Francisco Pavón - El hospital de los dormidos

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El hospital de los dormidos: краткое содержание, описание и аннотация

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El hospital de los dormidos es otra novela policiaca de García Pavón. Tipo de novela con escasos antecedentes en nuestro país, que él supo españolizar en el mejor de los sentidos y de manera personalísima, entre otras muchas características, con los dos protagonistas, ya populares: Plinio. jefe de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso), y su colaborador y viejo amigo, el albéitar don Linaria.El caso de El hospital de los dormidos es originalísimo, gracioso, y está tratado con tal habilidad, que mantiene al lector en permanente suspensión y sonrisa -cuando no carcajada- hasta el final, totalmente imprevisible. En ello colaboran: la plasticidad de su lenguaje, la sorna de su realismo, el trazado de los tipos y la prosa tan sorpresiva del autor, que hasta refleja la sociedad de su pueblo, sin el menor parcialismo.

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– Pero bueno, ¿qué es lo que pasa de verdad?

– Yo no se lo puedo explicar bien, porque ella tampoco lo sabe a ciencia cierta… estoy segura… Pero raro es el día que no tengo que acompañarla en su coche para dejar por ahí a «sus muertos», como ella les llama.

– Un momento -dijo Plinio levantándose impetuoso y yendo otra vez a la habitación donde estaba la Reme. Abrió con su llave.

La Reme había vuelto a encender la luz de la mesilla y, aunque con quejidos más bajos y ya tapada, seguía llorando. La Mora, sin encomendarse a nadie entró, corrió una cortina que había muy pegada a la pared, frente a la cama, y apareció una puerta. La Mora tiró de la manivela y abrió de golpe. Encendió una luz interior que había tras la cortina, se vio una especie de armario empotrado, mejor diría de habitación pequeñísima, porque toda era de tabiques, y sobre uno de los tres divanes estrechos que dentro había, cubierto con una manta, que en aquel momento besuqueaba entre sueños, estaba Bocasebo, vestido muy malamente, sin corbata, despeinado y sin brillantina en el pelo, descalzo y solo, con los calcetines torcidos.

Plinio lo miró y remiró muy bien, sin cara de alegría ni de sorpresa.

– Y dentro de un rato, si no hubiera venido usted, entre las dos, en el coche de ella, lo hubiéramos tenido que llevar por ahí para no almacenar aquí «muertos de gusto».

– ¿Pero eso le pasa a todos los que la montan?

– No. Sólo a uno de cada ocho o diez.

– ¿Y los que aparecen así dormidos de gusto en otros pueblos de la provincia?

– Pues que nos enteramos que son de allí, por su documentación o la de su coche, y los llevamos para no amontonar en Tomelloso demasiados dormios .

– ¿En el suyo o en el coche de ella?

– Vamos en los dos, cada una en uno, para luego podernos volver.

– Ya.

– Pero bueno, Manuel, esto ya está terminado. La Reme se largará mañana o pasado. Esto ya ha estado bien.

– Explícame más detalles.

– Si no hay nada más.

– Ya lo sé, pero tengo mucha curiosidad por conocer esto bien, pues nunca he visto nada igual.

– Pues que se lo explique ella, que le gusta mucho explicarlo.

– ¿Cuándo?

– Ahora. Si está despierta nos está escuchando y seguro que viendo.

– ¿Y a éste lo dejáis aquí toda la noche liado en la manta?

– ¡Ea! Ya hasta mañana no podemos hacer la excursión… Además, sabiéndolo usted ya…

La Mora corrió las cortinas, echaron una ojeada hacia la Reme, que aparentaba dormidísima, apagó la luz, salieron y cerró la puerta con mucho cuidado.

– Ni hablar de dormida -le dijo la Mora a Plinio cuando salieron-. Me la conozco como si la hubiera dormido toda la vida en mis brazos.

– Venga…, cuéntame, por favor.

– ¿Pero qué quiere usted que le cuente?

– Por ejemplo, ¿cuándo llegó?

– No hace un año todavía. El mes que viene lo hará. Sí.

– ¿Me das otro café si no te importa? -dijo Plinio con la boca seca.

– Al contao .

– ¿Y cuál fue el primero en caer y que te dio la pista?

– Espere usted que le traiga el café.

Ya clareaba por los cristales del montante y las ventanas, y Plinio sintió el primer refrior de aquel largo verano.

