Francisco Pavón - El hospital de los dormidos

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El hospital de los dormidos es otra novela policiaca de García Pavón. Tipo de novela con escasos antecedentes en nuestro país, que él supo españolizar en el mejor de los sentidos y de manera personalísima, entre otras muchas características, con los dos protagonistas, ya populares: Plinio. jefe de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso), y su colaborador y viejo amigo, el albéitar don Linaria.El caso de El hospital de los dormidos es originalísimo, gracioso, y está tratado con tal habilidad, que mantiene al lector en permanente suspensión y sonrisa -cuando no carcajada- hasta el final, totalmente imprevisible. En ello colaboran: la plasticidad de su lenguaje, la sorna de su realismo, el trazado de los tipos y la prosa tan sorpresiva del autor, que hasta refleja la sociedad de su pueblo, sin el menor parcialismo.

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– ¡Manuel! ¡Manuel! -le gritó la Gregoria.

Desde que Manuel, sobresaltado, se sentó en la cama, hasta que supo que la causa de aquel corte de sueño fue por el timbre del teléfono y no por el clarinete del Navajero , pasó un buen rato.

Manuel se abrochó el pantalón del pijama para no llegar al auricular con el cuerpo bajo al aire, se calzó las zapatillas sin talón y echó hacia el pasillo donde estaba el aparato negro y quieto, pero sonando como una pancilla metálica.

– ¿Quién es? -gritó casi agresivo y sujetándose con la mano izquierda el pantalón.

– Manuel, soy el número Ramiro, Ramiro el bajo, que siempre hago guardia de noche, porque de día vendo en la plaza…

– Ya. Sigue.

– Sigo, ¡leche!…, ¿por dónde iba?… Que le llamo porque acaban de denunciar que ha aparecido uno de esos dormidos que a usted le gustan tanto, pero depositado en el mismo portalillo de la puerta de la iglesia que da al Pretil. Sí, tumbado todo lo largo que es sobre el poyete de piedra y con la bragueta completamente abierta y abultadísima, con perdón.

– No me digas. ¿Cuándo?

– Hace un rato que ha venido a decírmelo Tomás Torres. Cuando el hombre, después de acompañar un rato al padre muerto, salía para su casa por aquella puerta para llegar antes, usted me entiende, y cuando ya no quedaba casi nadie de velatorio, notó que pisaba una cosa alta y blanda, así como una barriga, usted me entiende, y le echó el mechero a la cosa, pensando si sería otro muerto, que hay días que mueren dos o más, y se encontró con el hijo mayor de Bocasebo , que dormía sonriente al tiempo que se metía el dedo como jugando a buscar el bicho, por los pantalones desabotonados.

– ¿Cuál es el hijo mayor de Bocasebo , que tiene siete?

– El que se casó con la Repizcá , el de las pecas en el cuello.

– Ya sé quién dices, aunque nunca me fijé en sus pecas en semejante parte.

– …Y como sé que usted anda muy aplicado en este caso de los dormidos, me he dicho: aunque le despierte se lo digo. ¿A que he hecho bien, jefe?

– Gracias, Ramiro, te lo agradezco mucho. Y voy en seguida para allá a ver si le descubro en el cuello las pecas que dices.

– Es que son en el cuello de atrás, jefe, en la garganta nada. Y no tiene nada que agradecerme, bien sabe Dios que lo he hecho con mucho gusto.

– ¿Lo habéis movido?

– No, señor jefe, allí sigue en su poyete de piedra. Espero sus órdenes.

– ¿Lo ha visto gente?

– Muy poca. Ya ve usted las horas. Todo el mundo está dormido en su cama y no en las piedras… El pueblo entero está en el ronquío.

– Pues que te echen una mano los compañeros. Pídele de mi parte permiso al párroco y metedlo ahí en la sacristía. Voy rápido.

– … Pero una pregunta: ¿le abrochamos la bragueta para que no se le vea el bulto? Lo digo como estamos en la iglesia y demás…

– Sí, abróchasela antes de entrarlo.

– En un descuido haré eso que no hice nunca. ¿Avisamos a la familia o a alguien?

– No… Ya irá él solo cuando se despierte. Hasta ahora mismo entonces. Lo que tarde en echarme agua en los ojos.

