieron a Antoñito sentado en un sofá, enseñándole con mucho amor los discos a una morenilla delgada, que parecía bastante alta.

Mari Paz les sacó cervezas a los municipales y habló de lo difícil que está la vida en agosto, cuando todas las pupilas quieren irse de veraneo.

– Es que estas chicas ya necesitan el mar como el comer. Se van y, claro, los hombres que no veranean y que tanto necesitan lo otro, las pasan canutas (iba a decir putas) y no quiero decirles a ustedes la de dinero que perdemos.

De pronto se asomó Antoñito, ya sin discos, y les dijo:

– Ésa que les he dicho del culo vistoso está ocupada, pero sale en seguida.

– ¿Quién dices?

– ¿Quién va a ser? Mari Paz. La Migadulce , como me acaba de decir Emilia que la llamáis ahora.

Mari Paz miró a Plinio con malicia:

– Si todas fueran como ésa. No tiene hora sin ocupación.

– Es que estos señores querían conocerla.

– Sí, Antoñito, veremos si pueden… Quiero decir si la dejan sus muchos deberes.

En seguida se oyó música de disco.

– Ya están éstos. Si la Emilia, por cada disco que se oye se pasara un hombre por la colcha, tendría el armario lleno de abrigos de visón. ¡Qué manía con los discos!, y todos se los trae Antoñito.

En seguida, todos sentados en corro, empezaron a beber y a hablar, sobre todo ellas, pero con mucha naturalidad y corrección. «Si hablan como chicas del instituto o como dependientas finas» -pensaba don Lotario.

Dos o tres veces que se refirieron al oficio le llamaron «trabajo» como si fueran auxiliares sanitarias o técnicas de boutique.

Al cabo de un rato se abrió la puerta de una habitación y apareció una que pasó malsaludando y sin mirar.

– Ahí tienen ustedes a la Migadulce -dijo la Mari Paz.

– Sí, sí. Ésta es, Manuel, dijo Antoñito asomándose otra vez.

– ¿Qué pasa? -dijo la Migadulce , sorprendida al ver a Plinio y a don Lotario.

– Pues nada, hija, estos señores que querían conocerte.

Don Lotario miró a Plinio de oreja y vio que tenía los ojos clavadísimos en aquel cuerpo alto que acababa de aparecer y cuyo culo todavía ignoraban. Tenía el pelo castaño muy bien peinado, blusa blanca de seda de manga corta y pantalón crema muy ancho de pernera, pero ajustadísimo.

– Vuélvete, Leonor, vuélvete -le gritó Antoñito.

Leonor o Migadulce , con gesto de cómica extrañeza, se dio dos vueltecitas como bailando.

– ¿Puede ser este culo, Manuel?

Tenía un culo alto y pandereto, pero de gesticulaciones muy comedidas, las redondeces simétricas y el canalillo prometedor, pero en elegante.

A Plinio no llegó a producirle la sensación que cuando se lo contó Salustio. Era demasiado perfecto y poco meneoso, si se comparaba con la imagen bestia que le dio el mancebo de botica. Éste era culo de ballet, juguetón, pero sin galope.

– ¿Qué le parece a usted, don Lotario? -dijo sin desenfrentar su entrecejo del entremollete cerámico de la coima.

– Bonito, pero sin garra.

– Ya se lo he notado en la cara. Tiene tipo de salón más que de salto.

– Está bien dicho.

– Pues resignémonos, Manuel. Otro culo será. ¿Y de bandolina, le has visto algún destello?

Dijo que no, con la cabeza nada más, pues seguía con el ojo en los bajos.

– ¿Y qué se les ofrece a los señores? -dijo Migadulce acercándose y dejando de hacer monadas.

– Nada, mujer, que tomes una copa con nosotros.

– No faltaba más.

Mari Paz miró a Plinio como extrañada de tanto aparato con la Migadulce para sólo tomar una copa.

– ¿Qué le ha parecido, Manuel? -dijo Antoñito acercándose esposando a la caderita finita y alta de su amiga Emilia.

– Muy bien, muy bien.

Y ella le sonrió agradecida.

Antoñito volvió a entrarse. Nerviosísimo. Plinio lo encontraba muy raro.

Ya no se oye el disco, saltó de pronto la Mari Paz, que debía estar haciendo oído.

Migadulce tenía una risa de chica muy contagiosa. Y hasta riendo se movía con aquel nerviosismo juvenil de sus curvas perfectas.

Antes de que Migadulce acabase el whisky llamaron y entró un barbas ya entrecano que habló con la encargada. En seguida vino ésta y le dio un golpe en el hombro, y Migadulce , después de hacer un gesto de visita y parpadeando con mucho gusto y terciopelo, se despidió y fue hacia el barba gris.

– Ya son casi las ocho -dijo Plinio al cerrar la boca después de bostezar-. Vámonos, que el de los discos no sale.

– Qué va. Ése ahora, con su Emilia y con los discos está hasta que amañane.

Pagaron la cuenta entre los dos justicias y salieron con ganas de pis a la calle. Todavía había sol.

– Hemos perdido la tarde sin sacar nada en claro, don Lotario.

– ¿No dices que cuando no sabes dónde estás es cuando vas más derecho?

– Es un decir… No le he notado nada de bandolina, y el culo como le dije, demasiado de figurín, para lo que había imaginado.

– Pero bueno, Manuel, lo importante es la bandolina ¿no?

– Ya, ya, pero ni tenemos pruebas de que sea la que compra la bandolina, porque lleve bandolina en su pelo, ni por identificación del culo.

Poco después ante las casas de los gitanos vieron que entre dos bajaban un arado viejo y oxidado de un carro.

– Mira, Manuel, un arao .

– En eso pensaba, en el tiempo que hace que no veía un arao .

– Y lo peor es que uno ya está olvidando el nombre de las piezas.

– Es verdad. Muchas veces caigo en que he olvidado el nombre de las cosas, que me sabía muy bien, porque ya se ven poco. ¿Se acuerda usted de lo que era un dental !

– Claro, hombre, el hierro donde se colocaba la reja. ¿Y el garabato ?

– Arado para una sola mula. ¿Y la lavija ?

– El hierro que sujeta los lavijeros del timón.

– ¿Y los orejeros ?

– ¿Los orejeros?…, pues ¿ve usted?, ya no me acuerdo.

– Has olvidado lo más fácil: el tubo de hierro con los dos salientes de madera para abrir el surco. ¿Y el pescuño ?

– …Yo tampoco llego ya al pescuño. Claro que a lo mejor no lo supe nunca.

– ¿Cómo no ibas a saber lo que era la cuña de hierro para presionar…, como si dijéramos entre la reja y la esteva? Pues prepárate bien esta noche, que mañana te examino yo a ti de las partes del carro.

– El carro me lo sé todavía, porque estuve subido en ellos hasta que me fui al servicio.

– Ya veremos, Manuel, ya veremos… Entonces, y de vuelta al tema, has dejado bien instruido a Antoñito para que averigüe si es la Migadulce la que compra la bandolina.

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