Francisco Pavón - El hospital de los dormidos

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El hospital de los dormidos es otra novela policiaca de García Pavón. Tipo de novela con escasos antecedentes en nuestro país, que él supo españolizar en el mejor de los sentidos y de manera personalísima, entre otras muchas características, con los dos protagonistas, ya populares: Plinio. jefe de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso), y su colaborador y viejo amigo, el albéitar don Linaria.El caso de El hospital de los dormidos es originalísimo, gracioso, y está tratado con tal habilidad, que mantiene al lector en permanente suspensión y sonrisa -cuando no carcajada- hasta el final, totalmente imprevisible. En ello colaboran: la plasticidad de su lenguaje, la sorna de su realismo, el trazado de los tipos y la prosa tan sorpresiva del autor, que hasta refleja la sociedad de su pueblo, sin el menor parcialismo.

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– Es verdad, y antes también ha besado mi mano y sonreído como si le diera gustillo.

– Qué raro es todo esto, Santo Dios… Pero marchaos, que yo me quedaré con él, a ver si despierta y dice algo.

– A la orden, jefe.

Y Plinio se sentó en el único banco de madera vacío, pues en el otro, puesto ahora no sabía por qué junto a la «cajonería», dormía el Bocasebo con aquel gesto tan apañado.

Plinio, ya solo, echó un vistazo a las puertas de la sacristía: la de la izquierda que lleva a la nave central y que también conduce a los servicios, en el más puro sentido del plural; la de la derecha, que lleva al altar mayor, y la del archivo. Y todavía la puerta que sale a la calle de Veracruz. Se fijó en la fotografía grande de una imagen de la Virgen, en el armario empotrado y en la mesa de despacho del centro, todo bajo una sola luz, pobrilla, pobrilla.

Cuando transcurrió un rato sin novedad y Plinio ya se sabía la sacristía, se le ocurrió acercarse al sofá y pasarle la mano por el pelo a Bocasebo , a ver si se le notaba algo de bandolina, pues con tan poca luz no se le advertía brillo alguno. Pero Bocasebo , al sentir la mano sobre la cabeza, se la tomó a Plinio y se la llevó a la boca -y lo que fue peor- también sobre las narices, un tanto goteronas y empezó a besársela con un hambre que Plinio se sintió como atacado por un maricón.

Después de breve forcejeo, le quitó la mano como pudo, se secó las babas y los mocos y quedó con los ojos fijísimos en el pecoso Bocasebo , que sí mostraba brillos de bandolina y que le parecía estar más inquieto que los demás dormidos de los días anteriores.

Poca gente debía estar velando al cadáver de don Manuel ya a aquellas horas, porque en la sacristía no aparecía nadie.

Como en su vida había hecho Manuel un servicio en semejante lugar, se echó una sonrisa a sí mismo y se dio unas vueltas por todo lo largo de la sacristía para ver de cerca tantos aparejos de iglesia.

Se paró ante un cuadro muy grande de Cristo pintado al óleo, que estaba pasada la puerta del archivo. Mirándolo estaba sin apenas poder distinguir nada por la poca luz que allí había, cuando oyó que se abría la puerta. Volvió la cabeza y la gran sorpresa: era el Bocasebo , ya levantado, que miraba hacia uno y otro lado, confundido de encontrarse en semejante parte, como les pasaba a todos los dormidos cuando conseguían hacerse vivos.

El pecoso ni reparó en el guardia y lo miraba todo rascándose el pelo; por cierto que algo debió notarse en él, puesto que después se miró y se olió las yemas de los dedos.

Como para mejor comprobar el recién despierto que estaba en su ser, se buscó el paquete de cigarrillos, encendió, chupó con gustísimo, echó el humo por todos los agujeros y le asomó en la cara un regusto muy grande, según el parecer de Plinio .

Había una tranquilidad en sus ojos, como si siguiese adormilado… Y el caso era que la viveza con que chupaba el cigarro, no estaba a tono con el aire un tanto traspuesto que digo.

