Francisco Pavón - Historias de Plinio

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“Plinio” no es miembro de la Benemérita, sino jefe de la policía local de Tomelloso. Los casos que resuelve casi siempre tienen una componente escandalosa: crímenes de criadas que aspiran a ocupar el lugar del ama, de padres que vengan el honor mancillado de sus hijas. Pero el talante y la técnica de “Plinio” son los de Sherlock Holmes o el padre Brown (más el segundo, a mi entender, que el primero).
Las dos historias que ocupan este librito ocurren, respectivamente, en carnaval y durante la vendimia, dando ocasión al autor para describir estos dos eventos, según transcurren en el Tomelloso de los años veinte. Pero las descripciones están magistralmente engarzadas a la narración, sin estorbarla. Queda por debajo, en cambio, la impresión de que el verdadero asunto de estas novelettes tan bien trabadas es la monotonía de la vida en los pueblos pequeños. Y una incurable nostalgia soterrada, esa “íntima tristeza reaccionaria” de la que hablaba el mejicano López Velarde en un memorable poema. En ese sentido, estas historias pertenecen al mismo género que La calle estrecha de Pla.

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– Ya, ya…

– ¿Y qué piensas hacer?

– Nada, absolutamente nada. Si por lo menos tuviéramos el cadáver…

En éstas estaban cuando sonó el teléfono del herradero. Era Andrés, el ciego pupilero.

– Es para ti, Manuel. Andrés.

– Ya ha venido, Manuel -díjole el Ciego.

– ¿ Solo? -Solo.

– Pero por ese lado no hay nada que hacer, ya lo tengo comprobado.

– ¿Qué me dices?

– Lo que oyes.

– ¿Entonces…?

– Entonces, nada.

– A ver si charlamos un rato.

– Bueno. Iré por ahí mañana.

– Está bien.

Plinio, de todas maneras, se puso en camino para ver a Antonio. Don Lotario fue con él.

Se había parado el motor del jaraíz de don Jerónimo, y sus dos hijos, con mosto hasta las rodillas, estaban en cuclillas ante el artefacto, intentando arreglarlo.

Seguro que vieron detenerse a don Lotario y a Plinio ante la puerta del jaraíz, pero se hicieron los distraídos hurgándole al motor.

Dos pisadores con las greñas sobre los ojos, miraban los afanes de sus patronos. Sobre un gran montón de casca descansaban las palas. El mosto salía levemente por los sumideros, adornado por los reflejos del sol que entraba por la piquera.

En el corralizo, tres carreros mocetes jugaban a la pídola, en espera de que les llegase el turno de descargar los carros.

Plinio optó por callar y esperar a que los dos hermanos se dieran por enterados de su presencia.

Antonio indicó a uno de los pisadores que enchufase el interruptor. Lo hizo con cierto respeto y el motor comenzó a sonar bien.

Los dos hermanos se pusieron de píe mirando al motor, de espaldas a la puerta del jaraíz. Y los pisadores, con cierta pereza, cogieron sus palas y empezaron a echar uvas a la destrozadora.

– Buenas tardes -dijo Antonio volviéndose hacia Plinio con desgana.

Y antes de que el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso despegase los labios, Antonio le habló:

– No tengo nada que decirle.

– ¿Ni dónde están su padre y su hermana?

– Ni eso. No tengo por qué.

– Cuando la justicia hace una pregunta a unos ciudadanos honrados como son ustedes, creo yo que se debe responder.

Antonio se encogió de hombros.

Los pisadores, con poco disimulo, hacían oído a la conversación.

Los dos hermanos se volvieron hacia el motor echando las espaldas a la visita.

Plinio se pasó la mano por la boca.

– Bueno -dijo al fin-, no tendré más remedio que citarles en el Juzgado.

Los hermanos no respondieron ni cambiaron de posición.

Plinio y el veterinario dieron media vuelta y se marcharon.

– Qué educados, ¿eh? -comentó don Lotario.

– No me diga… ¡La leche que han mamado…!

Los días que quedaban de vendimia Plinio los pasó malamente. Obsesionado por el famoso charco de sangre siempre parecía desasosegado y ensimismado.

– No te atormentes, Manuel, todo saldrá -le decía don Lotario.

Y Plinio, apretando los labios, movía la cabeza sin decir palabra.

Raro era el día que Plinio, solo o acompañado de don Lotario, no se daba una vuelta hasta el lugar donde estuvo una noche el charco de sangre. Allí miraba al suelo, luego a la estación, merodeaba un poco, llegaba hasta el campamento de los gitanos y volvía al Ayuntamiento cada vez más pesaroso.