Tardó un buen rato la Mora en traer el café, tanto que Plinio volvió a tener tiempo de dar otras cabezadas, aunque sin olvidar al Bocasebo entre la manta y metido en aquel cuchitril.

Cuando ya Plinio , sentado otra vez junto a la Mora comenzaba a cabecear, de pronto se abrió la puerta de la alcoba de trabajo y apareció la Reme muy arreglada y con un maletón en la mano.

– ¿Pero dónde vas?

– Me voy a mi nuevo destino, a Sevilla. Después de lo de esta noche no aguanto más aquí. Me ha llegado la hora. Como en todos los sitios.

– Pues anda…, Manuel es un hombre discreto que no va a ir diciendo nada por ahí.

– Me es igual.

– Venga, mujer, siéntate un momento y cuéntamelo todo.

– ¿Para hacer una ficha?

– O una novela. Quién sabe.

Al dejar la maleta y sentarse en el sofá, Plinio volvió a admirarse del rítmico curveteo de todas sus circunferencias.

– Venga, pregunte.

– Los dejo solos para que puedan hablar a sus anchas -dijo la Mora levantándose.

Plinio miró hacia la Mora, como consultándola. Y ella le meneó la cabeza carigrafiándole que a la Reme le parecía muy bien que se fuera.

– Gracias, Mora , por su fineza -le dijo Manuel a la encargada mirándole la espalda de la bata color sangre de toro.

Y luego a la Reme:

– Cuéntame, hermosura.

– Cuento. Y las que va a escuchar serán las últimas palabras que diga en Tomelloso. Dentro de un rato lo borro del mapa.

La Reme, como pensando por dónde empezar, quedó mirándose las dos manos casi juntas sobre las cuestas parejas de sus muslos subidos.

Plinio esperó, cuchereó el café de la taza y volvió a raspearle todo el cuerpo con los ojos.

– … Todas mis desgracias, Manuel -empezó la Reme mirando muy fijamente al guardia a los ojos-, vienen de una cosa que da risa.

– Venga, dime qué cosa, que no me río.

– ¡Ay!, que no. Verá cómo sí se ríe.

– Todas tus desgracias vienen…

– De que yo les doy demasiado gusto a los hombres.

– No me jodas.

– Pues jodido queda.

– ¿Porque estás muy buena… como puede verse?

– No lo sé, le prometo que no lo sé.

– ¿Entonces, porque eres cachondísima?

– Tampoco. Yo, la mayor parte de las veces lo hago, como todas las del oficio, por deber, echándole teatro a la cosa y sin pizca de gusto. Poniendo las posiciones, las caras y dando los gritillos que pone y da uno cuandose corre de verdad… Eso sí, palabra que lo hago tan bien, que raro es el jinete que sabe cuándo me muero de gusto o me muero de aburrimiento… Ahora mismo me acosté con Bocasebo , como me podía haber acostado con una caja de esponjas a estreno… y él lo pasó como en la gloria.

– ¿Entonces les basta verte en cueros para sentir tanto gusto?

– Le doy mi palabra, guardia, que no lo sé. Llevó veinte años, que se dice pronto, intentando averiguar por qué se lo pasan tan bien conmigo… y no lo sé porque cada vez creo que es por una cosa. Mejor dicho, he podido experimentar que es por todas, según como les pille el cuerpo.

– Bueno -le preguntó Plinio , ahora poniendo cara como de que ya sabía lo que le iba a contestar-, ¿qué les pasa cuando les da tanto gusto a tus parroquianos?

– Nada, que les noto yo que les da mucho, mucho, muchísimo gusto.

– ¿Nada más?

– Déjeme acabar… Tanto gusto que algunos se me quedan dormidos por cuatro o cinco horas… o más, y tengo que quitármelos de en medio como sea, porque hubo días que junté tres tíos dormidos bajo la cama, o en el armariete que usted ha visto, que ya me preparan en todos sitios. Y, claro, con razón las dueñas o las encargadas se cabrean mucho… En fin, «los dormidos», que según sé, usted ya ha visto varios…

– ¿Y se te quedan dormidos nada más acabar el acto?

– No Plinio , y perdón por decirle el apodo, a mí, nada más acabar el acto se me quedan dormidos casi todos, por no decir todos, todos, pero a los diez, quince o veinte minutos resucitan. Pero hay otros, afortunadamente los menos, que usted sabe, que sin saber por qué, no se hacen vivos en un cuarto de día.

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