Por fin, Bocasebo se puso de pie con ese ritmo un poco sonámbulo, dejó caer el cigarrillo sobre una escupidera y echó a andar con cautela hacia la puerta por donde salen los curas a decir misa. Se asomó con cuidado, hizo un gesto de lenta extrañeza al ver el catafalco de don Manuel allí entre velas y, después de mirarse el reloj de pulsera, pasó cerca del cadáver sin mirarlo, con aquel aire sonámbulo, y sin mirar a la María Rosa, a dos monjas y a un cura que rezaban en reclinatorios próximos.

Bajó la escalerilla mirando mucho los escalones del altar como si temiera caerse y marchó hacia la puerta de la iglesia donde lo depositaron, o se depositó él, la del Pretil.

Plinio, cuando lo vio ir hacia la calle, cruzó también el altar mayor, aunque muy pegado a un lateral, ante la sorpresa de los rezadores, y fue a la misma puerta del Pretil. Desde el poyete de piedra, Plinio lo vio avanzar hacia la plaza y no apareció en ella hasta que el despertado se cruzó a la esquina de los Paulones.

Tendría ya Bocasebo unos cuarenta años de edad, pero a Plinio le parecía mucho más joven, por el corte de cuerpo y el aire de sus pasos, aunque de medio dormido. No cabía duda que iba calle de la Feria adelante. Plinio lo siguió desde lejos, pues no era fácil que se le perdiera, porque todo estaba solitario. Siempre tan prudente, prefirió no seguirlo por la misma acera, y se cruzó dándole vuelta a la plaza, sin perderlo de vista, a la acera de correos y sin despegarse de la pared, pues tenía la sensación de que Bocasebo, el pecoso, andaba no muy seguro de saber hacia dónde iba, aunque no a su casa, porque todos los Bocasebos vivieron siempre en la Carrera de San Jerónimo (de Tomelloso, se entiende).

Plinio tanto quería no ser notado, que a pesar de las ganas de refumar, no encendió. Además se quitó la gorra de plato y se la pegó con ambas manos en la riñonera para ofrecer menos su perfil, si al pecoso le daba por torcer el cuello.

Todavía le faltaba a Plinio un buen trecho para llegar a casa de Castillo, cuando vio que su seguido se cruzaba de acera, justo al llegar frente a la calle Mayor. Al verlo sintió un pálpito muy grande y tanto miedo de ser visto.que se pegó a la pared cuanto pudo. Bocasebo , de pronto, como despabilado, había acelerado el paso. De modo que hasta que el dormido o medio dormido quedó en palillo de sombra, Plinio avanzaba con pasos de pisapunto y sin arrastrar los pies…

«Este va a la colonia de las ingles, tan fijo como hay gargueros», se dijo el guardia.

Ya por el final de la calle Mayor, las luces quedaban muy separadas.

«… Mal sitio. Por aquí, como me descuide, se lo traga la tiniebla.» Aceleró el paso. Ya en la parte misma de la gitanería, la oscuridad era piconera. Menos mal que en seguida, en las casas prohibidas, tan relimpias y renuevas, sí que había una luz sobre cada puerta, para que el que llegase cachondo pudiese apuntar bien con los ojos, no equivocarse y dejarse el ansia en el Canal del Príncipe.

Durante unos segundos Bocasebo se lo tragaron del todo las sombras de las casas gitanas, pero pronto reapareció tan telendo, con menos aire de dormitado, y empezó a desfilar ante las puertas de las casas, como si supiera muy bien a la que iba. Y así pasó ante las puertas de la Toledo, de la Olga, de las Pichelas , de la Leónides, de la Mari Paz, hasta que se clavó delante de una de las últimas, la de la Mora y, levantando el brazo con mucha cansinería, como si otra vez estuviera adormiscado -Plinio se fijó muy bien-, apretó el botón del timbre.

Amañanar, lo que se dice amañanar, no, pero el cielo empezaba a empavonarse un poco. Se veían los bultos más cerca y con más perfiles.

Las putimozas que no estuvieran de dormida con el macho de la noche, y sintiendo los pelos de los muslos en las nalgas, estarían dormidas de verdad por su cuenta y el culo más frío, porque el del cuello pecoso, después de esperar dos buenos ratos, tuvo que timbrear por vez tercera y tan sostenida que el repique del timbre, aunque encerrado, y bastante lejos, lo oyó Plinio.

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