– Entonces a ver si se van a dormir de verdad los dos y me tienen aquí hasta la hora de ir a la escuela.
– No creo. La Reme no duerme con los de pago. De todas formas voy a hacer oído. Y sin añadir palabra se levantó telenda, fue hacia la última puerta del pasillo de enfrente y puso la cara bien pegada a la madera.
Al ratillo volvió con la cara de extrañeza.
– No se oye quejido, colchonear, ni suspiros.
– ¿No te digo? Se habrán dormido.
– ¿Y qué hacemos?
– Vamos a esperar un poquillo. Y si tardan, actúo.
– Yo no puedo estar aquí hasta que amañane, Manuel.
– Pues vamos ya a echar un ojeo.
– Hombre, Manuel, parece feo. Y a lo mejor han cerrado por dentro.
– Claro, Mora , para que no los sorprendan pecando. Qué cosas dices. Bueno, me echo otro pito…, en el buen sentido, y si no salen, actúo.
– Como usted quiera, que al fin y al cabo es la autoridad.
Entre los últimos tragos, chupadas y algún paseíllo, pasó una media hora hasta que Plinio dijo, ya impaciente:
– Vamos a ver qué pasa. Ya ha estado bien -y echó a andar por el pasillo seguido de la Mora .
Ya ante la puerta, Plinio le cedió la manivela:
– Abre a ver.
La Mora se adelantó, tomó la manivela y la ladeó con mucho tiento.
Se asomaron. La habitación estaba a oscuras total. Plinio echó de menos la linterna de don Lotario y encendió su mechero.
Sobre la cama de matrimonio, ancha y elegantona, le pareció que sólo dormía la Reme hecha un burujo. Movió el mechero de un lado para otro. No había duda de que sólo estaba la mujer.
La Mora , por su cuenta, encendió la lámpara de la mesilla, dorada y con pájaros surrealistas pintados en la pantalla.
– ¿Pero dónde está Bocasebo ? -le preguntó a la Mora Plinio extrañadísimo.
– ¡Ah! -dijo (mejor expresado, no dijo, sino que aparentó decir, encogiéndose de hombros).
La Reme, al oír hablar, más que al encenderse la luz, empezó a despertarse con cien parpadeos.
Por fin abrió los ojos del todo y al ver a quienes la contemplaban, y sobre todo a Plinio , de un salto de culo se incorporó en la cama.
– ¿Pero qué pasa?
– ¿Dónde está tu pareja? -le preguntó Plinio con gesto muy severo.
– ¿Mi pareja?
– Sí, mujer, el último, el de las pecas.
– ¡Ah! Yo qué sé. Cuando cumplió se fue a su casa.
– ¿Que se fue? -dijo Plinio extrañadísimo-. Acababa de entrar cuando llegué yo. Y no le he visto salir. Como no lo haya hecho por la ventana del cuarto…
– No, claro que no… Salió por esta puerta.
– Que te digo que no y ya ha estado bien. Y levántate, que hablemos en serio.
La Reme, con poquísimas ganas, se sentó en la cama, se echó encima la bata que tenía sobre la colcha y, al ponerse de pie, Plinio , sin poderlo remediar, sintió una nerviada por toda la espalda y parte de sus vueltas.
Aquella talla de cuerpo, y sobre todo aquel culo, almohadón magistral, rítmico de curvas, de honduras y seguro que de gestos verdes y pedos luminosos, era el que le había descrito Salustio con aquella encendida expresión de ojos, de manos volainas y como pellizcadoras de molletes etéreos. ¡Qué buenísimo apaño de culo y de cintura!
Y la Reme, levantada, hasta en el momento simplón de ponerse la bata, movió el cuerpo de aquella manera tan rica.
– ¿Tú saliste a despedirle, Reme? -le preguntó la Mora .
– No, jefa, yo estaba caída de sueño y le dije adiós a medio labio.
– ¿Pues no has dicho que lo viste salir por esta puerta? -casi le gritó Plinio , aunque sin quitarle los ojos.
– No sentí que saliera por otro sitio. Y le oí casi entre sueños. A lo mejor, al verlo a usted, si vino siguiéndolo, como parece, salió escondiéndose -dijo ella muy inclinada ahora sobre sus muslos mientras se calzaba las zapatillas.
– Oye, Mora , enciende la luz del techo -sólo estaba encendida la de la mesilla.
– Sí, Manuel.
Y con cara de no saber por qué le mandaban aquello fue al interruptor que estaba junto a la puerta.
Cuando encendió la luz de neón, que dejó el dormitorio de un azul clarísimo, Plinio , con una rigidez inesperada se acercó a la Reme y empezó a mirarle la melena. Ella le sacaba la cabeza de alta al jefe de la G.M.T.
– Agacha un poco la cabeza que te vea mejor el pelo.
– ¿Pero qué pasa?
– ¿Qué te echas en el pelo, Reme?
– Qué cosas, jefe, ¿usted qué cree?
– Bandolina, como las antiguas.
– Qué vista, jefe. Pero muy poquita. Así con la punta de los dedos. No quiero que se me ponga duro el moño como a nuestras abuelas.
– ¿El moño…, hermosísima? -se le escapó a Plinio .
– Es un decir.
– ¿Es que en Cataluña también se echaban antiguamente bandolina?
– Claro. Como en todos sitios, al menos las de mi familia.
– Vaya, vaya. ¿Y dónde la tienes?
– ¿El qué?
– La bandolina.
– Aquí, jefe, en el tocador. ¿Dónde la voy a tener?
– ¿Y a quién más le echas bandolina?
La Reme quedó mirando fijamente a los ojos de Plinio . Se puso muy seria y poco a poco, arruga a arruga, empezó a llorar. Y luego, asi llorando como desesperada, se tiró sobre la cama boca abajo. En cada gimoteo Plinio sentía como si aquel culo, nalgas arriba, en un «rock» gratísimo lo incitara, y hubo un momento en el que tuvo que contener la respiración para no hacer una cosa fea, y de un cabezazo brusco quitó los ojos de aquellos dos lugares medioluneros, que también besaba el aire al compas del gimoteo.
La Mora , con cara de vencida al ver el llanto y la derrota de la Reme, tomó a Plinio de un brazo y le dijo:
– Venga usted aquí fuera, que hablemos un momento.
Plinio la miró sin comprender del todo, al menos de momento, y agachada la cabeza se fue tras ella, que apagó las luces y tiró de la puerta dejando a la Reme en su llanto boca abajo.
La Mora , sin soltar el brazo de Plinio lo llevó hasta el sofá de fuera, donde antes estuvieron.
– ¿Qué pasa?
– ¡Ay, señor! Unos por mucho y otros por poco… Aquí al revés, mejor dicho, que la pobre Reme es muy desgraciada… En ninguna parte la quieren… No calienta el nido en ningún pueblo o capital. A los pocos meses tiene que salir pitando. Por eso siendo catalana cayó aquí y ahora está para marcharse a Sevilla.
– ¿Tan buena como está?
– Tal vez por eso.
– Pero será una mina.
– No lo sabe usted bien. Hay tíos, como hoy Bocasebo , que vienen dos veces en un día. Pero el trabajo que me da y los líos que me trae no se los puede usted imaginar.
– Ya… ¿Y por qué se echa bandolina?
– ¡Ah!, rarezas de ella… Que buena está, ¡pero rara también!
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