Plinio colgó el auricular y volvió a la alcoba rápido sin soltarse la cintura de los pantalones del pijama, que le venían tan anchos, con ambas manos. Y mientras se vestía el uniforme le contó a la Gregoria lo del nuevo dormido.

La Gregoria, que ya impacientá estaba sentada en la cama, lo escuchó haciendo guiños de despabilada mientras se recogía el pelo y dijo al fin:

– Te hago corriendo el café.

– Eres muy buena, Gregoria.

– A buenas horas, mangas verdes.

Ya con todas las prendas encima, se tomó la taza de tres tragos, encendió el pito y se echó a la calle, todavía nochera, y, aunque preñada de agosto, sintió refrior.

– Que lo despiertes bien, Manuel.

– Y que yo no me duerma.

«Eso de que así que hay un acontecimiento sonao pongan al dormido cerca del lugar, como cuando las bodas falladas, por no folladas, del ingeniero…», iba pensando Plinio con ambas manos en los bolsillos del pantalón, y mirando al suelo con mucho cuidado para no tropezar con tantos altos y bajos como hay ante cada portada para el paso de los tractores, y con tan poca luz.

Por la calle de Socuéllamos no se veía una sombra, ni boina, ni raja de luz tras las ventanas. Sólo la sombra de Plinio bajo las luces altas y el ascua de su cigarro nervioseado.

Esperando en la esquina de la plaza, frente a la relojería y fotografería de Isaac Vega, estaba Ramiro, el guardia, esperándolo también, con morrete de fresquillo y los párpados medio plegados.

– Coño, no me levantaba a estas horas desde que se puso de parto mi hija Alfonsa -le dijo Plinio con tonillo de saludo.

– Ni yo, aunque haga tantas guardias, desde que me dolió la apéndice.

Estaba la plaza sola total, el cielo con su chisporroteo de estrellas y algún meneo de las ramas de los árboles por la inquietud de los pajarillos.

Sin más decires, Plinio y Ramiro echaron hacia el Pretil, con el taconeo que les devolvía el cemento en aquel silencio. Pasaron ante el Casino de San Fernando y la puerta principal de la parroquia, doblaron el Pretil y ya estaban en la entradilla, entre la puerta de la calle y las laterales que daban paso a la iglesia.

Cuidado, jefe, no lo pise, que lo he dejado aquí. He preferido no entrarlo hasta que viniera usted -dijo Ramiro echándole la linterna al hijo de Bocasebo -. Y el tío no deja de sonreírse, como si le hicieran cosquillejas.

– ¿Y eso de la bragueta que decías?

– Se la he abrochado con mucho tiento para evitar alzadas y toqueteo.

A Tomás Torres, que seguía allí para ayudar a lo que fuera, le dijo Plinio :

– ¿Llegaste a pisarlo, Tomás?

– Poco, pero si estiro un poco más el pinrel lo desbarrigo o me habría roto el casco.

– Bueno, ¿por qué no lo habéis llevado a la sacristía, Ramiro? -Y Plinio clavó al dormido los ojos en las pecas del cuello para recordarlas.

– Por dos artículos: primero porque ya se habían llevado la camilla de la Cruz Roja y no podíamos con él; y segundo, porque como no pasaba ya nadie por aquí a estas horas, pensé que era mejor que lo viera usted en su estado.

– Bueno, vamos con él a la sacristía a ver si se despierta.

– ¿Se le ha caído algo de los bolsillos?

– Nada caído, jefe.

– Pues llama al otro que está de guardia para que nos ayude a meterlo en la sacristía hasta que amanezca, a ver si se aclara algo.

Cuando vinieron los policías, y con la ayuda de Tomás Torres, lo cogieron en brazos y por la nave de la derecha, muy pegados a las capillas y confesionarios, lo llevaron hasta la sacristía, sin que los vieran las pocas personas que allí había, entre ellas María Rosa, que rezaban sobre los reclinatorios muy pegados al catafalco del cura.

Ya en la sacristía dejaron al dormido sobre un sofá ancho.

– A éste lo ha dormido alguien dándole por la embocadura, jefe -dijo Tomás Torres.

– ¿Por la embocadura?

– Sí, digo dándole de beber algo.

– Sepa Dios qué, porque ahora, fíjate, está besando esa estola colgada en la «cajonería», como llaman los curas a ese armario donde cuelgan todas las investiduras, y que le estaba rozando la mano.

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