Francisco Pavón - Historias de Plinio

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“Plinio” no es miembro de la Benemérita, sino jefe de la policía local de Tomelloso. Los casos que resuelve casi siempre tienen una componente escandalosa: crímenes de criadas que aspiran a ocupar el lugar del ama, de padres que vengan el honor mancillado de sus hijas. Pero el talante y la técnica de “Plinio” son los de Sherlock Holmes o el padre Brown (más el segundo, a mi entender, que el primero).
Las dos historias que ocupan este librito ocurren, respectivamente, en carnaval y durante la vendimia, dando ocasión al autor para describir estos dos eventos, según transcurren en el Tomelloso de los años veinte. Pero las descripciones están magistralmente engarzadas a la narración, sin estorbarla. Queda por debajo, en cambio, la impresión de que el verdadero asunto de estas novelettes tan bien trabadas es la monotonía de la vida en los pueblos pequeños. Y una incurable nostalgia soterrada, esa “íntima tristeza reaccionaria” de la que hablaba el mejicano López Velarde en un memorable poema. En ese sentido, estas historias pertenecen al mismo género que La calle estrecha de Pla.

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– Sí, señor.

– ¿Para qué? -Creo que para una cosa de la Relicario.

– ¡Ajá…! Está bien. Vamos para allá. Y vosotros, chitón, o vais a la «trena».

– Sí, jefe -dijo el chófer, confianzudo.

– Y tú, tanguista, gracias por el aviso.

Plinio y don Lotario se desviaron hacia la casa de el Ciego, por la calle de las Isabeles.

– Nunca he visto una pájara tan tímida -dijo don Lotario.

– No lo será, pero ante la autoridad suelen ponerse así de cortas.

– ¿Qué noticias puede tener Andrés?

– ¡Vaya usted a saber…!

El tocar de las guitarras y bandurrias se oía desde lejos. Aquella noche había lleno en la «Casa del Ciego». Ya el portal estaba casi lleno de mocetes que permanecían en un sí o no entro. Como hacía calor, a pesar de las fechas, todavía se alternaba en el patio de cemento. Sobre una tarima estaba la orquesta: Andrés con su vieja guitarra y la gorra de visera calada, dos barberos con bandurria, y la Chucha, que tocaba el laúd, con un cigarrillo en la boca. Casi todas las mesas estaban ocupadas. Las parejas bailaban sobre el cemento arrastrando mucho los pies. Cuando entraron el guardia y don Lotario estaban tocando aquello de:

Diego Montes

es un valiente bandolero.

En los reservados también había gran algazara, canciones y sonar de cristales.

Las encargadas servían en las mesas licores y ponches.

Apenas entraron en el patio, Andrés, sin dejar de tocar, dio una voz:

– Manuel, sentaos aquí en esta mesa que está bajo la parra… ¿Te dieron mi recado en el Ayuntamiento?

– No. Me lo dio una pupila que canta tangos que iba por el paseo.

– Ya se ha salido otra vez esa pécora, en vez de alternar aquí -dijo la Chucha al viejo.

– Déjala, para algo ha servido.

Se sentaron.

El Ciego, tan moreno, gordo e inmóvil, sobre la tapia encalada resaltaba como una figura de mármol negro. Mientras tocaba sólo movía la mano y miraba hacia el cielo con sus ojos cerrados, que de vez en cuando entreabría.

Cuando acabó Diego Montes, las parejas se fueron hacia las mesas, y la Chucha, con un platillo en la mano, iba cobrándoles a los que bailaban los veinticinco céntimos, importe de las tres piezas que tocaban seguidas.

Andrés dejó la guitarra sobre la silla y bajó de la tarima con dirección a la mesa del guardia y don Lotario.

La Chucha, mientras descansaba, apoyando el laúd vertical sobre un muslo, pasaba revista a la clientela con ojos justicieros, sin quitarse el cigarro de la boca. Los de las bandurrias se bajaron de la tarima y alternaban tomando ponche (vino y gaseosa) con unos amigotes que rodeaban a una gorda que abría mucho la boca, para que entre todos le contaran las muelas de oro que tenía.

– Cuenta bien -decía con la boca abierta-. ¿A que son ocho?

– ¿Qué pasa, Andrés? -dijo Plinio.

– Trae unas copas de anís -dijo el Ciego a la encargada. Y no añadió más, como si esperase oportunidad.

– Buen negocio esta noche -le dijo el veterinario.

– No está mal, el corriente en día de sábado.

El Ciego se volvió hacia la Chucha:

– ¡Eh, operarios! ¡Vamos!