Otras veces iba a la estación a las doce, a la hora de la llegada del tren, veía bajar a los viajeros, salía con el último y se quedaba junto a la verja de San Isidro, junto al lugar del charco de sangre.

– Pero ¿qué piensas, Manuel? ¿Qué piensas? -le decía el veterinario con los ojos tristes, casi con voz maternal.

– Eso es lo malo, que no pienso en nada…, sólo siento, siento algo dentro de mí que me desazona. Estoy seguro de que estamos tocando el violón. A Carnicero lo mataron en Tomelloso, a los pocos segundos de bajar del tren. Pero, ¿quién lo mató? ¿ Dónde llevaron su cuerpo?

– A ver si viene don Jerónimo y da alguna luz…

– No, don Jerónimo es casi seguro que estuvo toda aquella noche en el Casino, Manuel. El camarero 110 lo echó en falta ni una sola noche. Iba desde las 9 a las 12. Los hijos, en Ciudad Real. ¿Quién podría, entonces, tener interés en eliminar a Carnicero?

Como todo acaba por saberse, a primeros de noviembre llegó a Tomelloso la noticia -fue Andrés el primero en saberla- de que Margarita había dado a luz una niña en Madrid, en una casa de maternidad.

Llegó la noticia por una ex pupila de don Andrés, que en la misma casa andaba en aquellos días en trance parecido. La noticia asombró a los tomelloseros, pero no al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. Se decía igualmente que ni don Jerónimo ni su hija volverían ya a Tomelloso. Parecía que se iban a vivir a Barcelona con la niña.

Una tarde de sol dorado y picante del otoño, don Lotario y Plinio estaban sentados en el mismo banco del paseo de la Estación que aquella otra noche.

Era ya frecuente por aquella fecha ver llegar los carros de los vendimiadores. La vendimia tocaba a su fin.

Y llegaban con las mulas enjeazadas a lo majo, con arneses bordados de tachuelas doradas, borla roja en la cabezada y tiros de lujo. Los carros venían ornados de guirnaldas de pámpanos y papeles de seda.

El carrero, en el estribo. Y las vendimiadoras, bien coloradas, a ambos lados del carro. Al entrar en el pueblo cantaban a toda voz jotas y seguidillas.

Deambulaban los carros vendimiadores por todas las calles del pueblo, y concurrían en la plaza, en competencia de majeza de arreos, gallardía de mulas e intensidad en el canto.

El atardecer del final de vendimia, entre el polvo incendiado por un sol sanguinolento, era un jubileo de carros, de pámpanos secos y cantares.

Plinio, sacando inesperadamente la conversación, se encaró con don Lotario:

– Mire usted, el asesino sabía que aquella noche llegaba Carnicero a Tomelloso. Como tenía bien meditada su muerte, cuando se enteró de su llegada, lo aguardó apostado junto a esta tapia de San Isidro. Llegó Carnicero. Lo vio… o lo vieron pasar. Lo llamaron, lo entretuvieron en conversación hasta que la gente que salía de la estación desapareció y rápidamente lo apuñalaron, lo metieron en un coche o carro y lo llevaron a enterrar a un sitio que no sabemos. ¿Quién en Tomelloso podía tener motivos suficientes para premeditar la muerte de Carnicero en la primera ocasión? Sólo tres personas, don Lotario: los hermanos y el padre de Margarita.

– Pero ¿no hemos descartado a los tres? ¿Uno por estar en el Casino y los otros por estar en Ciudad Real?

– Los hemos descartado sobre el papel, pero la realidad es otra que la que arrojaban nuestras averiguaciones. Por parte del padre o de los hijos hay una coartada que no hemos alcanzado todavía a ver.

– ¿En quién piensas más? ¿En el padre o en los hijos?

– En los hijos.

– ¿Cómo se enteraron en Ciudad Real de que venía Carnicero?

– Se lo comunicaría su padre porque se enterase, o se enteraron ellos mismos desde Ciudad Real por cualquier medio que nosotros desconocemos.

– Ellos podían salir de Ciudad Real hacia las nueve treinta, estar aquí a las once treinta y de vuelta a la capital de dos treinta a tres. El faltar ese tiempo del hotel unos forasteros que están de paso, no se echa de menos en ningún sitio.

Don Lotario hizo un gesto de perplejidad.

– Vamos a hacer unas pequeñas averiguaciones.

– ¿Cuáles? -Venga usted.

Se dirigieron a Teléfonos. Allí pidieron a la señorita que les enseñara la relación de conferencias habidas con Ciudad Real el día 20 de setiembre.

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