Los llamados operarios tiraron la colilla con desgana, después de un buen chupetón, y salieron a la tarima.

– Vamos con El manisero, que el jefe no toca esta vez.

Dio tres taconazos sobre la tarima y comenzaron con El manisero.

Las parejas empezaron a ocupar la pista.

Andrés había encendido un «faria» y mientras se esforzaba por meterlo en tiro, tamborileaba con los dedos sobre la mesa.

Cuando el puro comenzó a arder razonablemente, dio una voz a la encargada:

– ¡Rosario!

La Rosario, que estaba discutiendo precios con los de una mesa, no le oyó.

– ¡Rosario!

La Rosario tampoco le oyó.

Entonces, la Chucha, con el cuello hinchado y las venas a punto de saltarle, escupió la punta de cigarro de su boca, que salió como una bala, y gritó con toda la fuerza de su ronca voz:

– ¡Rosario!

Muchos de los que bailaban volvieron la cabeza sobrecogidos. Debían de creer que la Chucha insultaba a alguien.

La Rosario, al fin, se dio por enterada.

– Ya voy, jefe.

El veterinario, que desde hacía rato no dejaba de inflar y desinflar las narices, como si le impulsase algún viento inusitado, dijo a Manuel:

– Hay que ver cómo huele aquí a furcias a pesar de estar al aire libre.

Plinio sonrió a media boca.

– Yo ni lo noto -comentó Andrés-. ¿Y cómo huelen, don Lotario?

– A perfume barato, a vino agrio y a tabaco apagado.

– ¡Jolín! -dijo el Ciego-. Usted sí que es delicado…

– ¿Qué decía, Andrés? -preguntó la Rosario con la bandeja en una mano y un cigarro de hebra en la otra.

– ¿No ha salido todavía la Relicario?

– No.

– Pues dale el último aviso.

– Es pronto… digo yo.

– Qué ha de ser pronto, si ya van nueve piezas desde que entró.

– Es que él es muy pesao. Y como es buen cliente…

– Pues que acorte por hoy.

– ¿Y si se queda de dormida?

– No, esta noche, imposible.

– Bueno, voy, pero no seré yo la que se lo impida, con lo animal que es…

La Rosario marchó hacia las habitaciones.

– Resulta -dijo el Ciego en el tono confidencial que permitía la próxima orquesta- que la Relicario dio una fotografía suya dedicada a Carnicero…, y uno se la ha encontrado en medio del campo.

Don Lotario, con los ojillos muy abiertos, quedó mirando a Plinio.

Éste se limitó a pasarse el dorso de la mano por la boca.

La Rosario se acercó a la mesa:

– Lo que yo suponía: que se quedan de dormida. Y ese bestia ha dicho que la Relicario no sale por sus tales y por sus cuales, y que el que sea hombre, que vaya…

– Esperaremos. Ya se dormirá -dijo Plinio,

Don Lotario se frotó las manos.

– Más anís, Rosario -pidió Andrés.

– ¿Y por dónde lo encontró? -preguntó Plinio entornando los ojos. -No sé -respondió el Ciego.

– ¿Es que no se lo dijo?

– No; porque el que le ha traído la foto a la Relicario no es el que la encontró.

– ¡Ah!

– La encontró un carrero, y como sabía que la Relicario es amiga de Antonio Pavitos, el dependiente de los Belda, se la dio, que es el que la ha traído.

– ¿Entonces? ¿Pavitos es ahora el amigo de turno?

– Eso parece. El caso es que como a la Relicario se le saltaron las lágrimas al ver la foto que había dado a Carnicero, Pavitos le arreó dos chuscas que casi la deja sin muelas…

– ¿Cuándo fue eso?

– Esta siesta. El Pavitos siempre viene por la siesta hasta la hora de abrir.

– ¿No dijo cómo se llama el carrero?

– No. Yo creo que esto podía interesarte, ¿no?

– Mucho, Andrés, mucho.

Habían acabado con El manisero y dos piezas más -L a java y Con una falda de percal planchao- y la Rosario se dedicaba ahora a la cobranza de pareja en pareja.

Poco a poco se iba despejando el local.

El ciego volvió a la tarima y tocaron nuevas piezas, de tres en tres, sin casi interrupción, para retener a la parroquia.

A don Lotario ya no se le veían los ojos de puro sueño. Además, con tanto anís, estaba un poco «mamao». Plinio parecía impasible, pito tras pito, copa tras copa, con los ojos entornados y el gesto escéptico, observaba a la gente.

A las cuatro de la mañana sólo quedaban clientes en torno a una mesa, en compañía de todas las pupilas libres.

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